martes, 17 de febrero de 2015

Metalhead (Málmhaus, Ragnar Bragason, 2013)

Blasfemias en la granja 



Con una población de 325 mil habitantes para un área de 103 mil kilómetros cuadrados (poco más de la mitad del territorio uruguayo), Islandia posee una producción cinematográfica lógicamente escasa –cerca de una docena de largometrajes al año– pero con un buen nivel en general y de una personalidad muy propia, a menudo películas orientadas a temáticas como la puja entre conservadurismo y progresismo, entre tradición y globalización, entre mitos y modernidad, por lo general con facturas técnicas pulidas y logradas, guiones originales e inteligentes y una vistosa fotografía. Son varios los directores islandeses que se destacan últimamente, pero podríamos señalar particularmente tres. Benedikt Erlingsson, cuya Of Horses and Men llevó recientemente premios a mejor dirección en San Sebastián y Tokio; Baltasar Yormákur, otro gran creador que se hizo notar recientemente con su asfixiante The Deep (cine de catástrofe y supervivencia subacuática) y que ya fue llamado a filas de Hollywood para filmar 2 Guns, con Denzel Washington y Mark Wahlberg. Pero quien realmente sobresale dentro del panorama islandés es el cineasta Ragnar Bragason, quien ya había sorprendido al público uruguayo de la Cinemateca en un Festival de Invierno por su sensibilidad y su acierto al presentar cuadros dramáticos indiscutiblemente humanos –con todo lo bueno y lo malo que acarrea el término– en Niños (Born, 2006) y Padres (Foreldrar, 2007). 
Málmhaus (Metalhead es el título internacional) es su última película, quizá la mejor de su autoría. Su protagonista es Hera, una adolescente de doce años inmensamente conflictiva y prácticamente intratable, proclive a los excesos, a los desplantes verbales, a beber alcohol hasta perder la consciencia y a la destrucción material. Un dolor de cabeza constante y una carga no sólo para sus padres, sino también para todo el pueblo, harto de sus conductas antisociales. 
Pero es notable el acercamiento de Bragason a este demonio de Tazmania, un enfoque íntimo que permite vislumbrar sus dobleces, sus grandes frustraciones, su pasión: el refugio catártico para escapar a un gentío religioso, conservador y chato se encuentra en el heavy metal, ruido incomprensible para el resto de los mortales. Tampoco perdemos de vista su vida familiar: un accidente laboral llevó a la muerte a su hermano mayor cuando era niña, y sus padres, lejos de superarlo, parecieran llevar diariamente esa herida abierta. El trauma grupal es palpable, la pérdida se silencia, no se trata; la válvula de escape, la única que hace visible su frustración es ella, quien se rebela con el mundo, y fundamentalmente contra Dios. Además, pareciera canalizar parte de su frustración a través de la música, vivo legado de su hermano fallecido. 
Inspirado en sus propia vivencias adolescentes, en Charles Dickens y en los cuadros marginales del británico Mike Leigh, Bragason logra un conmovedor cuadro de la campiña islandesa, una historia de crecimiento con heladas montañas y valles desérticos de fondo. Un entorno que, en su amplio mutismo y su entumecida monotonía, pareciera exigir un poco de música estrepitosa, como para compensar tanto sopor y estancamiento.

Publicado en Brecha el 13/2/2015

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