viernes, 8 de diciembre de 2017

Zama (Lucrecia Martel, 2017)

Como pez en el agua 

La directora argentina Lucrecia Martel filma muy poco, y eso casualmente agudiza el culto por su obra. Casi diez años hemos tenido que esperar desde el estreno de su anterior película para reencontrarnos con su particular impronta y su inigualable estilo. Como para aleccionar a los incrédulos, “Zama” es una obra grandiosa, que llega incluso a superar las más elevadas expectativas. 


El gesto de Cinemateca Uruguaya de “sacralizar” a la cineasta salteña (autora de La ciénaga, La niña santa y La mujer sin cabeza) en el gran mural que aún se encuentra en la fachada de Cinemateca 18, junto a maestros de la talla de Hitchcock, Fellini y Buñuel, y hacierla sobresalir como la única mujer, la única latinoamericana y la única directora viva allí representada, suscitó unas cuantas reacciones adversas que criticaban una elección que a muchos les resultó, cuando menos, caprichosa. Pero como para llamarlos a silencio por un buen rato, Zama resultó ser una obra magistral, probablemente la mejor película estrenada en este 2017. Se trata de un trabajo descomunal, en el que participaron una veintena de productoras y organismos oficiales y privados de casi todo el mundo (entre la decena de países que participan en la coproducción se encuentran Líbano, Portugal, Países Bajos, Suiza y Francia) que se asociaron o hicieron sus aportes. Y fue un estreno retrasado por múltiples factores, incluyendo una enfermedad que le impidió a la directora estrenar en 2016, como estaba previsto, y que extendió la posproducción durante meses. 
Elogiada por Jorge Luis Borges, por Juan José Saer, por Ricardo Piglia, la novela original de Antonio di Benedetto, publicada en 1956, fue considerada, luego de varios intentos frustrados, un clásico “inadaptable”. Era necesario un cineasta a la altura de tales ambiciones. 
Por fortuna la película pudo concretarse, y está hoy en cartel. La historia se ambienta en 1790, en tiempos del Virreinato del Río de la Plata; el protagonista, Diego de Zama (Daniel Giménez Cacho), es un asesor letrado de la corona, un funcionario del imperio colonial español que, apostado en la agreste Asunción del Paraguay, espera con ansiedad ser removido de su incómodo puesto de frontera y ser finalmente trasladado a Buenos Aires, donde viven su mujer y sus hijos. Como explicará la voz en off de un niño, Zama es “el enérgico, el ejecutivo, el pacificador de indios, el que hizo justicia sin emplear la espada, no era ese el Zama de las funciones sin sorpresas ni riesgos. Zama, el corregidor, un corregidor de espíritu justiciero, un hombre de derecho, un juez, un hombre sin miedo”. En definitiva, se trata de un protagonista funcional a los intereses de la corona, pero lejos de obtener réditos por su labor, se encuentra anclado, entrampado por la misma burocracia que contribuyó a construir. 
La palabra “corregidor”, reiterada en las palabras del niño y luego varias veces a lo largo de la película, refiere no solamente al rol de Diego de Zama como letrado, sino a su función, tan nefasta como crucial, de avalar desde la escritura la transformación de un tosco universo, dominado por la naturaleza, por los nativos y su cultura, y de erradicarlo convirtiéndolo en el ambiente “civilizado” deseado por la corona. Como toda gran adaptación histórica, esta película lleva a demostrar hasta qué punto los espacios tal cual los conocemos son el fruto de una transformación radical; definitivamente el hombre blanco triunfó en su misión de silenciar, vaciar y destruir, convirtiendo ciertos puntos clave del mapa en universos “habitables” para los invasores.


