En el ascenso a los 8848 escarpados metros de altura del monte Everest, uno de cada diez aventureros muere, ya sea por hipotermia, edemas pulmonares y cerebrales, arrastrados por tormentas perfectas, sepultados por avalanchas o aplastados contra las rocas y el hielo luego de prolongadas caídas al vacío. En el año 2014 hubo diecisiete muertos y en lo que va del 2015 han sido 22. Aún así, escaladores de todo el mundo se empeñan e invierten decenas de miles de dólares en la hazaña. Y como veremos claramente en esta película, ni siquiera se trata de una experiencia "placentera" sino una que coloca a los aventureros en una situación física sumamente desagradable; indefectiblemente el cuerpo humano, a determinada altura, por el frío, la presión atmosférica y la falta de oxígeno comienza a morir de a poco. Para llegar a la cima es necesaria, en el último tramo, una auténtica lucha contra el tiempo, llegar a la cúspide y bajar a contrarreloj, forzando al organismo a una prueba de resistencia extrema.
Esta película sitúa su acción en el año 1996. La base del Everest se ha convertido en una puja competitiva de empresas de alpinismo, que dan a los turistas la oportunidad de una escalada guiada. Pero la sobredemanda y el caos en los procedimientos generan una situación atípica: embotellamienos de aventureros en las vías de ascenso, un servicio no personalizado y mayores riesgos en general, entre otras cosas porque los numerosos grupos pueden retrasarse por la lentitud o el decaimiento físico de algunos de sus miembros.
En un registro a medio camino entre la austeridad documental y la épica grandilocuente, el relato nos lleva de la mano de un guía protagonista (Jason Clarke) y nos introduce a un puñado de alpinistas abocados a una empresa desquiciada. Entramos en el terreno propio del cine de Werner Herzog: la lucha del individuo contra la magnificencia de la naturaleza, las iniciativas descomunales y difíciles de comprender. Con este atractivo como único motor, la primera mitad de la película avanza sin demasiado punch, con personajes poco llamativos –menos aún lo son sus familias– y conflictos difusos; lo más interesante aquí es la información previa, durante los preparativos para el ascenso. Es en la segunda mitad, donde se inician las últimas fases de la escalada y la película se convierte claramente en un exponente del cine catástrofe, que el director islandés Baltasar Kormákur da muestras de su talento, incorporando efectos especiales imperceptibles y adentrando al espectador en el epicentro de la tragedia, volviéndolo partícipe del viento, el hielo, el cansancio y el dolor. Las cámaras se acercan a los personajes convirtiendo la película en una experiencia vivencial, casi física. Lo único malo de esta segunda mitad es el laconismo o la altisonancia de ciertos tramos, subrayados con una música excesiva.
Sin particular énfasis, la anécdota va dando cuenta de una sucesión de diversos errores humanos que, luego de desencadenar hechos trágicos, se volverán cruciales para el espectador. Es allí donde pareciera estar la verdadera profundidad conceptual de la película, en saber mostrar pequeñas pasiones, falencias y excesos, que bajo esta clase de circunstancias pueden cobrarse vidas. Así, Everest podría ser leída como una interesante parábola sobre la defectuosa condición humana y sus absurdas ambiciones.
Publicado en Brecha el 9/10/2015
Publicado en Brecha el 9/10/2015
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