El cine como catarsis
Aquí hay sabiduría. El que tenga entendimiento que siga a Quentin Tarantino, porque es uno de los más grandes cineastas de nuestros tiempos. Si Bastardos sin gloria es una obra que se acopla con facilidad al universo tarantiniano, también es un quiebre, una manera personal de abordar hechos históricos y de experimentar distorsionándolos, sin tampoco mentir acerca de uno de los conflictos bélicos más traumáticos del Siglo XX.
Tarantino es un caprichoso cineasta que se ha dedicado a homenajear, a lo largo de su obra, a varios de los subgéneros predilectos que lo nutrieron. En Perros de la calle y Pulp ficion lo hacía con el policial negro, en Jackie Brown fue la blaxplotation, en Kill Bill las artes marciales y en Death proof el grindhouse o clase Z. Hoy le tocó el turno a las men on a mission, aquellas películas que proliferaron en los años 60 -Doce del patíbulo, El gran escape- en las que un grupo de inadaptados se abocaba a una misión arriesgada. Pero como ocurrió con todas sus otras películas, el resultado no parece tener que ver con nada que se haya hecho con anterioridad, no sólo dentro del subgénero al que hace referencia, sino del cine todo.
A Tarantino le interesa la dinamita. Le gusta sorprender, que sus películas no pasen desapercibidas; “Si agarrás un pedazo de nitroglicerina y se lo tirás a la audiencia, ellos lo van a advertir” dijo en una ocasión. Y como pocos cineastas en la actualidad, sabe descolocar con giros que surgen en los momentos más inesperados. Y como buen sádico que es, le gusta hacer sufrir al público. Pero no se trata de ese sadismo infantil por el cual un crío le muestra a sus semejantes una mariposa descuartizada –en esa faceta entraría su indeseable amigote Eli Roth- sino porque sabe generar tensiones y prolongarlas hasta lo indecible. Una característica muy suya es proponer varias situaciones hostiles, de las cuales sólo algunas culminan en clímaxes violentos, y otras donde el conflicto se disuelve y no tiene lugar la prevista masacre. En un juego así, el espectador asiste a un espectáculo en el que sabe que todo podría detonarse de un momento a otro, pero sin poder advertir nunca cuál será el momento ni de qué manera ocurrirá.
La Francia ocupada por los nazis es un entorno perfecto para plantear estas situaciones; de hecho, no debe existir organización humana que personifique el mal con mayor consenso en el imaginario colectivo. De esta manera, no fue necesario exponer por parte de los nazis grandes muestras de maldad para que causen temor, ya que su sóla presencia da cuentas de un inmenso desequilibrio de poder cuando se encuentran cara a cara con los civiles. La primer escena que tiene lugar en la campiña, en la que una familia es “visitada” por un grupo de nazis, es de antología. En ella se da cuentas, como pocas en la historia del cine, de la clase de situaciones a las que queda relegada una población no sólo durante un régimen de ocupación, sino de cualquier régimen militar. Con esa escena se sugieren violaciones, torturas físicas y psicológicas, se expone hasta qué punto el albedrío de un hombre con principios puede reducirse a cero y cómo la vida de familias enteras pueden quedar expuestas, a completa disposición de los antojos del comando militar de turno. Tarantino no miente sobre la historia, sí la utiliza para crear un espectáculo y divertirse, pero sin perder de vista ni desestimar la gravedad de ciertas realidades.
Uno de los elementos que vuelve atractiva la filmografía del director es que explota temáticas universales: la fraternidad, el pecado, el perdón, la redención, la venganza. Hoy resurgen varias, que zurcan su filmografía de principio a fin: la confianza, la traición, el revanchismo. La idea del infiltrado, de los dobles agentes, se casa maravillosamente con el universo tarantiniano, y plantea varias situaciones brillantes, en las que el espectador tiene conocimientos específicos que alguno de los personajes desconoce. El tema de los infiltrados propicia una escena insuperable, en la que se involucran un crítico de cine, un alemán disidente, una actriz y un comandante de las SS, entre otros. Allí aparecen una vez más las pistolas entrecruzadas -que a su vez Tarantino tomó del cine de acción de Hong-kong, particularmente de Ringo Lam y John Woo- y uno de esos característicos estallidos de acción condensada, en donde un conflicto alargado se resuelve en apenas unos segundos de intercambio balístico.
