Lo mejor está escondido
Si bien la ceremonia a celebrarse este domingo próximo se lleva la atención de medio mundo cinéfilo, son las categorías consideradas como menos importantes las que suelen ser más interesantes. Y es que las seleccionadas para mejor documental, animación y película extranjera frecuentemente resultan más atractivas que las nominadas en los rubros principales.
Ingresar un documental a la carrera por los Oscar es sumamente difícil, y las exigencias para las películas de este tipo son hoy mucho más altas que para las ficciones. Tienen que haber sido estrenadas en salas comerciales con al menos cuatro proyecciones diarias –para las ficciones sólo se necesitan tres–, al menos una semana de corrido en el condado de Los Ángeles y otro tanto en la ciudad de Nueva York –las ficciones sólo en Los Ángeles–. Debe tener un aviso pago en al menos uno de los medios de prensa más importantes y por lo menos una reseña crítica de la película tiene que haber sido publicada en el New York Times o Los Angeles Times –esta última exigencia no existe para las ficciones–. Esto explica por qué los documentales extranjeros raramente estén nominados, y por qué, cuando lo están, son grandes coproducciones con fuertes vínculos de distribución que les permiten una presencia sólida en esas dos ciudades. Sería interesante saber cuántos excelentes documentales quedan por el camino por no cumplir con tales requisitos.
Es en esta categoría que solía verse reflejada como en ninguna otra la denuncia política, el inconformismo. Pero este año ocurre algo extraño: precisamente en un momento en que la administración Trump se impone como una de las más payasescas y nefastas de las últimas décadas, ninguno de los nominados arremete directamente contra ella. Abacus: Small Enough to Jail es el siempre interesante registro de un juicio contra un pequeño banco de Nueva York; una historia de David contra Goliat que deja en evidencia las grandes injusticias del sistema. Icarus cuenta también con una premisa impactante: contar cómo Rusia inoculó sistemáticamente y durante décadas sustancias ilegales en sus atletas para potenciar sus capacidades y hacerlos ganar en los Juegos Olímpicos. Last Men in Aleppo es terrible: los “cascos blancos” son voluntarios sirios que se dedican a salvar gente luego de los bombardeos; las imágenes de niños y bebés entre los escombros pueden dañar unas cuantas sensibilidades, pero se trata de una aproximación brillante a la hora de recrear la situación actual de la población civil. Strong Island es el más flojo de todos: la exposición de un juicio de asesinato racial que fue cerrado sin consecuencias para el victimario. Más allá de la injusticia y de lo pertinente de la denuncia, el documental carece de la originalidad y la profundidad de los demás.
En ninguno de estos casos el ataque al gobierno es directo, y en Last Men in Aleppo e Icarus los dardos apuntan directamente a Rusia y no a Estados Unidos. Strong Island y Abacus refieren a hechos previos a la actual presidencia. Este cronista no pudo ver Visages, villages, documental de la inextinguible directora francesa Agnes Varda y el fotógrafo y artista anónimo J R, que probablemente sea el mejor: cuenta con la impronta de una inveterada maestra y ha cosechado críticas exultantes y premios por doquier. La película es un recorrido a través de la campiña francesa que la cineasta y el fotógrafo hacen en una camioneta que es, además, un laboratorio fotográfico improvisado. Es muy probable que la academia quiera premiar una gran trayectoria; Varda fue una pionera, una de las cineastas más representativas de aquella nouvelle vague que transformó los esquemas del cine en los años cincuenta y sesenta. Y cierto es que, si bien los demás documentales llegan a ser muy interesantes y correctos, ninguno alcanza un verdadero vuelo cinematográfico.
En cuanto a la animación, no hay con qué darle a Coco. Es verdad, un montón de destacados animadores podrían querer premiar el trabajo de hormiga que supuso la coproducción polaco-británico-estadounidense Loving Vincent, pintada íntegramente en óleo sobre lienzos, pero Pixar es brillante y, como Loving Vincent, Coco también posee un arte extremadamente cuidado, pero además cuenta con una historia que desborda emoción y fuerza. En cuanto a las otras nominadas, ni Un jefe en pañales ni Olé, el viaje de Ferdinand parecen tener muchas chances (ni las merecen), pero quizá sí las tenga The Breadwinner (no la pude ver), cuya animadora, Nora Twomey, irlandesa fundadora de los notables estudios Cartoon Saloon, figura entre las mejores del mundo.
Las mejores películas extranjeras son una auténtica lotería: a veces son brillantes, a veces totalmente irrelevantes. Es siempre dudoso que cada país elija y presente a la competencia la “mejor” película nacional del año –en muchos casos envían la más “oscarizable”–, pero además luego hay dos etapas de preselección (este año, de 92 que se presentaron, en la primera pasaron nueve, y finalmente quedaron sólo cinco), y sería increíble que los miembros del jurado viesen todas las películas. Los seleccionados de este año son Una mujer fantástica, de Chile (un acercamiento a las vicisitudes de una chica trans), la sueca The Square (prácticamente un ensayo sobre el comportamiento humano), la húngara On Body and Soul (una historia de amor completamente insólita), y la rusa Loveless (durísima obra del gran Andrey Zvyagintsev). Este cronista no pudo ver El insulto, de Líbano, que muy pronto será estrenada en carteleras, pero las de Europa del este parecerían las dos más sólidas. Cuál de todas ellas será la elegida es un auténtico misterio: no podrían ser más disímiles.
Publicado en Brecha el 2/3/2018
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