jueves, 3 de diciembre de 2020

Pacificado (Paxton Winters, 2019)

En la selva se escuchan tiros

Tiempo ha pasado (de hecho, 18 años) desde la brasilera Ciudad de Dios y, más adelante, de Tropa de elite 1, y 2, películas que, como pocas veces antes, ambientaban sus historias en las mismas favelas de Río de Janeiro, exhibiendo un universo dominado por la violencia, por un narcotráfico desmadrado y por la confrontación, de a ratos convertida en guerra directa, entre escuadrones policiales especializados y miembros del crimen organizado. Aquellos relatos arrojaron una idea bastante terrorífica de la existencia en barrios marginales, submundos que, si bien eran presentados con cierto atractivo exótico, al mismo tiempo eran vistos como el último sitio al que cualquier humano querría irse a vivir. Pero lo cierto es que 1,4 millones de cariocas son hoy parte de estos barrios y no necesariamente subsisten en contacto directo con esa realidad de malandraje, drogas y violencia que este tipo de representaciones se empecina en exhibir.

Esta película retoma hasta cierto punto la estética y la temática de aquellas otras, pero esta vez concentrándose un poco más en la cotidianeidad de personajes comunes que intentan ganarse la vida, vulnerables a los arbitrarios caprichos de los capangas de turno. Corre el año 2016, tiempo de olimpíadas, justamente un período en el que los traficantes y la policía vivieron un pacto de paz conocido como “pacificación”. Así, seguimos la existencia de Tati (Cassia Gil), una adolescente de 14 años que convive, cada vez que sale de su casa, con vecinos narcos armados hasta los dientes y bien predispuestos a agujerear al malviviente más próximo. Si bien en un comienzo esta chica es el eje de la película, eso cambia cuando su padre Jaca (Bukassa Kabengele), un veterano convicto, es liberado de prisión y comienza a convivir junto a ella en la favela. Esta nueva figura, el dilema al que se enfrenta apenas llegado al barrio, y el vínculo que se entreteje entre ambos, son lo más interesante y valioso de la película. Sólidas interpretaciones y un buen pulso narrativo provocan una adhesión inmediata.

Otro punto destacable son ciertas imponentes panorámicas -en la última década los drones han facilitado tomas aéreas impensables- que dan cuenta, en su justa dimensión, no sólo del tamaño de las favelas, sino además del grado de dificultades de la existencia en tal contexto. El director estadounidense vivió durante un período en uno de estos barrios y logra transmitir con acierto determinados obstáculos: la escena en que vemos al protagonista deslomándose cargando una heladera cuesta arriba, y en la que la cámara se aleja exhibiendo el camino hasta la cima del morro, da cuentas de sólo una parte del cúmulo de problemas que supone vivir inserto en determinada geografía, a los que corresponde sumar las dificultades inherentes a la pobreza y a niveles de vida sumergidos.

Lamentablemente, la película tiene dos problemas nada menores, que la llevan prácticamente a desbarrancar. El primero de ellos es una vuelta de tuerca sobre el desenlace, tan innecesaria como morbosa: un elemento de incesto que nada parecería agregar a la historia. El segundo no es menos grave, y tiene que ver con los personajes femeninos de la película, quienes parecen oscilar hacia uno y otro lado de aquella rancia dualidad de vírgenes y putas, siendo las primeras seres inocentes y frágiles, y las segundas, almas perdidas, abusivas, siempre proclives a complicarlo todo y generar daños irreparables. El protagonista, un viejo patriarca justo, eje moral de la historia, se opone a unas y otras nada menos que como protector o como factor moralizante.

El resultado es un cine envolvente y cautivante, bien logrado en muchos niveles y con el plus de interés de situarse en un ambiente atípico. Pero como decíamos, aquellos otros elementos fallidos se hacen sentir, y de qué manera.

Publicado en Revista Caligari, noviembre de 2020.

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