miércoles, 7 de febrero de 2018

Las grietas de Jara (Nicolás Gil Lavedra, 2018)

Al borde del colapso 



Son más bien pocas las cosas que pueden rescatarse de esta película, pero vale la pena hacer el esfuerzo: en primerísimo lugar, Óscar Martínez. El casi septuagenario actor, que lleva casi medio siglo tanto sobre las tablas como tras las cámaras, es uno de los más grandes del vecino país, y aquí interpreta nada menos que a Jara, un estafador experimentado, dedicado a la extorsión de personas y empresas. Jara es una figura nefasta, una molestia infranqueable, un ser invasivo dispuesto a esperar durante horas la llegada del protagonista a su casa y de perseguirlo durante todo el día, si es que hace falta. De pelo largo y colita, con aires de porteño omnisapiente, se trata de uno de esos personajes que amamos odiar. 
En segundo lugar, el conflicto principal: narrada en dos tiempos simultáneamente, se cuenta la historia de un arquitecto (Joaquín Furriel) que trabaja hace décadas en el estudio de una empresa constructora, y al que Jara y su impertinencia perturban. Tres años después, una muchacha se aparece en su despacho, preguntando por el tal Jara. La historia avanza en esas dos líneas: por un lado el acosador inquieta al arquitecto y a los empresarios (Soledad Villamil y Santiago Segura), por el otro, la chica vuelve tres años después, trastornándolos aún más. La anécdota está basada en la novela homónima de Claudia Piñeiro, y plantea una confrontación en la que la empresa, evasora de sus responsabilidades legales, se ve chantajeada por un individuo igualmente corrompido. 
Ese conflicto ya es suficiente para hacer una película de las mejores, pero todo esto está extremadamente desaprovechado, y el suspenso se disuelve en seguida en una banda sonora invasiva y líneas de diálogo inverosímiles y hasta absurdas, como cuando la chica le dice al protagonista que es gracioso (cuando en ningún momento había hecho un chiste, ni alterado su expresión de seriedad y hastío). Una subtrama referente a la hija adolescente del arquitecto y su exploración de la sexualidad es la excusa para plantear ridículos diálogos paternofiliales, una burda bajada de línea a favor de la tolerancia. Un ascenso al palacio Barolo no tiene ninguna razón de ser: apenas los personajes suben deciden bajar, echándose a perder una ambientación hitchcockiana perfecta. Cada aparición de Jara está reforzada por música extradiegética que nos avisa que es un tipo jodido, y la banda sonora dicta con estridencia lo que el espectador debería sentir a cada momento. 
Coproducción hispano-argentina dirigida por Nicolás Gil Lavedra, (quien había filmado la más lograda Verdades verdaderas, basada en la vida de la presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, Estela de Carlotto), esta película es otra demostración de que, por lo general, el cine argentino que llega normalmente a las carteleras del circuito comercial montevideano no es, ni de lejos, el mejor. 

 Publicado en Brecha el 7/2/2018

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