Se exploran las nefastas desigualdades de poder, pero de la misma manera, el brutal movimiento catártico que suponen las situaciones que invierten sorpresivamente esa relación, donde el victimario pasa a ser, de golpe, una víctima. Decía Tarantino cuando se estrenó Kill Bill que al final la novia debía matar a Bill sí o sí, porque si no lo hiciera sería una alevosa traición al espectador. El sadismo de Tarantino -lo que hablábamos de generar una tensión persistente y dilatada- se compensa con momentos de catarsis, en los que tiene lugar una especie de justicia visceral, reclamada por los más básicos instintos de la audiencia. Se involucra al espectador en situaciones incómodas y tensas pero asimismo placenteras, de las cuales algunos no desearían formar parte.
Son también marca registrada las repetidas tomas de pies, donde el director continúa delatando su obsesión fetichista, con un súmmum en el cual se invierte el cuento de Cenicienta ya que el príncipe que calza el zapato no lo hace en un gesto amoroso, sino todo lo contrario. También se ven esos planos secuencia tan suyos en los que se sigue algún personaje a través de un salón repleto de gente; la cámara asciende y desciende, enfoca a los distintos caracteres involucrados en el cuadro y su ubicación espacial, dando elementos para que el espectador entre en atmósfera -ahí hay una clara influencia de Brian De Palma-.
Y por supuesto, están los contrapuntos. El contrapunto es el recurso cinematográfico del cual Tarantino es maestro absoluto. Se le llaman así a los momentos de la narración en los que una escena se corta y comienza a tener lugar un flashback explicativo que hecha luz sobre algún elemento de esa situación, de modo que, cuando se vuelve a la escena original, el espectador tiene nuevos conocimientos que explican los giros que tendrán lugar más adelante. En Bastardos sin gloria estos flashbacks son bastante breves en comparación con los de otras películas -Perros de la calle, Kill Bill, e incluso Pulp Fiction y aquel notable cuento de Christopher Walken y el reloj-, y quizá esto esté hablando de madurez, de una mayor capacidad de síntesis en la narrativa del director.
Como varios de los más grandes directores de actores de la historia -Cassavetes, Huston, Truffaut, Welles- Tarantino también es actor, y uno muy bueno, lo que lo ha llevado a tener un fluido diálogo con los diversos intérpretes que lo rodearon a lo largo de su carrera, logrando resultados brillantes. No en vano resucitó a actores sepultados como John Travolta, Pam Grier o David Carradine -a este último temo que nadie lo podrá revivir otra vez- y asimismo catapultó a actores poco conocidos al estrellato, -Harvey Keitel, Steve Buscemi, Tim Roth, Uma Thurman, Samuel L. Jackson y Chiaki Kuriyama, entre otros-. Hoy, extrae actuaciones brillantes de Brad Pitt y Mike Myers, y da a conocer talentos formidables como Christoph Waltz (Hans Landa), Mélanie Laurent (Shoshanna), August Diehl (el comandante de las SS), Denis Menochet (el campesino), Sylvester Groth (Goebbels) y Til Shweiger (Hugo Stiglitz). Si la justicia cinematográfica existiera, volveríamos a oir de todos ellos en breve.
Cuando el estreno de La caída de Oliver Hirshbiegel, aquella película que expuso el hundimiento de Hitler, el director alemán Wim Wenders reaccionó con una protesta indignada. Le resultaba imperdonable el pudor con que las cámaras omitían enfocar el suicidio final de Hitler. Wenders escribía: “¿Por qué no debemos ver morir a Hitler y Goebbels? ¿No es ese escamoteo lo que hace que esas figuras sean inmortales, míticas? ¿Por qué esos monstruos han ganado el derecho de retirarse dignamente, mientras todos los otros alemanes, buenos y malos, son pura y simplemente masacrados? ¿A qué proceso de represión estamos asistiendo?”.
El que no haya visto Bastardos sin gloria quizá debería dejar de leer, ya que ahora se cuenta uno de los varios desenlaces de la película: A lo mejor Tarantino haya estado enterado de los controvertidos dichos de Wenders. Lo cierto es que no le basta con asesinar al führer frente a cámaras, sino que además de acribillarlo repetidas veces, lo prende fuego y lo hace explotar, todo casi en el mismo momento. Por muchos será visto como algo que no podría ser tomado en serio, una boutade infantil, irrelevante y carente de sentido. Pero quién sabe, a lo mejor estemos asistiendo a una catarsis retardada, por fin resuelta en el imaginario cultural luego de sesenta y cuatro años.
Publicado en Brecha el 13/11/2009