miércoles, 1 de diciembre de 2021

Con Agustín Banchero director de "Las vacaciones de Hilda"

El poder del detalle 


Foto: Héctor Piastri (gentileza Semanario Brecha)

Luego de un largo período de realización, fue estrenada en cines esta película sobresaliente, que logra construir una atmósfera poderosa y envolvente, ideal para ser disfrutada en la gran pantalla. Conversamos con su realizador acerca de varias particularidades de la obra, una de las mejores realizaciones uruguayas de los últimos años. 

Sus tíos son Eduardo y Diana Cardozo: él, un reconocido pintor y artista plástico –además de colaborador de Brecha durante muchos años–; ella, una directora de cine radicada en México, creadora de, entre otras películas, el excelente documental uruguayo 7 instantes. Agustín Banchero tuvo la suerte de contar con estos referentes cercanos, que le inculcaron el amor por el arte y lo acercaron a la posibilidad de ganarse la vida desempeñándose en torno a sus grandes pasiones. Durante la adolescencia, visitaba a ambos tíos y colaboraba en varias de sus actividades: «Desde los 13 hasta los 20 años participé en los rodajes de 7 instantes. Iba a mirar, compraba bizcochos, acompañaba. Y la película fue filmada en todos los formatos: en 35 milímetros, en 16, en video; todo un curso intensivo. En un punto, creo que es contagioso: sabés que existe la posibilidad y la vivís de cerca». Por si fuera poco, su abuelo era el escritor Anderssen Banchero, a quien no llegó a conocer –falleció el mismo año en el que él nació–, pero que también sirvió como referente. Banchero estudió cine en la Escuela de Cine del Uruguay (ECU) y formó parte de la generación 2005. «Fuimos la generación pos-Whisky.
Empezamos a estudiar un año después de su estreno y ese año se duplicaron las inscripciones. La película nos marcó mucho. En nuestro grupo había una división entre aquellos a quienes nos gustaba Whisky y aquellos a los que no. A mí me gustaba muchísimo. Yo tenía claro que quería estudiar cine, pero mi duda en ese momento era si hacerlo en Uruguay o en otro país. Seguramente, Whisky me presentó, como a otros, la opción de hacer cine acá como algo tangible. En ese sentido, el desafío fue más sencillo para nosotros que para las generaciones anteriores.» 

Desde entonces, Banchero dirigió varios cortos y se ha desempeñado como creador. Es el autor y el director de las obras de teatro La segunda luna de Júpiter y Galaxie. Parte de la noche. Ha expuesto instalaciones audiovisuales ganadoras de premios y hoy sorprende con esta gran ópera prima, que fue bien recibida en San Sebastián y estrenada estos días en las salas de Montevideo. Con 35 años, es profesor de Guion en la Facultad de Bellas Artes de Playa Hermosa, en la ECU, en Uruguay Campus Film y en la Tecnicatura de Dramaturgia (Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación y Escuela Multidisciplinaria de Arte Dramático). Las vacaciones de Hilda le insumió ocho años desde el primer boceto hasta el estreno. En este largo período el libreto maduró: fue corregido, reescrito y recorregido, y fue adaptándose en el tiempo a las inquietudes cambiantes de Banchero. Pero la película y su autor contaron con un privilegio atípico: fueron seleccionados para el taller Tres Puertos Cine, una tutoría impartida por Lucrecia Martel y Mariano Llinás, quienes acompañaron el proyecto en varias etapas de su realización. Consultado sobre su experiencia con Martel, Banchero destaca un consejo particular que ella le daba: «Me decía: “Observá el detalle. En el detalle está la escena”. Y nos salíamos mucho de las charlas de cine. Por lo general, no te habla tanto de lo técnico: te lleva a hablar más de la vida. Y cada tanto te dice: “¿Ves? Eso es cine”, refiriéndose al detalle, a la observación, a lo singular. Lo interesante es que no es alguien que quiere llevarte hacia su cine: le interesa que vos saques el tuyo propio». 



