jueves, 21 de febrero de 2013

Dos observaciones respecto a los Oscar

 
1. La hora de la épica. No es de extrañarse que la unidad nacional estadounidense se encuentre sentida y dañada en los tiempos que corren. Casi 50 millones de pobres (el 16,1 de la población), una crisis por la cual el desempleo aumentó a cinco puntos más que en 2008, cataclismos naturales que azotan con cada vez mayor frecuencia, un sistema financiero en decadencia y que pocos parecen respaldar y un general descreimiento en la clase política. Es lógico que la potencia esté necesitada de relatos que estimulen y contagien esa unidad perdida, algo que afiance al menos un poco el orgullo de sentirse estadounidense. 

Y no puede ignorarse el papel que históricamente cumplió la industria de Hollywood a la hora de imponer discursos y de elevar el patriotismo y la moral de la ciudadanía. En la ceremonia de los Oscar es la industria misma la que elige los nominados y los vota, y no sería extraño que una de las tres películas que erigen y ensalzan una épica histórica, con héroes claros, carismáticos, lúcidos y hasta geniales fuera la que se lleve el máximo galardón. Aunque Lincoln, La noche más oscura y Argo son películas muy distantes en registro y en forma, y se encuentran ubicadas en contextos totalmente lejanos unos de otros, tienen en común eso, el recurrir a las que se consideran grandes hazañas del pasado, a saber: la abolición de la esclavitud en Estados Unidos, el hallazgo y asesinato de Bin Laden, y el rescate anónimo por parte de la CIA de seis estadounidenses cautivos en el Irán de los ayatolás.

De todos estos abordajes, seguramente el menos serio, el más dinámico y canchero, el más simpático y progre es el presentado en Argo por el director Ben Affleck, ante todo porque arranca diciendo que la revolución islamita es consecuencia directa de la política exterior de Estados Unidos y de su nefasto papel en el apoyo militar y logístico al shah Reza Pahlavi. Un mea culpa tardío que correspondería que ocurriera más frecuentemente.

Las tres películas comparten ciertos dobleces críticos, cierta búsqueda de matices que las atajan de parecerse a épicas patrióticas con todas las letras. Entendámonos que no estamos ante planteos desbordantes de barras y estrellas ni de héroes de una sola pieza. Lincoln no oculta la compra de votos en la campaña a favor de la abolición del esclavismo, que al parecer ya en la época fue moneda corriente para alcanzar mayorías, ni la decisión de aplazar el fin de la guerra con tal de conseguir la abolición. La noche más oscura no oculta las torturas en cárceles clandestinas que destaparon los testimonios que habrían llevado a la caza de Bin Laden. Pero estos matices y tantos otros no restan un mínimo al hecho de que las películas sean cruzadas heroicas, de protagonistas arrojados y arriesgados, y que en cualquiera de los casos el fin justifica plenamente los medios. Conviene salvar las distancias, pero este arraigado sentir pragmático del fin y los medios duele especialmente cuando suele ser la excusa fundamental para justificar toda clase de atrocidades por parte de la potencia estadounidense, ya se trate de bombardeos sobre poblaciones civiles o intervenciones militares en otros países, y ese discurso parece calar hondo en la idiosincrasia, al punto de tolerarse toda clase de violaciones a los derechos humanos cuando están respaldados por una buena causa. El cine masivo, sutilmente, reafirma los pensamientos. 

2.The Master afuera. No hay mortal cinéfilo que no tenga grandes discrepancias con los Oscar -aún entre los que adhieren considerando que es una de las premiaciones más justas y democráticas-, y podrían elaborarse listas infinitas sobre lo que debería estar y no está, artículos interminables repletos de especulaciones sobre el porqué y los criterios de selección. Pero incurrir por un rato en este deporte no deja de ser ameno y divertido. Si conviene hablar en este caso de una gran omisión más que de ninguna otra, es de la ausencia de The master de Paul Thomas Anderson en la lista de nominados a mejor película. Qué les costaba, fueron nueve las nominadas en lugar de las diez que hubo los últimos años; claro está que no hubo complot ni voluntad colectiva de exclusión, seguramente tan sólo que la película no alcanzó los votos requeridos para la nominación. De cualquier manera, es curioso que una de las películas de mayor aceptación crítica de la temporada -un 86% de aprobación en los sitios Rotten Tomatoes y Metacritic, lo que significa que siete de cada ocho críticas son favorables*- haya sido desterrada de esta manera.

