viernes, 11 de diciembre de 2020

Blanco en blanco (Theo Court, 2019)

Diario de una legitimación

A fines del S. XIX y comienzos del S. XX, la Isla Grande de Tierra del Fuego despertó el interés de grandes terratenientes de origen británico, argentino y chileno. Quienes allí habitaban entonces eran diversas tribus de onas o selk’nam, pero en tan sólo veinte años la etnia fue exterminada por grupos “cazadores de indios”, principalmente europeos contratados para eliminar a cuanto indígena se les cruzara. Con el apoyo de los gobiernos chilenos y argentinos, sus patrones pusieron el precio de una libra esterlina por testículo o seno de selk’nam, así como media libra por cada oreja de niño, como pruebas de una caza eficiente.

Nada menos que tal contexto histórico sirve como ambientación para esta película. Pedro, el protagonista (Alfredo Castro) se presenta en una gran mansión de la estepa nevada; fotógrafo de profesión, es contratado para retratar a la futura esposa del Sr. Porter, terrateniente y dueño de la vivienda. Pero en seguida surgen los imprevistos: la prometida en cuestión es una niña, y la estadía de Pedro se extenderá en mucho más tiempo que el esperable. Progresivamente, comenzará a percatarse de las aberraciones que le circundan.


Blanco en blanco se presenta como una película detenida y apacible, pero no conviene engañarse, en el fuera de campo se oculta la más intolerable película de terror. El director Theo Court logra, gracias a un formidable poder de sugerencia, insinuar todo aquello que ocurre en los márgenes, y que contrasta con la apacible cotidianeidad de la vida burguesa. La matanza nunca es exhibida, sino las instancias previas y posteriores: las redadas nocturnas y diurnas, los personajes inclinados de forma enigmática sobre un cuerpo inerte que yace en el suelo, los campos diezmados. La cámara distante y una fotografía tan portentosa como austera propician una atmósfera en la que tanto el protagonista como el espectador parecen observar desde un sitio incómodo, cómplices de lo incalificable. Asimismo, múltiples situaciones señalan que el abuso sexual es prácticamente la norma: la niña desposada, las indígenas “obsequiadas” como trofeos de guerra.

Esta película dialoga y podría verse como un excelente complemento de Zama, de Lucrecia Martel. Como en ella, el protagonista comienza a verse preso en un territorio hostil, a merced de fuerzas poderosas que determinan su rumbo. La cultura y la mentalidad del abuso calan hondo y puede sentirse en las relaciones interpersonales y de poder, en la sexualidad, en la forma en que el invisible pero omnipresente Mr. Porter controla todo lo que circunda. Luego de ciertos excesos y “licencias” del protagonista, un par de matones le propinan una paliza correctiva, clara y primera señal de que su existencia y su status han sido degradados. Pero, en rigor, el castigo real vendrá más tarde: para ganarse la vida, Pedro deberá acompañar a los mercenarios en sus infames batidas de exterminio.

Blanco en blanco es una película susceptible a múltiples lecturas, pero entre otras tantas cosas, se trata de un brutal ensayo sobre la representación y sobre las posibilidades de manipulación de la realidad por parte de un artista. En definitiva, el planteo es elocuente acerca del sesgo ideológico volcado en la captura de un momento, y lo más interesante es que lo haga centrándose en la que, para muchos, pareciera la manifestación artística más objetiva de todas: la fotografía. La perspectiva histórica lleva a comprender mejor, por contraste, la abismal diferencia entre los valores de hace 100 años y los de hoy: una niña puede ser fotografiada de infinidad de formas, pero el protagonista decide orientarla y generar una puesta en escena en la que ella se ve sexualizada, en un afán provocador del deseo masculino. De la misma manera, podría pensarse que una masacre puede retratarse de centenares de horripilantes formas, pero aquí existe una voluntad de buscar la poesía en aquellos campos rociados de cadáveres: un último brillo de luz del atardecer, la composición armónica, la pose triunfal del verdugo. La historia la escriben los genocidas, y el personaje legitima, cámara mediante, una barbarie consumada.

Publicado en Revista Caligari, diciembre, 2020.

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