Pero “corregir” es, en este caso y como bien parece señalar Martel, forzar una forma cúbica en un hueco octogonal, es vestir con un vestido de seda a una mona ruidosa y sobregirada. Las pelucas que visten los aristócratas en esta colonia decadente son un absurdo, símbolos de prestigio transpirados, piojosos, sucios. Zama, el corregidor, y todo lo que representa parecen asemejarse a un virus, inserto en un organismo vivo que lo rechaza. 
Los nativos, los esclavos, omnipresentes, son asimismo una presencia silenciosa y una amenaza latente. En sus miradas ceñudas, en labores consumadas con desidia y tonos burlones –como en la entrega de un mensaje– puede entreverse su desprecio, así como formas soterradas de rebeldía. Si bien el mundo colonizado parece detestar al protagonista, tampoco parecieran tenerle simpatía sus propios pares, y los sucesivos gobernadores que se le presentan como intermediarios con el rey parecieran cada vez más hostiles hacia su persona. Zama es uno de esos peces a los que en determinado momento se hace alusión, que “deben luchar constantemente con el flujo líquido que quiere arrojarlos a tierra”
Para sobrevivir debe adaptarse a los cambios constantes, y éstos no son precisamente favorables: cada vez que se decide a hacer algo obtiene resultados pésimos, y sus consecuencias lo ubican en una situación aun peor que la anterior. Es interesante cómo una enfermedad que contrae (que en cualquier otra película sería una sentencia de muerte) aquí es sólo presentada como una transición más, en la que desarrolla los anticuerpos necesarios para continuar con su existencia. Este cambio perpetuo refiere a esa cualidad de los seres vivos, y en particular de los humanos, a la que se echa mano permanentemente: la capacidad de adaptación. A pesar de que nos aferremos a una falsa ilusión de estabilidad, el declive es inevitable para todos; la inercia consiste en alcanzar un equilibrio temporal, adaptándonos a las nuevas condiciones. 


Como ya es esperable en una película de Martel, Zama carece de una narrativa clara; hay una sucesión de situaciones, vivencias del trajinar de Zama, quien se ve suspendido en un entorno envolvente, alucinante. El diseño de sonido de Guido Beremblum es notable, ya que lo que se oye es tan elocuente o más que lo que puede verse. Así, el fuera de campo sonoro dialoga con las imágenes, dando cuenta de elementos, acciones, situaciones que ocurren fuera del encuadre. La esmerada fotografía del portugués Rui Poças contrasta exteriores amplios, despojados, con interiores opacos y asfixiantes; pueden intuirse y casi sentirse los olores, la mugre, el calor imperante. Zama es un cine vivencial, inmersivo, de atmósferas magistralmente concebidas en las que Martel deja colar apuntes notables sobre la dominación, el poder, los géneros, la corrupción, la violencia sexual, el progreso, el choque cultural y la destrucción de la identidad. 
El referente inevitable es Werner Herzog (Aguirre, la cólera de Dios, Fitzcarraldo), por esa forma cruda de representar la naturaleza, despojándola de todo tipo de romanticismo. Martel exhibe un universo natural donde imperan el sufrimiento y la dominación, donde la única ley es la lucha por la supervivencia. La flora y la fauna se cuelan en las viviendas; en una de las tantas escenas que se asemejan a viajes alucinatorios, una llama respira en la nuca del protagonista, dentro de una oficina. Otro punto de contacto con el cine de Herzog es plantear esa tensión entre el ser humano y su entorno, y de recrear esa lucha desbocada y casi demencial por la cual aquél intenta controlar y combatir a las ingobernables fuerzas de la naturaleza. 
Martel evita deliberadamente una recreación histórica rigurosa, algo que se percibe, por ejemplo, en la ausencia de crucifijos y toda clase de simbología religiosa, que no sólo formaba parte indisoluble de la época, sino que además es automáticamente invocada por cualquier espectador al pensar en ella. Martel decidió simplemente eludir esta obviedad; asimismo, reproducir un lenguaje fiel era un objetivo inalcanzable, y en este sentido se inspiró en el habla ficticia, carente de base documental, utilizada por Di Benedetto en su novela. En la película confluyen lenguas como el pilagá, el qom, el portugués, el guaraní, un francés hablado por haitianos... Un cambalache imposible, pero que, quizá por eso, se vuelve convincente en su singularidad. 
Quizá lo más increíble de Zama sea eso: aun a sabiendas de que se trata de una conjetura histórica de a ratos delirante, aun cuando no pretende ser absolutamente rigurosa, difícilmente otra adaptación histórica pudiera resultar tan real y vívida. Martel es única a la hora de conjugar las herramientas cinematográficas para lograr una “ilusión de realidad”, una maestra utilizando el artificio para generar la idea de que, en aquello que vemos, oímos, vivenciamos y hasta respiramos, no existe artificio alguno.

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