la forma en que lo hace el cine, dirigiéndose
directamente hacia nuestros sentimientos,
adentrándose en las oscuras habitaciones
de nuestras almas” Ingmar Bergman.
No siempre las películas más celebradas de un director son las mejores. Las obras maestras de unánime prestigio crítico, esas que suelen figurar en toda clase de cánones y de las cuales el sólo recuerdo de sus nombres va acompañado con chorradas de asteriscos, en algunos casos acaban siendo una gran decepción para el espectador no conocedor de las manías características del realizador. Hasta suele ocurrir que uno llega a sentirse un auténtico inútil al no poder acceder, al no entender o al no ser “tocado” emocionalmente por esas supuestas maravillas.
La tendencia crítica de valorar más al cine “sugerente” que al explícito y llano y de preferir la polisemia a los significados únicos, ha derivado en que películas más bien herméticas y hasta algo crípticas como El séptimo sello, Cuando huye el día, El silencio, Persona, o La hora del lobo, hayan sido elevadas por los críticos como obras cumbre de Bergman. Es probable que algunos de los espectadores que fueron guiados por este particular énfasis hayan sentido pesar y hasta indignación al verse en la necesidad de acudir a un manual explicativo para entender las “sublimes” e inaprensibles obras.
Al señalarse como puerta de entrada a películas preferidas por especialistas se ha dado pie a una involuntaria enseñanza a la camboyana, que a la larga ha acabado por hacer huir o por liquidar a cierta cinefilia incipiente; ¿no se habrá consolidado así, incluso, el mito de Bergman como un realizador presuntuoso, soberbio, incomprensible y elitista?
Es un error pretender acceder a Bergman por el camino más empinado. Es como empezar a leer a Borges por, digamos, Nueva refutación del tiempo, en lugar de por alguno de sus cuentos más accesibles como podrían ser El hombre de la esquina rosada o La muerte y la brújula. Esta comparación de Borges con Bergman no es casual; es curiosa la forma en que ambos maestros suelen ser denostados por sus detractores mediante adjetivaciones similares.
No dejan de ser geniales las películas Sonrisas de una noche de verano, La fuente de la doncella, Noche de circo, Sonata de otoño, El rito, Gritos y susurros, Fanny y Alexander o Saraband, todas ellas menos sofisticadas, si se quiere, y sin duda más comprensibles para cualquier hijo de vecino bien predispuesto.
Pues no, la genialidad de Bergman no es un destello elevado y asequible sólo para unos pocos iluminados sino que está al alcance del que lo quiera ver; es una gracia que se refleja en sus bestiales composiciones pictóricas, en sus fotogramas que respiran, que palpitan, en su endemoniado uso de la luz, en situaciones tan reales que hasta hieren, en punzantes diálogos que paralizan y en mortales silencios que desesperan, en su vocación por desnudar el alma humana, de llevarla a humillaciones últimas; está en el recurso del primer plano como potenciador del compromiso y como vehículo para un voyeurismo culposo, en ese sobreexponer a sus personajes atravesando siniestras metamorfosis internas, en una dirección de actores insuperable. Por provocar nuestra identificación con seres que en forma aleatoria se nos antojan queribles o deleznables y por otorgarnos un reflejo de nosotros mismos en situaciones de cotidianeidad asfixiante, por todo esto y por decenas de elementos que escapan a este cronista, Bergman fue y será un cineasta inmenso, único en su especie.
Y estoy siendo un tanto injusto con el maestro, quien solía quejarse de que la crítica sólo resaltaba sus facetas más oscuras: “también quiero pintar la alegría que llevo adentro a pesar de todo, y a la que tan poca atención se presta cuando se habla de mi trabajo". Es cierto que cuando se lo proponía, alcanzaba momentos de singular belleza e incluso hasta cómicos: Tres mujeres, Una lección de amor, Sonrisas de una noche de verano, El ojo del diablo, La flauta mágica, pero no sin razón se lo suele recordar y señalar en sus momentos de mayor pesimismo, pues allí le iba mejor. En lo personal me quedo con el Bergman cáustico, ese que hacía decir a sus personajes: “Me convertiré en una pulpa de sangre y nervios, así me pareceré mucho más al mundo que me rodea” o “Nunca dejo de maravillarme, de repente salen lirios de los culos de los cadáveres”.
Y él mismo sabía que la comedia no era lo suyo. Qué mejor forma que despedirse haciendo lo que sabía hacer mejor: llevando su mirada lóbrega a un punto extremo en su desesperanza, dejando ese testamento de arrollador pesimismo que fue Saraband. En medio de un angustiante y demoledor diálogo entre padre e hija, Karin, la hija veinteañera, le estampa a Henrik, su padre sesentón, un apretado e imprevisible beso de lengua. ¿Acaso algún otro cineasta actual se habría atrevido a filmar una escena similar? A Ingmar Bergman la transgresión le corría por las venas y le saltaba a través de los poros, aún en sus últimos respiros.
Publicado en Brecha 3/8/2007
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