Las vacaciones de Hilda es una película diferente, atípica para el cine uruguayo. Principalmente porque se salta la linealidad y plantea una historia en dos grandes bloques. En el primero cuenta lo que, cronológicamente, es la segunda parte de la historia; en el segundo retrata la cotidianeidad de la protagonista diez o 15 años antes de los sucesos relatados en el primero. Este relato inverso invita a la audiencia a participar activamente: «La película tiene una gran elipsis entre sus dos tiempos: unos diez o 15 años, de los que no se muestra nada. Lo interesante es que, cuando los espectadores completan eso, ponen mucho de su vida. Entonces, deja de ser un cine expositivo para ser un cine mucho más interactivo. Eso es lo mejor que te puede pasar en un cine, es lo que más me gusta como espectador». También es sumamente atípico el comienzo de la película, un puntapié inicial en el que se cuenta una historia trágica ocurrida en gigantescos silos para granos, que despierta la idea (falsa) de introducción a un thriller. Banchero señala: «Me gustan mucho las películas en las que, de pronto, aparece un personaje y te cuenta una historia. Es como entender que podría haber películas adentro de películas. Podríamos hacer otra de ese empleado del silo que cuenta la historia de lo que le pasó al hermano. Me gustaba esa idea, pero también me gustó que fuese una especie de premonición de algo terrible que podría ocurrir. Creo que era fundamental un inicio así para que la película se separara de una idea costumbrista. Y, como desde el minuto 7 hasta el 25 iba a ser la vida de Hilda en su espacio, en su casa, sabía que si arrancaba con el relato de una tragedia, eso podía teñir la película con ese tono». 

El planteo, entonces, es de un costumbrismo atípico, envolvente, en el que situaciones vívidas y reconocibles se descubren en el interior de una atmósfera acuosa –el agua es un elemento casi omnipresente durante la primera parte– y onírica, en la que los tiempos dialogan constantemente. Sobre este universo particular, Banchero subraya su afinidad a esta clase de narrativa: «Como nos pasa a todos, lo que le pasa al personaje internamente termina modificando los acontecimientos exteriores. Los eventos que suceden son como ella los procesa. Por eso la mezcla de tiempos está regida por una memoria emotiva, por sus recuerdos. Quizá no importa tanto lo que pasó con los silos al principio de la película, sino cómo le queda el recuerdo a ella, cómo eso modifica la segunda parte, cómo afecta y cómo puede volver a aparecer un personaje. Me interesa cómo los hechos afectan al personaje en términos de memoria, más que los acontecimientos en sí. Me gusta pensar que el cine te permite eso: el quiebre de la temporalidad, pero no en términos lineales. Muchas películas rompen la temporalidad, lo que te define pasado, presente y futuro. A mí me interesaría más superponer los tiempos, lo cual creo que se parece más a la realidad. Por ejemplo, durante esta entrevista nos pusimos de acuerdo en que este encuentro es real: definimos un espacio, un tiempo, percibimos la temporalidad en términos de qué pasó ayer, qué pasa ahora, qué pasa mañana. Pero creo que la experiencia propia mezcla estos tiempos. Hace un rato me preguntabas sobre mi infancia y yo volví a pensar en cuando veía películas de niño. Ese niño me sigue afectando, ese Agustín sigue viviendo en mí: afecta mis expectativas en el presente. Los tres tiempos conviven». 