Y aquí empezamos a especular: cierto es que el electorado de la academia está avejentado, que en los últimos años se han intentado mecanismos de renovación de la plantilla y de retiro de los votantes mayores, y que muchas veces los resultados de las nominaciones y de las votaciones a mejor película refleja cierto conservadurismo y rechazo a la diversidad. Partiendo de este hecho, y considerando la clara tendencia al encumbramiento de relatos que avivan el orgullo nacional, puede considerarse que The master no figura entre los nominados porque vulnera directamente la sensibilidad del electorado.

Por que no hay nada de atractivo en el protagonista, un traumado excombatiente de la Segunda Guerra Mundial (brillantemente interpretado por Joaquin Phoenix), un alcohólico y un toxicómano, un sexópata y un antisocial. Se trata de uno de esos antihéroes extremos, la clase de personajes que llaman al indefectible rechazo. Si encima de esto, este pseudo-hombre va a parar a una secta liderada por un fabulador de cuarta (Phillip Seymour Hoffman) que improvisa tratamientos mediante el trance y la hipnosis, el asunto tampoco parecería generar una fácil adhesión. Si además la película tiene un par de masturbaciones, desnudos frontales integrales, algo de sexo pero sobre todo sexo hablado –este último parece molestar más a Hollywood que el explícito- más la nombrada dosis de ingesta de sustancias tóxicas, digamos que están reunidos los elementos para molestar a las mentes más susceptibles. Paul Thomas Anderson se inspiró en el documental Let there be Light de John Huston, en el que se exponían los estragos psicológicos en los soldados estadounidenses de la Segunda Guerra, y los métodos experimentales con los que eran tratados. Pero no es esta la clase de episodio histórico que a la academia le interese reflotar.

Como para molestar un poco más, el actor Joaquin Phoenix no estuvo haciendo recientemente las declaraciones más simpáticas: cuando le pidieron su opinión sobre los Oscar, contestó: "Creo que es total y absoluta mierda. Yo no creo en los Oscar. Es una zanahoria, pero la de peor sabor que he probado en mi vida. No quiero esta zanahoria. (...) gente puesta a competir una contra la otra, es la cosa más estúpida del mundo."

Eso sí, la actuación de Phoenix se merece el oscar. Que se lo den ya es una cosa muy distinta.
 
*En el portal Todas las críticas, símil argentino, la correlación es la misma.

Publicado en Brecha el 22/2/2012

sábado, 16 de febrero de 2013

Abrir puertas y ventanas (Milagros Mumenthäler, 2012)

La frustración hecha carne



Hay mucha rabia en el cine argentino reciente. O al menos un puñado de nuevos cineastas que están imponiéndose con películas poderosas y viscerales, de una constante violencia soterrada; la clase de cine que duele pero que al mismo tiempo no se puede dejar de mirar. Pablo Fendrik y su cuadro urbano en La sangre brota aportaban una mirada sin precedentes sobre la peor idiosincrasia bonaerense imaginable y, si hablamos de rabia, ningún ejemplo podría ser mejor que, valga la redundancia, La rabia, de la hija de desaparecidos Albertina Carri. Allí se planteaba el cuadro rural de una familia que bordeaba el salvajismo, en la árida pampa argentina. En cualquiera de los dos casos, las propuestas realistas y cierto acierto en exponer situaciones reconocibles y lamentablemente humanas, convierten a ambas películas en dos de las más importantes concebidas en el vecino país en los últimos años.

En esta tendencia podría inscribirse esta película, ópera prima de Milagros Mumenthäler. El planteo es inmersivo, abrupto. La clase de propuestas que nos llevan al medio de la acción sin presentar a los personajes y sus vínculos, sin dar conocimiento de historias previas. Buena parte de la gracia está en ir descubriendo, paulatinamente y a medida que transcurre el metraje, la naturaleza de estas relaciones, las particularidades del grupo humano, los secretos que subyacen. Está claro que en una película de estas características la labor activa del espectador, estimulada desde el comienzo, es fundamental. Por esto, quizá sea conveniente que quien no la haya visto deje de leer esta reseña.

