viernes, 27 de febrero de 2009

Las mejores películas (VIII)

Esto no me pasa muy seguido, veo este listado y digo coooooño qué buena selección. Aunque no me animaría a llamar a ninguna obra maestra, todos estos son terribles pedazos de películas. Una buena racha, sin duda. Eso sí: estoy harto de los oscar. Sólo espero poder sentarme de una vez y ver una docena de películas coreanas, de ser posible una atrás de la otra.


The reader de Stephen Daldry (Estados Unidos, Alemania).
Winslet es maravillosa, siempre, y aunque no esté mejor que en Revolutionary road, merecía ese oscar de todas maneras. La película empieza apaciblemente y sin llamar la atención, pero llegada a la mitad del metraje adquiere una densidad y un poder inusitados. Una sorpresa que Daldry haga algo tan bueno, yo no daba por él ni medio peso.

La niebla de Frank Darabont (Estados Unidos).
No sé qué habrá estado comiendo Darabont, pero lo cierto es que tampoco me hubiese esperado de él una película así de buena. Dentro de un refrescante clasicismo, una premisa paranoica como hace tiempo no se veía. La atmósfera es estremecedora, hay tensión constante, amenazas múltiples y un final sorprendente. Una de las mejores películas de terror de los últimos tiempos.

La duda de John Patrick Shanley (Estados Unidos).
En un colegio religioso, un par de monjas sospechan que el sacerdote es pederasta. La película expone algunos de los tópicos más ásperos del abuso de niños: la dificultad de probar los hechos, la impunidad de los abusadores, el miedo y el silencio del círculo de allegados (a veces los mismos padres). Y la duda del título lleva a las protagonistas a otro tipo de cuestionamientos, tanto más profundos y de carácter existencial.

Los cronocrímenes de Nacho Vigalondo (España).
Un tipo se mete accidentalmente en una máquina de tiempo que lo lleva una hora al pasado. Ahí tiene que tener cuidado de que su otro yo no lo vea, y ocuparse de que éste llegue efectivamente a la máquina. Pero todo le sale mal, y debe viajar otra vez en el tiempo para reparar sus errores. Una adictiva pesadilla temporal, una inquietante historia que a uno lo deja como alterado.

Standard operating procedure de Errol Morris (Estados Unidos).
Como ya es su costumbre, el genial documentalista Errol Morris entrevista a criminales indeseables, humanizándolos, ayudándonos a comprender sus motivaciones. Aquí los indagados son los militares responsables de los abusos de Abu Grahib, esos enfermitos que tuvieron la inteligencia de fotografiarse a sí mismos y difundir sus fotos como si fueran trofeos.

El sustituto de Clint Eastwood (Estados Unidos)
No sé como hizo Eastwood para dar con una anécdota real tan increíble como ésta. La corrupta policía de Los Angeles en el año 1928 le entregó a una mujer un niño falso, en sustitución de su hijo perdido. Cuando ella hizo las protestas pertinentes la encerraron en un manicomio. El caso envolvió a un asesino serial de niños, un reverendo activista y una protesta social de relieve. Eastwood incorpora estos elementos para hacer un thriller imponente.

Slumdog millionaire de Danny Boyle (Inglaterra, Francia).
¿Cómo hizo un servidor de café sin estudios para responder correctamente preguntas que ni profesores universitarios sabrían contestar? Una película enérgica, filmada a ritmo de videoclip, con el pulso del mejor Boyle. Un oscar que se merece, un director que parece haber resurgido de las cenizas y que le da un aire de frescura a la acartonada academia.

Happy-go-lucky de Mike Leigh (Inglaterra)
Una chica hiperactiva, casi insoportable, que además es un ser inmensamente bondadoso. Tanto, que trata de comprender a aquellos que nadie querría comprender. Quizá no sea tan redonda ni levante el vuelo de las más grandes películas de Leigh, pero se trata de una comedia vital y contagiosa, inmensamente alegre. Una obra que reluce principalmente por la grandeza de su director y por la frescura de la increíble Sally Hawkings.

