The reader de Stephen Daldry (Estados Unidos, Alemania).
Winslet es maravillosa, siempre, y aunque no esté mejor que en Revolutionary road, merecía ese oscar de todas maneras. La película empieza apaciblemente y sin llamar la atención, pero llegada a la mitad del metraje adquiere una densidad y un poder inusitados. Una sorpresa que Daldry haga algo tan bueno, yo no daba por él ni medio peso.
La niebla de Frank Darabont (Estados Unidos).
No sé qué habrá estado comiendo Darabont, pero lo cierto es que tampoco me hubiese esperado de él una película así de buena. Dentro de un refrescante clasicismo, una premisa paranoica como hace tiempo no se veía. La atmósfera es estremecedora, hay tensión constante, amenazas múltiples y un final sorprendente. Una de las mejores películas de terror de los últimos tiempos.
La duda de John Patrick Shanley (Estados Unidos).
En un colegio religioso, un par de monjas sospechan que el sacerdote es pederasta. La película expone algunos de los tópicos más ásperos del abuso de niños: la dificultad de probar los hechos, la impunidad de los abusadores, el miedo y el silencio del círculo de allegados (a veces los mismos padres). Y la duda del título lleva a las protagonistas a otro tipo de cuestionamientos, tanto más profundos y de carácter existencial.
Los cronocrímenes de Nacho Vigalondo (España).
Un tipo se mete accidentalmente en una máquina de tiempo que lo lleva una hora al pasado. Ahí tiene que tener cuidado de que su otro yo no lo vea, y ocuparse de que éste llegue efectivamente a la máquina. Pero todo le sale mal, y debe viajar otra vez en el tiempo para reparar sus errores. Una adictiva pesadilla temporal, una inquietante historia que a uno lo deja como alterado.
Standard operating procedure de Errol Morris (Estados Unidos).
Como ya es su costumbre, el genial documentalista Errol Morris entrevista a criminales indeseables, humanizándolos, ayudándonos a comprender sus motivaciones. Aquí los indagados son los militares responsables de los abusos de Abu Grahib, esos enfermitos que tuvieron la inteligencia de fotografiarse a sí mismos y difundir sus fotos como si fueran trofeos.
El sustituto de Clint Eastwood (Estados Unidos)
No sé como hizo Eastwood para dar con una anécdota real tan increíble como ésta. La corrupta policía de Los Angeles en el año 1928 le entregó a una mujer un niño falso, en sustitución de su hijo perdido. Cuando ella hizo las protestas pertinentes la encerraron en un manicomio. El caso envolvió a un asesino serial de niños, un reverendo activista y una protesta social de relieve. Eastwood incorpora estos elementos para hacer un thriller imponente.
Slumdog millionaire de Danny Boyle (Inglaterra, Francia).
¿Cómo hizo un servidor de café sin estudios para responder correctamente preguntas que ni profesores universitarios sabrían contestar? Una película enérgica, filmada a ritmo de videoclip, con el pulso del mejor Boyle. Un oscar que se merece, un director que parece haber resurgido de las cenizas y que le da un aire de frescura a la acartonada academia.
Happy-go-lucky de Mike Leigh (Inglaterra)
Una chica hiperactiva, casi insoportable, que además es un ser inmensamente bondadoso. Tanto, que trata de comprender a aquellos que nadie querría comprender. Quizá no sea tan redonda ni levante el vuelo de las más grandes películas de Leigh, pero se trata de una comedia vital y contagiosa, inmensamente alegre. Una obra que reluce principalmente por la grandeza de su director y por la frescura de la increíble Sally Hawkings.
Let the right one in de Tomas Alfredson (Suecia).
Otra historia de amor vampírico, pero con unas cuantas particularidades. Plasmada con cierto realismo, la vida de los vampiros se muestra como una existencia singularmente difícil. La película avanza lentamente, sin atropellos, y cuando uno menos lo espera surgen extraordinarios estallidos gore. El final es soberbio, otra escena de piscina antológica para el cine de terror.
Keane de Lodge Kerrigan (Estados Unidos).
Incómoda como pocas, la historia de un hombre sofocado por la desesperación, la agonía y el arrollador peso de la culpa. La inestabilidad emocional del protagonista y su hiperactividad son persistentes fuentes de tensión que se mantienen inalteradas a lo largo de toda esta película. Lo mejor del cine indie norteamericano en mucho tiempo.