Las tres protagonistas bordean los veinte años, y en su comportamiento cotidiano, en los tratos, en las constantes desavenencias, fricciones, broncas y malas leches, pueden intuirse inmensas frustraciones y un estado de vulnerabilidad muy particular. La incomodidad se impone no sólo por el clima de tensión que se respira en esa casa, sino por todo lo que hay oculto, los tabúes que no pueden invocarse y que solo son sugeridos parcialmente, en palabras aisladas, en pequeños gestos -las tres actrices están formidables-. Las dimensiones de la casa -que nunca llegamos a ver completa-, la dirección de arte, la puesta en escena habla de ausencias determinantes, hay objetos que no pueden pertenecer a las chicas: un tocadiscos, muebles viejos.


A medida que transcurre la película comprenderemos que las tres son hermanas y que se encuentran en un período de duelo, que su abuela vivía en la casa y murió hace poco y que, a pesar de una convivencia enfermiza, existe una gran interdependencia. De los padres nada concreto puede saberse, salvo que están perfectamente omitidos del cuadro -la posibilidad de que sean hijas de desaparecidos debe descartarse, ya que sus edades no se condicen con tal hipótesis, aunque cierto es que este hecho no impide una válida equiparación-. Con absoluta seguridad, la directora-guionista impone un abordaje psicológico tan profundo como enigmático a tres formas distintas de afrontar la pérdida, así como un recorrido a través de una progresión de descargas y catarsis que puede conducir a nuevas formas de territorialidad y de relaciones de poder, a la maduración y a la final superación de los lastres pasados; el tocar fondo muchas veces obliga a salir del pozo, con la mirada puesta en el porvenir.

Publicado en Brecha el 15/2/2013 

jueves, 7 de febrero de 2013

Los miserables (Les misérables, Tom Hooper, 2012)

Apesta


En reseñas de esta película, aparece como constante la típica afirmación de que va a ser disfrutable para los amantes del género (musical), pero que no es recomendable para quienes no gustan de estos espectáculos. Como si los géneros fuesen exclusivos de un tipo de público y no existiese ninguna particularidad en las películas que pudiesen llevarlas a trascender esos círculos y llegar a otras personas. Si desde el vamos la afirmación no es demasiado feliz, tampoco lo es su primera premisa, precisamente porque los que gustan y conocen el género difícilmente encuentren aquí características que los convenzan.

Está claro que la apuesta era arriesgada, y que llevarla a la práctica suponía exponerse a un equilibrio precario que podía suponer el naufragio. El texto original de Victor Hugo es profundamente dramático, y dar con el tono apropiado, en un musical operístico en el que prácticamente todos los diálogos están cantados (sí, como en Don Giovanni o Los paraguas de Cherburgo) requiere de una destreza técnica mayúscula, lograr un ritmo estimulante y personajes que permitan una identificación. Y el director Tom Hooper (autor de la celebrada El discurso del rey) fracasa rotundamente en los tres puntos.

Que Hooper no tiene la experiencia necesaria para filmar una película de estas características queda bien claro en las escenas más dinámicas y en las de transición entre piezas musicales. El frenético montaje impide que una toma dure más de dos o tres segundos, agolpando sin descanso una sucesión ininterrumpida y a veces caótica de imágenes que denota inseguridad, y que se encuentra a siglos luz de las escenas claras, fluidas y estimulantes que pueden lograr los tipos que realmente saben narrar con imágenes y acciones, como Spielberg, Scorsese o Tarantino –por nombrar solo a tres-. A esto se le agrega una molesta incoherencia idiomática, ¿por qué cuernos una historia enteramente francesa, ambientada en Francia, con personajes llamados Jean Valjean, Javert y Fantine y a la que incluso se le mantuvo su título en francés tiene que estar hablada en inglés? La obra musical original de Claude-Michel Schönberg estaba en francés, y bien podían haberse tomado de allí las canciones, pero no, se prefirió la adaptación inglesa seguramente porque, como debe recordarse, a la Academia no le caen bien los idiomas extranjeros.

