El exceso como estilo
Luego de un estreno sumamente exitoso a través del canal español Antena 3, la serie televisiva del momento alcanzó impensados niveles de audiencia, al ser comprada y distribuida a través de Netflix. Pero aún cuando pareciera tener tantos defensores como detractores, pocos se resisten a devorarla íntegra, ya que hace tiempo no se estrenaba una serie tan entretenida y adictiva. Un puñado de personajes sólidos y una arriesgada combinación genérica son algunas de las claves para comprender este suceso.
Las heist movies o películas de atracos son un subgénero que supo dar obras maestras como La jungla de asfalto (1950) o The Killing (1956), y que ha sido una buena excusa para explorar la naturaleza humana en circunstancias extremas. La fórmula es así: un grupo de maleantes se aboca a un asalto perfecto, un meticuloso robo a un banco o a una joyería en el que cada detalle se encuentra planificado. Por lo general, estos golpes son fallidos: en la práctica aparecen imprevistos impensables desde la teoría; lo fundamental, y lo que normalmente arruina los planes, es el factor humano.
En la nueva serie de Netflix –comprada al canal español Antena 3– La casa de papel el robo es a lo grande; la idea de los protagonistas es tomar por asalto la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre de Madrid, tomar rehenes y ganar todo el tiempo posible allí dentro, para imprimir dinero y poder llevárselo de a carradas. Claro que en este operativo no hay un factor humano que arruine los planes, sino que hay docenas. Conflictos personales, gente que se va de boca, enamoramientos, tentaciones, rebeldías, ansiedad, orgullos heridos y venganzas; todo un abanico de deslices reconocibles que, amontonados, se convierten en un cóctel explosivo capaz de desmantelar todo lineamiento previo.
La casa de papel no es precisamente una serie de sugerencias o medias tintas. Y es que la sutileza no es precisamente el fuerte del cine ibérico; por el contrario, mucho mejor suele irles con la acumulación, el exceso, el desparpajo, como bien ejemplifican las películas más esperpénticas de Luis García Berlanga, Pedro Almodóvar, Javier Fesser, Nacho Vigalondo o Alex de la Iglesia. Coherente con esa tradición, aquí tenemos acción a raudales, giros de guión constantes, amalgamación genérica (drama, comedia, romance, thriller, acción).
Suele llamársele “masala” a ese cine indio luminoso, excesivo, de a ratos kitsch, en el que conviven el baile, la emoción, los llantos, la risa; se paga por una entrada cuando en realidad parecieran estar viéndose muchas películas juntas. “Masala” es también, justamente, una mezcla de diferentes especias, que le confiere a la comida un sabor y un aroma muy particular. Lo más meritorio de La casa de papel es que, como este peculiar cine indio, a pesar de ser excesiva en casi todo y de jugarse en una combinación desaforada de géneros, también logra, con esta mezcolanza, un sabor y un desenfado muy singular.
Es muy probable que a muchos espectadores les molesten algunos de estos excesos; y es que aquí viene todo por partida doble, triple o cuádruple. De hecho, muchas escenas son reiteradas, como esos flashbacks orientados al espectador que quizá se perdió alguno de los episodios anteriores o no estaba muy atento; de la misma manera, los personajes suelen subrayar alevosamente algunas situaciones, repetir una y otra vez las mismas metáforas o peor, directamente explicarlas. La propaganda no es nada subliminal: son flagrantes las apariciones de marcas en pantalla, como para que en ningún momento olvidemos quiénes son los sponsors. Y si bien es predecible que en este tipo de series se genere algún vínculo amoroso entre los personajes, aquí hay tres de ellos, con tentativas de un cuarto. Lo inverosímil se asoma no una ni dos ni tres veces, sino varias veces por capítulo. Quizá el ejemplo mayor es el que sustenta uno de los ejes narrativos fundamentales: ¿cómo es posible que tanto “el maestro”, líder del asalto, como su antagonista, la inspectora Murillo, tengan, en pleno operativo, tiempo libre para citas y encuentros amorosos?
Es muy probable que a muchos espectadores les molesten algunos de estos excesos; y es que aquí viene todo por partida doble, triple o cuádruple. De hecho, muchas escenas son reiteradas, como esos flashbacks orientados al espectador que quizá se perdió alguno de los episodios anteriores o no estaba muy atento; de la misma manera, los personajes suelen subrayar alevosamente algunas situaciones, repetir una y otra vez las mismas metáforas o peor, directamente explicarlas. La propaganda no es nada subliminal: son flagrantes las apariciones de marcas en pantalla, como para que en ningún momento olvidemos quiénes son los sponsors. Y si bien es predecible que en este tipo de series se genere algún vínculo amoroso entre los personajes, aquí hay tres de ellos, con tentativas de un cuarto. Lo inverosímil se asoma no una ni dos ni tres veces, sino varias veces por capítulo. Quizá el ejemplo mayor es el que sustenta uno de los ejes narrativos fundamentales: ¿cómo es posible que tanto “el maestro”, líder del asalto, como su antagonista, la inspectora Murillo, tengan, en pleno operativo, tiempo libre para citas y encuentros amorosos?
Todos estos defectos podrían acercar a La casa de papel al terreno de las series televisivas más baratas (no faltan los críticos que la comparan con una telenovela), y es por eso que este particular bricolaje no es para todos los gustos: de hecho, hay que pensarse bien si tomarlo o dejarlo. Sin embargo, los méritos no son pocos, ni menores. De hecho, es difícil encontrar hoy una serie tan poderosamente adictiva, y no escasean los relatos de personas que consumieron sus dos temporadas íntegras en apenas dos o tres días.
Sin duda una de sus principales bazas son los personajes: grandes actuaciones y una evolución emocional coherente fueron logrados en los roles de Berlín, un antihéroe genial, deseoso a cada paso de “aleccionar” a sus pares e impartir sadismo; el profesor, un genio que debe improvisar constantemente para atar cabos sueltos; Denver, un desquiciado especialmente querible, y Murillo (la actriz Itziar Ituño está brillante) negociadora que debe lidiar al mismo tiempo con un ex marido violento, una madre con alzheimer, y un caso que la supera y amenaza con arruinar su vida a cada momento.
Los directores son muchos y cambian episodio a episodio (es algo habitual en las series), pero en nuestro país está resonando el nombre de Alejandro Bazzano, uruguayo radicado en España que hace tiempo se desempeña en las series, y que estuvo al frente de nada menos que cuatro episodios.
Pero lo más notable es una narración que se alterna principalmente entre cuatro puntos: el interior de la fábrica, la carpa policial donde se “cocinan” los contraoperativos, el hangar donde trabaja el maestro y algunos flashbacks en los que se da cuenta de cómo fue la instrucción a los secuestradores. En este recorrido, la “negociación”, una suerte de juego de ajedrez entre el profesor y la inspectora es lo central, y en él cada una de las partes despliega recursos y estrategias. En este sentido, La casa de papel vuelca elementos y datos sobre los posibles procesos policiales y delictivos, en todo momento muy interesantes.
Se ha señalado la huella de las heist movies, de Perros de la calle, Kill Bill y Ocean’s Eleven. Pero en realidad una de las más claras influencias es la serie animada japonesa Death Note, en la que también se desplegaba un “ajedrez” entre un genio criminal e investigadores desconcertados. Pero, vale decir, en aquel caso el guión parecía bastante más riguroso.
Publicado en Brecha el 23/3/2018
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