Consultado sobre qué sensación le da el agua y qué rol juega, Banchero responde que la vincula de una forma metafórica y, al mismo tiempo, visual: «Esa idea del agua entrando a la casa sin que Hilda lo quiera. Es esa humedad que se filtra a pesar de que querés bloquearla. Ella es arquitecta y, sin embargo, tiene ese tipo de problemas. Cuando era chico, vivía en una casa que había ganado mi familia con la rifa de Arquitectura: había sido hecha por buenos arquitectos. Viví 11 años en esa casa y tenía una mancha de humedad gigante, de colores: verdes, violáceos. Eran una cosa espectacular: parecían los cuadros de mi tío. Pintábamos y volvía. El agua tiene algo de incontrolable: se filtra, invade. Y, en general, se piensa que no hace mal, pero quienes tenemos problemas respiratorios, por ejemplo, lo sentimos. Es un problema muy uruguayo. Tiene un carácter metafórico, pero también es algo que vivimos todos, parte de nuestro diario de vida». En cuanto a la forma en la que tradujo esa sensación al lenguaje cinematográfico, cuenta: «Con Lucas Cilintano [el director de fotografía] decíamos que, en la primera parte, donde pudiéramos poner agua íbamos a poner agua. Él se encargó de mostrar las distintas texturas: los vidrios empañados en el auto, las humedades. Llueve mucho y mojamos todo. De hecho, cada vez que llovía, con Carla [Moscatelli] decíamos: “Qué día Hilda”, “Hoy es un día de Hilda”. Las directoras de arte, Mariana Pereira e Inés Carriquiry, también trabajaron sobre la escenografía en este sentido. Hubo un trabajo estético del equipo para que esa agua se sintiera realmente. El sonido es muy importante. Hay muchas lluvias fuera de cuadro. Algo muy bueno fue que Daniel Yafalian se ocupó de todo el sonido de la película: hizo sonido directo, diseño, mezcla y música. Es decir, toda la banda sonora es de una persona sola –quien, obviamente, trabajó con su equipo–. Generalmente, no se hace así, y esto le dio a Yafa un poder creativo importante y una incidencia directa en el resultado, porque desde que hacía la toma de sonido había una conciencia de cómo se iba a posproducir. Por supuesto, hay méritos también en las otras áreas, pero el sonido te entra por la puerta de atrás. Toda esa agua de la primera parte es principalmente Yafa con capas y más capas de sonido». 

Pero corresponde señalar que la figura central, tanto delante como detrás de cámaras, es Moscatelli, a quien Banchero considera prácticamente una coautora en el trazado del personaje. La actriz logra una brutal metamorfosis de una mitad a otra de la película, encarnando a un mismo personaje en dos momentos críticos. Es una actriz uruguaya de larga trayectoria, principalmente en teatro, que acompañó al director en un proceso de años: «Ella puso mucho de sí misma. Me enseñó a acercarme al personaje desde otro lugar. Cada uno de nosotros le aportó al personaje referencias personales. Y también buscamos influencias literarias: ella traía mucho a Virginia Woolf, yo traía constantemente a Juan Carlos Onetti. También participó mucho en los castings. Cuando veía que un secundario tenía chance, llamaba a Carla y ella lo probaba, además de que proponía otros posibles actores. Como toda la película pivoteaba sobre ella, tuvo una gran incidencia en quiénes podían ser sus compañeros de escena».

Publicado en Semanario Brecha el 22/10/2021

jueves, 18 de noviembre de 2021

Planta permanente (Ezequiel Raduzky, 2019)

Divide y vencerás 


La pandemia ocasionó que el estreno de esta notable co-producción argentina-uruguaya se retrasara casi un par de años en nuestro país, con respecto al de la vecina orilla. En este fatídico lapso, una de sus actrices principales, nada menos que el ícono del rock y de la contra-cultura under Rosario Bléfari, falleció de cáncer con 54 años. Consecuente con su forma de ser y de pensar, la cantante y compositora había brillado como intérprete en un puñado de películas independientes, colaborando con directores de la talla de Martín Rejtman, Milagros Mumenthaler, Rodrigo Moreno y José Luis Torres Leiva y, a partir de la película Los dueños, volviéndose actriz fetiche del director tucumano Ezequiel Radusky. Este fue su segundo trabajo juntos. 