La película es profundamente arrítmica porque cae en pozos musicales de interés prácticamente nulo, -cuando el joven Marius cuenta de su enamoramiento a sus amigos rebeldes, o cuando Éponine se lamenta por su amor no correspondido-; se le da demasiado espacio al trillado triángulo amoroso entorpeciendo el devenir de los hechos. Todo lo nombrado afecta profundamente lo que aquí falta y hay en los grandes musicales: espontaneidad. Hay una impronta constante de cuadro armado, los semblantes son serios, los silencios solemnes, las poses impostadas. Esta ausencia de asideros terrenales es lo que impide la identificación con los personajes. Para colmo, Russell Crowe canta horrible y Hugh Jackman no está mucho mejor. Claro que de a ratos el texto transmite su fuerza, que Anne Hathaway está bien en todo sentido, que los niños son los mejores intérpretes y que los secundarios de Sasha Baron Cohen y Helena Bonham Carter dan un contrapunto humorístico el poco rato que aparecen. Pero claro está que no son méritos de Hooper. 

Publicado en Brecha el 8/2/2013. 

martes, 5 de febrero de 2013

Marley (Kevin MacDonald, 2012)

El documental definitivo

Durante la filmación de El último rey de Escocia (2006) el director británico Kevin Mac Donald (autor del brillante documental Life in a day) recorrió un suburbio de Kampala, en Uganda, reparando en que Bob Marley era una imagen omnipresente: murales, remeras, banderas, su música sonando. Y era visto por la gente no tanto como un músico, sino más bien como un filósofo, o una figura religiosa. A partir de ese momento comenzó a obsesionarse con quién fue realmente el hombre detrás de la leyenda y comenzó una investigación, -frustrada al principio pero vuelta a reflotar en el 2010- por la que se dedicó a echar luz sobre la mayor cantidad de dimensiones posibles de la vida del dios del reggae.
Es así que este documental, -el único hasta la fecha en ser aprobado por la familia del músico- despliega su lineal recorrido cronológico a través de su vida, desde la cuna hasta la tumba, deteniéndose en detalles ilustrativos acerca de su formación y su forma de ser, sentir e interactuar con los demás. Su ardua niñez en la que sus pares y su propia familia lo desplazaban y le imponían más trabajo por no ser negro puro como los demás sino más bien cobrizo –su padre era blanco-, su adolescencia en las calles de Kingston, en la que pasó hambre de verdad –un amigo cuenta que para engañar el estómago se tomaba un buen vaso de agua antes de ir a dormir-, su adhesión a la religión rastafari y el consumo de marihuana como algo íntimamente ligado a ello, sus comienzos como profesional y su rápido éxito local, su timidez y su impactante éxito con las mujeres –aún estando casado tuvo 11 hijos de 7 relaciones distintas- su gusto por el deporte, su preocupación por la gente y su vocación contestataria, pacifista y libertadora, aunque estos últimos fueran rasgos ideológicos siempre subordinados al aspecto religioso.
Por fuera de todos estos elementos, están los datos curiosos que agregan calidez y gracia a la narrativa –como el hecho de que tocaba con su banda en cementerios a las dos de la mañana, para quitarse los miedos- o los aportes que relativizan su bondad y pureza –sus hijos cuentan que era extremadamente duro con ellos, y que durante su propia infancia sufrieron el destrato social por ser vistos como los hijos de un músico drogón- así como ciertas audacias creativas de MacDonald –como cuando le da a escuchar a los parientes paternos la canción “Cornerstone” comentándoles el contexto de rechazo familiar en el que Marley la escribió-. Quizá lo más interesante de todo sea la sucesión de grandes éxitos y su correspondiente contextualización histórica, y los aportes de músicos cercanos que cuentan sobre influencias, estilo y creación musical. Lo sorprendente es que a pesar de haber concebido un documental que dura casi dos horas y media, Mac Donald logra interesar, seducir y emocionar. Y es difícil de creer que otro cineasta logre un documento tan sustancioso dedicado al glorificado músico jamaiquino.

Publicado en Brecha el 25/1/2012