Let the right one in de Tomas Alfredson (Suecia).
Otra historia de amor vampírico, pero con unas cuantas particularidades. Plasmada con cierto realismo, la vida de los vampiros se muestra como una existencia singularmente difícil. La película avanza lentamente, sin atropellos, y cuando uno menos lo espera surgen extraordinarios estallidos gore. El final es soberbio, otra escena de piscina antológica para el cine de terror.

Keane de Lodge Kerrigan (Estados Unidos).
Incómoda como pocas, la historia de un hombre sofocado por la desesperación, la agonía y el arrollador peso de la culpa. La inestabilidad emocional del protagonista y su hiperactividad son persistentes fuentes de tensión que se mantienen inalteradas a lo largo de toda esta película. Lo mejor del cine indie norteamericano en mucho tiempo.

jueves, 19 de febrero de 2009

El inesperado ascenso de David Fincher y Danny Boyle

Dos vías para el éxito (sigan a Boyle)


Se dieron a conocer y gozaron de reconocimiento internacional casi simultáneamente, Fincher en 1995 con Seven y Boyle en 1996 gracias a Trainspotting. De Fincher llamó la atención el uso de filtros que ensuciaban y palidecían los colores, su galería de horrores y su particular forma de encuadrar los planos, Boyle asombraba con su lisérgica puesta en escena, su ritmo desbocado, el cockney que escupían sus personajes y el insistente uso de la música electrónica. Ambas películas fueron íconos ineludibles del cine de los noventa, quedaron grabadas en la psiquis de varias generaciones y las dos influyeron sobremanera en mucho cine que fue surgiendo después: Seven sentó las bases del nuevo thriller, Trainspotting de las posteriores drug movies. Hubo quienes acusaron a Fincher de ser un esteta superficial (su pasado como director de publicidad y videoclips marcaba la pauta), a Boyle le achacaron filmar un manifiesto a favor de las drogas (la satisfacción que por momentos mostraban los personajes daba argumentos a tal afirmación).


Ambos mantuvieron un buen nivel a lo largo de su obra, pero nunca lograron el poder de impacto de esas películas. El club de la pelea, de Fincher, así como el debut de Boyle, Tumbas al ras de la tierra, son obras de culto vibrantes, eufóricas y adictivas. El paso de ambos por los géneros resultó provechoso, siendo The game (Fincher) y Sunshine (Boyle) notables ejemplos de entretenimientos filmados con inteligencia y buen pulso. También dieron algunos traspiés: Fincher con la fallida La habitación del pánico, Boyle con su más bien irrelevante Exterminio.
En la 81 edición de los oscar no hay directores de renombre nominados en las categorías de mejor película o mejor dirección, y todos los autores que allí figuran (Daldry, Van Sant, Fincher, Boyle y Howard) parecen haber alcanzado el éxito más por acumulación que por grandeza. En los casos de Boyle y Fincher el paso a las grandes ligas obedece a un viraje respecto al cine que pergeñaban con anterioridad, los coloca en una posición de privilegio que les asegura un futuro laureado y una estrecha relación con la industria. Lo temible es que presumiblemente provoque el surgimiento de más películas “oscarizables” de sus autorías, y esto debe comprenderse -especialmente para el caso de Fincher- como todo lo contrario a la irreverencia y a la voluntad de innovación que los llevó a la fama.
El curioso caso de Benjamin Button es la sorpresa más lamentable que podría habernos deparado Fincher, un pastiche empalagoso y redundante que parece burlarse todo el tiempo de la inteligencia del espectador, y que busca que los personajes se vuelvan adorables a fuerza de hacerlos sonreir como simios. Una película que, en definitiva, es igual a Forrest Gump sólo que mucho peor: no sólo es difícil encontrar en ella algo original sino que además es imposible localizar un rasgo autoral del director, como si hubiese renunciado a toda pretensión de transmitir algo propio, como si siguiera los estrictos pasos de un manual de éxito. El tiempo parece querer darle la razón a los primeros detractores de Fincher, aquellos que lo señalaban como un mero publicista artífice de la nada.