Si bien la soltura de Bléfari ante cámaras era sobresaliente, en esta película la acompañan a un mismo nivel la co-protagonista interpretada por Liliana Juárez y la uruguaya Verónica Perrotta, esta última en un papel secundario crucial. Está claro que Radusky, quien tuvo experiencias previas en teatro, puso un especial énfasis en la dirección de actores y en lograr atmósferas naturalistas y vivenciales, buscando un reflejo fiel a determinadas realidades. Y puede decirse que, al igual que en Los dueños, su objetivo fue conseguido ampliamente, logrando una de esas historias universal pero al mismo tiempo de una cercanía alarmante. La acción se ambienta casi completamente al interior de un edificio estatal de provincia, en el que ambas protagonistas se desempeñan en el servicio de limpieza, y, quizá para compensar sus bajos salarios, cocinan y sirven comida casera a los demás funcionarios, en un comedor improvisado y en la más absoluta informalidad. El cambio de administración trae consigo una nueva directora (Perrotta) quien, al menos en el discurso, intenta aportar cambios en beneficio de los trabajadores. Pero en seguida su accionar denota lo contrario: despidos, clientelismo y la idea de barrer con todo lo previo, bajo el pretexto de la formalidad y la modernización. 


Un libreto inteligente y sumamente original, co-escrito por Radusky y Diego Lerman (este último es el director de películas brillantes como La mirada invisible y Una especie de familia) toma un camino especialmente difícil a la hora de presentar a los personajes, ya que lo hace exponiendo desde el mismo comienzo sus costados más cuestionables. Ambas protagonistas aprovechan sus pequeños espacios de poder para obtener ciertas ventajas, y una de ellas falta a su palabra perjudicando a la otra. Así, lejos de buscar la empatía del espectador, se lo coloca a priori en un sitio incómodo; ninguna de ellas llama a la identificación, pero asimismo al asimilar el cuadro general y la inestabilidad de sus situaciones, de a poco comienza a comprenderse su objetable accionar. Se evitan notablemente los simplismos o las lecturas más esquemáticas, presentando ciertas miserias cotidianas y un conflicto intra-clase, por el cual, ante una situación de recorte económico y de opresión encubierta, ambas protagonistas batallan entre sí, cuando en realidad padecen una misma injusticia. Así, se desprende que la falta de unión y de conciencia social agudiza el individualismo, la atomización y por lo tanto, la brecha entre acomodados y excluidos. Esta película bombardea con altura las más infantilizantes y machacadas ideas sobre el emprendedurismo, la meritocracia y la promesa del ascenso social, revelándolas como falacias flagrantes.

Publicado en Semanario Brecha el 30/9/2021

sábado, 25 de septiembre de 2021

Por qué It's A Sin

Culpables de pandemia 



“Todo lo que he hecho en mi vida / todo lo que siempre hago / cada lugar en que he estado / a todas partes a las que voy / es un pecado”. La letra de la canción de The Pet Shop Boys que da título a esta miniserie calza perfectamente para describir ese retroceso infame de la historia, ese momento en la cual la pandemia del Sida -que en aquel entonces se dio a conocer como “el cáncer de los homosexuales”- interrumpía y asestaba un golpe letal a la Revolución sexual que tan alegremente se desarrollaba desde hace un par de décadas atrás. Quienes vivieron su despertar gay a inicios de los 80 no imaginaban que lo estaban haciendo en el peor momento imaginable, ni que la sociedad volvería la vista hacia ellos culpabilizándolos y condenándolos a viva voz no sólo por su actividad sexual sino por su existencia toda; su forma de ser y respirar. 

Producida para el canal británico Channel 4 y difundida por HBO Max, la serie de cinco capítulos, de unos 50 minutos cada uno, se ambienta en Londres a partir del año 1981. Del mismo modo que la reciente –y brillante– Small Axe se centra en las comunidades negras marginadas de la capital británica, esta hace lo propio representando el submundo homosexual, pero alejándose de toda oscuridad posible y revelándolo como un universo vital, de calidez humana y efervescencia artística. Centrada principalmente en cuatro personajes que pasan a convivir en un mismo apartamento, la historia arranca dando un breve pantallazo a sus diferentes proveniencias, un fresco en el que, con unas pocas pinceladas, se comprende lo difícil que era salir del clóset y la imperiosa necesidad de alejarse del hogar familiar. De esta forma, el piso compartido, las fiestas, los boliches pasan a sentirse como un espacio de liberación y comunión, además de conformar una caja de resonancia en la que reina el amor libre. 



Es quizá este enfoque luminoso y tan notablemente orquestado –por si fuera poco, acompañado de una banda sonora insuperable– y en perfecta consonancia con un puñado de personajes memorables lo que hace que la tragedia se imponga con una inusitada intensidad: todos estos muchachos, vivaces y alegres por primera vez, pasan a confrontar de muy cerca –o en carne propia– el horror más despiadado. Que esta serie salga hoy a la luz permite un reflejo empático mayor: la escena en que Jill, la única muchacha que comparte el apartamento, lava frenéticamente una y otra vez la taza de la que bebió su amigo infectado, para, finalmente, hacerla añicos y arrojarla a la basura, puede despertarnos recuerdos muy cercanos en tiempo y espacio. Por si faltaran similitudes, si el hecho de morir atravesando una dolorosa enfermedad no era lo suficientemente terrible, la mayoría lo hacía en soledad, aislado, absolutamente desvinculado de sus seres queridos y, para colmo, sintiendo el peso de la culpa. Volviendo a los Pet Shop Boys: “así que miro hacia atrás en mi vida/ siempre con un sentimiento de vergüenza/ siempre he sido el culpable”

En otra secuencia, que muestra de forma elocuente cómo la conjunción de miedo e ignorancia activa los peores costados de la especie humana, se exhibe una manifestación en las calles en la que los protestantes detienen el tránsito para exigir un trato más humano para los enfermos. Los transeúntes responden con repudio, dejando claro lo que muchos pensaban en aquel momento: que el VIH era el justo castigo para un montón de desviados y degenerados. La perspectiva histórica amplifica la idea: no es de extrañar que las vacunas para la covid-19 se hayan desarrollado en menos de un año y que aún hoy decenas de millones de inmunodeficientes continúen a la espera de las que podrían curar el VIH. 

El creador de la serie es nada menos que Russell T. Davies, guionista de otros aclamados títulos para la televisión, como Doctor Who, A Very English Scandal y Queer as Folk, entre otros. Pero como si fueran credenciales insuficientes, a Davies le resultó muy difícil que las emisoras aceptaran el libreto de It’s a Sin, el cual fue rechazado por varios canales durante un año entero. Channel 4 finalmente aceptó su propuesta, pero con la condición de que debía reducir los ocho capítulos del libreto original a cinco, y Davies accedió. A principios de 2021, Channel 4 anunciaba que la serie batía numerosos récords de exhibición y popularidad. Y cabe decir que –si acaso puede señalársele algún defecto– los cinco capítulos tienen gusto a poco. Ocho hubiese sido el número perfecto.

Publicado en Brecha el 17/9/2021.

jueves, 9 de septiembre de 2021

La teoría de los vidrios rotos (Diego Fernández, 2021)

Caos en pueblo pequeño



Un perito llega a una localidad ficticia, como enviado especial de una empresa de seguros. Allí acontece lo impensable: varios autos han sido incinerados en las calles del pequeño pueblo, lo que ha causado conmoción entre los vecinos. Y al protagonista le sucede algo típicamente uruguayo: a pesar de que tiene unos 30 años, comienza a ser menospreciado y ninguneado por la avejentada población local, que lo mira con hostilidad y le exige que se haga cargo de una compensación económica. En esta serie de fatídicos encuentros se suceden personajes variopintos, y la película saca a relucir un notable elenco: el comisario, interpretado por César Troncoso, quien se ve desbordado por la situación, Jenny Galván, peluquera y femme-fatale del pueblo, Robert Moré, un inspector de seguros de la competencia, Roberto Birindelli, un empresario de la soja con ínfulas de dueño del pueblo y aspiraciones políticas. Otras interpretaciones destacadas son las de Verónica Perrotta, Josefina Trías, Jorge Temponi, Carlos Frasca y Lourdes Kauffmann, actores de primera línea que dejan en claro el acierto del director Diego Parker Fernández al elegir intérpretes. 

Se trata del segundo largometraje de Fernández (El rincón de Darwin fue su ópera prima), una coproducción uruguayo-argentino-brasileña filmada en Aiguá en noviembre de 2019 y cuyo estreno se postergó hasta ahora por la pandemia. La elección de un pueblo del interior en el que se apersona un visitante foráneo remite forzosamente a otras películas uruguayas, como Mal día para pescar y Clever, que conectan incluso en ciertos climas de hostilidad generalizada y dosis de extrañeza de determinadas situaciones, aquí utilizadas con muy buen humor. Haciendo uso de ciertas coordenadas del policial, la película apunta más bien hacia la comedia y lo hace de manera acertada, contando una divertida historia que alterna un tono directamente bizarro –con puntos brillantes, como la inmersión del protagonista en un boliche bailable, o la aparición onírica de la imagen de un Temponi en la Luna, cantando como Raphael– con otros momentos más sutiles; en una escena y un diálogo casual en plena calle, podemos ver que varios personajes interactúan al fondo del cuadro y se lleva a cabo la compra de un bidón de querosén, algo que solo los espectadores atentos podrán registrar. Por su parte, tanto Troncoso como Temponi construyen con sus secundarios momentos especialmente hilarantes, y el uso recurrente de temas musicales compuestos por Gonzalo Deniz (Franny Glass) e interpretados por Humberto de Vargas proveen a la historia de un excelente contrapunto humorístico. 


El título remite a una teoría sumamente difundida y que refiere a cierto «contagio» en los actos vandálicos, a una espiral delictiva generada por la apariencia de abandono y desatención –una pared grafiteada, un edificio abandonado, o lo que sea–. En el guion, coescrito por Fernández y Rodolfo Santullo, se aplica explícitamente la teoría a hechos reales consumados en la ciudad de Melo en 2010, en circunstancias similares a las presentadas y en un marco en el que se retrata una realidad adyacente: quizá pensado en un contexto más amplio, pueda interpretarse que la impunidad de un dueño del pueblo que envenena con agroquímicos el agua y su gente a la larga provocaría un clima de desidia y vandalismo general. 

Tal vez lo que más llama la atención sea el hecho de que la película se valga de cierta estructura de whodunit –ese subgénero policial por el cual se despliegan un crimen, varios sospechosos y la incógnita de cuál de ellos es el culpable–, incluido un speech final en el que el protagonista expone los resultados de su investigación. Pero en la escena inicial pueden verse varios personajes perpetrando el incendio, lo que de algún modo boicotea el misterio propio del whodunit, algo así como un spoiler que echa a perder parte de la gracia intrínseca a esa estructura. Claro que la vuelta de tuerca final complejiza la resolución y amplía el espectro de culpables, pero lo cierto es que se pierde hasta entonces la posibilidad de que el espectador sospeche o especule. Es evidente que la narración se quiso llevar en otras direcciones, poniendo el énfasis en las características del pueblo y su carácter bizarro y opresivo, pero la película podría haber ganado omitiendo –o postergando– esa introducción.

Publicado en Semanario Brecha el 21/5/2021

miércoles, 25 de agosto de 2021

El escuadrón suicida (The Suicide Squad, James Gunn, 2021)

Exabrupto de hemoglobina 




Desde hace tiempo que el cine de superhéroes, quizá en una búsqueda de variantes y de ampliación de horizontes, tantea un terreno hiper-violento y algo alejado de lo que generalmente se conoce como “cine familiar”. La incursión del género en el gore más desquiciado no es algo nuevo y se viene desarrollando desde hace años: Kick-ass, Logan, Deadpool o la notable serie The Boys obtuvieron la clasificación R, la cual, al menos en principio, restringe los contenidos a una audiencia adulta. En este contexto, DC, la histórica firma detrás de superhéroes como Batman y Superman y eterna competidora de Marvel, apostó fuertemente en este sentido, dando con esta* una de las películas de superhéroes más desacatadamente sangrientas hasta el momento, con niveles de hemoglobina en pantalla que superan la de cualquier película de explotación gore de los años ‘70. Por supuesto, dentro de en un contexto exagerado y lúdico, sin base alguna de realismo, lo cual lleva a que todo este exabrupto sea ameno y “digerible” por un gran público. 

