Exabrupto de maldad
Una de las singularidades del cine del director griego Yorgos Lanthimos (Canino, Langosta) es la forma en que sus personajes parecen desconectados de sus emociones. Como si vivieran en un limbo perpetuo y existiese un desfase agudo entre lo que piensan y lo que dicen o hacen. Como si deambularan, trabajaran, comieran, conversaran y tuvieran sexo en piloto automático, y siempre con similar impasibilidad. Esta característica, exagerada y a todas luces inverosímil, puede resultar incómoda y hasta exasperante para algunos espectadores, pero se trata de una inercia sumamente elocuente acerca de una suerte de “zombificación”, por la cual muchos parecieran vivir como narcotizados, siguiendo mandatos sociales sin padecerlos ni disfrutarlos y, sobre todo, sin reflexionar ni cuestionar nada.
El protagonista de esta película (Colin Farrell), casado y con dos hijos, es cardiocirujano. Su mujer (Nicole Kidman), oftalmóloga. No es casualidad que ambos se desempeñen en esas ramas de la medicina, sobre todo considerando que, a pesar de su investidura y de ser especialistas del corazón y de la vista, respectivamente, él parece especialmente incapacitado para sentir y ella para ver cosas que acontecieron ante sus propios ojos. Será por eso mismo que en el cuadro surge Martin (Barry Keoghan), que parece salido de otro planeta y con el cual el cirujano mantiene un extraño vínculo: de hecho, el joven irrumpe en la clínica en la que trabaja, y más adelante en su propia casa. Martin se impone con una mirada absolutamente escalofriante, comenzando a ser cada vez más demandante e invasivo, hasta finalmente echar una maldición sobre la familia. No corresponde adelantar las razones del maleficio ni las características de la enfermedad de la que empiezan a ser víctimas, pero esta intromisión del muchacho y sus consecuencias son tan irrevocables como siniestras. El director Lanthimos logra un cuadro ascético, elegante, filmado con travellings y gran angulares que amplifican la desolación de las habitaciones y la frialdad robótica de los personajes. Una música estridente y desconcertante va imponiéndose, potenciando el suspenso y la incomodidad.
Por supuesto, para que el protagonista rompa con semejante maldición será necesario un sacrificio (siguen spoilers). Una vez que lo asume es que comienzan a surgir con más fuerza y mayor agudeza las puntas de humor negro de esta película. Como quien debe desprenderse de un gasto superfluo, el protagonista deberá evaluar cómo prescindir de un miembro de su familia y hasta la manera de sustituirlo, eventualmente. Es curioso cómo, sobre el desenlace, cada uno de ellos intentará “convencerlo” de que es una pieza imprescindible de su vida. Estos últimos tramos suponen una fina exposición de la conducta humana y de diferentes métodos de persuasión.
La premisa principal y la frialdad del cuadro tienen puntos de similitud con el cine del austríaco Michael Haneke, y especialmente con su brillante Caché; pero aquí el director griego agudiza el factor fantástico y lo utiliza para dar un brutal golpe de efecto. Como en Haneke, por detrás de la superficie se esconde una alegoría, un sarcasmo demoníaco y la más cáustica crítica social. Lanthimos demuestra, una vez más, ser uno de los más despiadados –y de los mejores– directores de cine en actividad.
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