Por su parte Boyle continúa siendo Boyle, y su viraje ha consistido en separarse de sus guionistas habituales y de su Europa natal, para trasladarse con su equipo a la India, basarse en una novela local y filmar integramente en las ciudades de Agra y Mumbai, contando sólo con actores indios. Slumdog millionaire parece un regreso al frenesí de sus orígenes, una experiencia intensa, luminosa, rabiosamente atractiva. Los contreras de siempre ya están hablando de que el director hace una “pornografía de la pobreza” al estetizar un entorno miserable, al crear una ficción festiva en un lugar donde la necesidad es la constante. Lo que podría interpretarse como que todo los abordajes a la pobreza deberían ser ocres, tristes y deprimentes, y que tendrían que filmarse personajes sufrientes y malheridos en lugar de seres humanos que aún en las peores penurias sueñan, aman, se expresan y hasta sonríen. Que viven, en definitiva. Boyle le hace un gran favor a ellos, al cine, y a nosotros, sus espectadores.

Publicado en brecha 20/2/2009

Aronofsky y El luchador

La decepción del año


El ecléctico cineasta Darren Aronofsky, quien sorprendió originalmente con Pi, traumatizó a unos cuantos con Réquiem por un sueño y dividió opiniones con The fountain, una vez más jugó sus fichas a una película que poco tiene que ver con lo que había hecho anteriormente. De hecho, en sus primeros tramos El luchador parece un filme de los hermanos Dardenne, la cámara sigue sigilosa al personaje, donde sea que vaya, acompañándolo fielmente en sus desdichas. Se trata de un cambio sustantivo en el estilo de Aronofsky, y también lo es en cuanto a su temática. Randy "The Ram" Robinson (Mickey Rourke) es una vieja gloria de antaño, un paladín de lucha libre que lleva más de veinticinco años en actividad, pero su cuerpo ya no es el de antes. Aunque las luchas se rigen según una rutina planificada, los golpes son simulados y no existen mayores riesgos reales en el ring –no mayores que quebrarse accidentalmente algún hueso, al menos- el corazón del protagonista no puede resistir la carga adrenalínica de una lucha más.
Aronofsky es un maestro creando atmósferas, y es algo que puede verse en esta película. Cada vez que el personaje sube a un ring se siente un temor opresivo: una hoja de afeitar escondida en un guante (para que al menos la sangre sea real), un sustancial cóctel de fármacos ingerido antes de una pelea son elementos que agregan tensión a contiendas sorprendentemente grotescas. Pero esa es la parte buena de El luchador, lo lamentable es todo el resto. Y es que, tanto o más que en El curioso caso de Benjamin Button, se pisan uno tras otro una inmensa cantidad de clichés transitados ordinariamente por Hollywood, aquí los de las películas de caída y superación. La sumatoria de lugares comunes tiene dos puntos de ridículo máximo: Rourke gritando y subrayando que el mundo lo detesta y que el único lugar donde se hace daño es "ahí afuera", y un discurso final micrófono en mano de tipo "muchos dijeron que no volvería a luchar, pero aquí estoy" que de verdad da pena. Aronofsky debería cambiar de guionista, urgentemente.
¿Oscar a mejor actor para Mickey Rourke? Probablemente, pero porque ninguna de las otras opciones es mejor.

Publicado en Brecha 20/2/2009

sábado, 14 de febrero de 2009

Mis favoritas

Mejor película:



Mejor director:



Mejor actriz:



Mejor actor secundario



Mejor película extranjera:



Mejor película animada:



Mejor guión adaptado:



Mejor corto animado: