(Rápidas) impresiones de una ciudad embelesadaEn el centro de la capital, la oferta cultural es inagotable y abrumadora. Opto en seguida por desechar las llamativas propuestas de teatros under de Palermo, las visitas guiadas por los barrios, las charlas literarias, los portentosos museos y la feria del libro lunfardo, y tratar de orientar mis energías al cine. En la semana de Cine Europeo, en el Gaumont, doy con la grandiosa Le gamin au vélo, última película de los Dardenne, en la que los hermanos siguen a un niño conflictivo y abandonado, logrando plasmar en la pantalla toda su ciclotimia, sus tribulaciones y su desesperación. Una obra comprensiva, sobregirada, demoledora y fundamental, que revive y redimensiona el clásico Los cuatrocientos golpes, de Truffaut. También en el Gaumont doy con Las acacias, corroboro que es una de las películas argentinas del año, y luego salgo indignado por un pretencioso exabrupto kitsch llamado Verano maldito. Los cineastas argentinos son igualmente capaces de obras pequeñas y sensibles como de desmadres sórdidos intragables. En el centro cultural Borges, en las históricas Galerías Pacífico, doy casualmente con un piso entero dedicado a la India, con telas, vestidos y chucherías del país. Hay también una sala de cine, y como buen devoto me integro a una larga y luminosa jornada de comedia, música y llantos a puro Bollywood. En Ventana Sur, una vitrina donde se exponen las películas para que compradores y distribuidores tengan acceso a la industria cinematográfica latinoamericana puede verse un gran mercado de películas en producción. En la sección “Primer corte” -en la cual se exponen películas aún no terminadas- gana el primer premio la pelicula Solo de los uruguayos Guillermo Rocamora y Javier Pelleiro, sobre un trompetista de la Fuerza Aérea que tiene que decidir si cumplir su deber e irse a la Antártida o participar en un concurso de música.
En el Luna Park, la llegada de los Babasónicos se retrasa más de media hora, y la impaciencia juvenil es más que audible. No se vende alcohol a una decena de cuadras a la redonda, y al interior abundan los carteles -olímpicamente ignorados- donde se expresa la prohibición de fumar. Un machacante video explica las vías y los procedimientos de escape ante un eventual incendio -sobrevuela el fantasma de Cromañón- por quince salidas de emergencia que rodean el lugar.
Los Babasónicos dan lo que prometen, logran un espectáculo poderoso y aportan las dosis suficientes de canciones pegajosas y dinámicas, con ese estilo tan particular que los caracteriza. La escenografía, una tarima de tres pisos en donde se disponen los integrantes, cambia de motivos mediante creativos juegos de luces. Lástima que Adrián Dárgelos, el vocalista, piense que es tan sensual y se pase contoneándose sin parar, y que las chicas del público refuercen su ilusión con un griterío histérico casi constante.
SUBE. En el centro, la incorporación reciente de las tarjetas SUBE (Sistema Único Boleto Electrónico) facilita mucho el traslado del visitante. Quienes se hacen de la tarjeta pueden recargarla -se le coloca la cifra que uno desee, a partir de dos pesos- y utilizarla en todos los transportes, sean micros, trenes o subtes. Uno la pasa por la máquina instalada en la entrada a las estaciones, o arriba de los micros, y de ahí es debitado el precio del viaje, apareciendo un cartel luminoso que señala cuánto saldo queda en la tarjeta.
Una inmensa diferencia entre acá y allá: si bien en la Capital Federal el sistema de transporte es también privado, las empresas están obligadas por ley a asegurar el viaje al usuario. Es decir, deben de hacerse cargo de cumplir con el servicio público asignado y no pueden dejar a la gente en la calle: si en las boleterías no hay cambio, entonces los viajantes pueden ir gratis a destino. Si los tarjeteros no funcionan, aunque sea temporalmente, también se viaja gratis.
Una protesta de los delegados del Subte de Buenos Aires lleva ya más de noventa días de actividad; cortan sus servicios de recarga de tarjeta -dejando a miles de usuarios varados- ya que insisten que la incorporación de una labor extra -pasar la mano con la tarjeta por la máquina para ayudar a recargarlas- les provoca tendinitis, cefaleas y contracturas. La respuesta de Cristina Kirchner fue terminante. Calificó a las actitudes de los trabajadores del Subte como “egoistas, insolidarias, impropias”, y agregó: “la pucha, vi a mi viejo trabajar en el colectivo, tenía que sacar boleto por boleto. Laburó toda su vida y nunca tuvo tendinitis de nada (...) les pido a todos los argentinos que tienen responsabilidades, que trabajan, que estudian, que están arriba de un arado, que pensemos un minuto no sólo en nosotros mismos”.
Mengele y Perón. No es novedad que Argentina sirvió, desde la Segunda Guerra Mundial, como exilio privilegiado para políticos, banqueros y empresarios nazis. Los estertores del III Reich y de Hitler fueron vistos a tiempo por muchos alemanes, y ante la inminente llegada de rusos y norteamericanos que supondrían la implacable finalización de su buen pasar, y que no dudarían ni media fracción de segundo en confiscar sus bienes, no fueron pocos los que, lejos de sentirse tentados de suicidarse junto al führer, se tomaron los vientos a tiempo de salvar su pellejo. El presidente Perón tenía buenas relaciones con la Alemania nazi, y acogió a muchos empresarios que instalaron sus empresas en Buenos Aires, como la Merck o que abrieron grandes filiales como la de Mercedes Benz. El discreto y apacible barrio Vicente López fue un destino especial y, entre otros, el mismísimo Josef Mengele, -también conocido como el “Angel de la muerte”, famoso por haber perpetrado atrocidades experimentales en Auschwitz- fue uno de los tantos e impunes refugiados.
La casa de Mengele está escondida en uno de los tantos recodos laberínticos de un barrio arbolado, prolijo y apacible, en la inaccesible calle -de tan sólo media cuadra y una sola entrada- Virrey Vertíz. A simple vista, la pequeña residencia no llama la atención en lo absoluto. Apenas una fachada blanca, de bajísimo perfil, en la que nadie repararía. En el preciso momento en que llego allí la casa está en obras, y logro meterme en su patio delantero, quizá días antes de que vaya a colocarse una reja y redimensionen nuevamente todo. Luego de dar un breve vistazo logro dar con algo realmente atípico: a un costado del patio se abre un camino, parcialmente cubierto por arbustos. ¿A dónde desemboca ese sendero? Al patio trasero de la casa del vecino, un gran caserón que tiene su propia fachada en la otra calle, inaccesible desde esta. No es de extrañarse que Mengele haya elegido una casa con vía de escape incorporada, para rehuír a probables redadas policiales y persecuciones.
La casa en la cual el veterano Domingo Perón se alojaba, a tan sólo una cuadra y media, en la calle Gaspar Campos, es disímil sólo en apariencia. La fachada es llamativa, ampulosa, y tiene una foto del prócer allá arriba, en su segundo piso. Mi acompañante me cuenta que, cuando Perón se instaló allí, inmediatamente terminó con la paz del barrio, porque la Juventud peronista comenzó a postrarse, con griterío y ruido de bombos casi a diario, para aclamar a su ídolo. Cuando el barullo era demasiado, salía López Rega al ventanal y le pedía a la muchedumbre enardecida que por favor no hicieran tanto ruido, diciendo que “Domingo quiere dormir”.
Pero como la casa de Mengele, la de Perón también tiene un truquito escondido. Por detrás hay un terreno extenso y una subrepticia salida que da al otro lado de la manzana, hacia la calle paralela. Dando la vuelta corroboro que desde atrás no se puede ver nada; ni casa ni nada, tan sólo una entrada con una loma y una descuidada maraña de arbustos. Nadie podría sospechar que allí detrás se encuentra el caserón. Por ese otro lado, seguramente, Perón recibía visitas especiales sin que la prensa y todo el mundo reparara en ello, o se iba al demonio sin que lo molestaran.
Ruido. La parafernalia de Cristina es omnipresente, y la devoción por ella es palpable. Es curioso que la mayoría de los bonaerenses a los que consulto sobre el fenómeno hablen pronto y con entusiasmo sobre la soja, sobre la prosperidad, y, sobre todo, sobre el progreso. Esta última palabra, “progreso” es muy cara al bonaerense promedio, y se utiliza siempre ligada a la construcción edilicia, a las grandes obras de infraestructura, a la bonanza y a la acumulación aunque, por lo visto, desestimando otras clases de “progresos” sociales o educativos. De todos modos, algunos de los planes sociales parecen haber dado sus logros: La villa 31, por detrás de la Estación de Retiro, ha cambiado visiblemente. Hace cinco años era tan sólo un montón de casitas pequeñas, autoconstruídas, y hoy sus habitantes –muchos de ellos albañiles- les han edificado pisos encima, dos, tres y hasta cuatro pisos. ¿Cómo hacen para que no se vengan abajo? La mayoría ha rellenado los pilares con una infinidad de varillas; seguramente más de las necesarias. Un entendido en la materia me comenta que si hubieran contratado a un ingeniero, las obras les habrían salido más baratas, por el costo de los materiales. Pero de eso se trata, de un rebusque individual.
En la calle Florida, hasta hace cinco años uno era acosado en cada semáforo por una infinidad de niños que le pedían unas monedas, un cambio para poder comer. Hoy ya no puede verse eso –quizá porque estén mejor, o porque Macri los barrió para abajo de la alfombra- pero en cambio hay un sinfín de tarjeteros de casas de masajes –cazabobos, en la jerga local- que salen a la búsqueda de extranjeros para llevarlos a los establecimientos prostibularios y robarles –literalmente- todo su dinero. La policía forma parte de la estafa y si bien es algo que todo el mundo sabe, -además de cuáles son los locales que se dedican a eso- nada se ha hecho para revertirlo.
En la asunción de Cristina, hay muchas cosas que no se podrían ver en ningún otro país: que la banda presidencial sea alcanzada por su hija (¡!), como si el gobierno fuese una cuestión de familia, o el “¡te amo potra!” que le gritó durante el juramento un agradecido militante por el matrimonio igualitario, rompiendo toda proximidad a la seriedad protocolar.
Pero si hay un fenómeno realmente incomprensible para el visitante uruguayo es el sinfín de organizaciones autodenominadas “peronistas” que mueren del éxtasis por Cristina –y por Néstor, todo un mártir- y que se abocan a ellos con fanatismo ciego. Una porteña bastante avispada me comentaría más tarde que no se puede entender a las Juventudes Peronistas, “es como una barra de Boca, o de River, no podés comprenderlas desde un punto de vista ideológico o racional, porque se trata, ante todo, de una cuestión de fe.” Los cánticos no podrían ser más curiosos, entre ellos se destaca uno: “Nestor, mi buen amigooo, esta noche volveremo a estar contigoo, militaremos de corazón, somos los pibes, los soldados de Perón. No me importa lo que digan, los gorilas de Clarín, vamos todos con Cristina a liberar el país”. Cristina, más allá de todos sus logros, le ha dado al argentino la oportunidad de revivir la nostalgia masturbatoria de un pasado glorioso y próspero, de la misma manera en que lo hizo Menem en los noventa, y que llevó a que muchísimos lo continuaran votando, aún años después de que hubiera saqueado y vendido medio país. La comparación de un presidente con el otro no tiene sentido alguno ni es justa, pero sí el fervor que ambos despertaron, el fanatismo, causados en parte por un nacionalismo difícil, peligroso, que se respira constantemente. Saliendo de las multitudes enfervorecidas me escapo ensimismado, cavilando, preguntándome qué sentido tendrá ser el soldado de un cadáver.