Escuadrón suicida es un grupo de antihéroes sumamente desarrollado y revisitado en los comics de DC, básicamente un rejunte de delincuentes con poderes, utilizado por el gobierno como carne de cañón para misiones especiales o directamente suicidas. En 2016 salió la primera entrega, titulada Escuadrón suicida, protagonizada por Will Smith, con Jared Leto haciendo de un Guasón extrañísimo y Margot Robbie en el papel de Harley Quinn, quizá la psicópata más querida del universo de los comics. La película no estaba mal, pero a DC le ganó la corrección política: justamente la esencia fundamental de los comics era que, en sus misiones, los miembros del escuadrón morían como moscas, a menudo de forma extremadamente violenta. Esto no estuvo presente en aquella película, pero sí en esta nueva entrega, titulada El escuadrón suicida (por si fuera necesaria la aclaración, el artículo “el” es la diferencia entre ambos títulos). 

Pero la basa más fuerte de DC no es el viraje hacia este mundo sangriento e impiadoso con sus personajes, sino la de contar con uno de los directores más mimados y cotizados de Hollywood, James Gunn, director nada menos que de Guardianes de la galaxia 1 y 2 y de divertimentos como Slither (2006) y Super (2010). Algunos tweets desafortunados publicados por Gunn llevaron a que Disney y su filial Marvel Studios lo despidieran de sus filas, lo cual supuso una enorme oportunidad para DC de hacerse con la gallina de los huevos de oro. A Gunn le fue encargado escribir y dirigir esta película, y lo cierto es que, al hacerlo, logró uno de los puntos más altos de su carrera; se trata de un blockbuster colorido, espectacular y especialmente sorprendente, una entrega explosiva en el que vuelan cabezas y tripas tanto de tirios como de troyanos. 


Gunn parecería haber aprendido una lección de vida del cineasta mexicano Robert Rodríguez, con cuyo cine esta película tienen muchísimas concordancias. Así, el hecho de priorizar la creatividad sobre el perfeccionismo, dando rienda suelta a la imaginación sin demasiado miedo al ridículo, es su atributo más valioso. También lo es la “cancha” que el director ya había demostrado tener previamente al desenvolver sus personajes en situaciones mundanas y casi infantiles, o haciéndolos bailar casualmente. Hay, además, múltiples referencias a la cultura popular, todo un muestrario de que Gunn es un cinéfilo nutrido no sólo de cine local sino de influencias foráneas, lo que puede notarse en la aparición en pantalla de un llavero de Mafalda o un maravilloso clip en el que Harley Quinn elimina a una veintena de soldados y de cuyas heridas emergen, en lugar de sangre, coloridas flores; todo un homenaje a la genial película japonesa Why Don’t You Play In Hell? de Sion Sono. 

Al parecer, la producción hizo una suerte de borrón y cuenta nueva, eliminando a Will Smith y sustituyéndolo por Idris Elba, “desapareciendo” a otros personajes previos y colocando en primera plana a la mejor intérprete de la entrega anterior: Margott Robbie, una actriz que desborda carisma y talento en cada cuadro. Los personajes son queribles, aunque sin alcanzar el encanto de los guardianes, y cierto es que sus diálogos, de a ratos, no causan la gracia que querrían. Pero las carencias se compensan con creces: difícil dar con un cine tan endiabladamente entretenido.

Publicado en Brecha el 20/8/2021

jueves, 5 de agosto de 2021

4 recomendados

Cine en casa

La pandemia ha cambiado definitivamente las reglas de juego de la industria. Descartada la distribución y difusión en cines, las plataformas de streaming son el nuevo marco de referencia para la producción audiovisual dominante, acentuando aún más el fenómeno de migración de talentos (directores, actores, libretistas, infinidades de técnicos) hacia las series, los especiales para la televisión y las películas estrenadas directamente para este tipo de canales. Se reseñan aquí cuatro ejemplos recientes y sobresalientes de “cine” adaptado a las nuevas realidades. 


Ni siquiera es claro hasta dónde llegan o cómo pueden irse aggiornando las definiciones de cine, película y serie, hasta dónde se extienden sus dominios y cuáles son los límites y las diferencias entre uno y otro. Sin ir más lejos, en tres de los siguientes recomendados los rótulos son difusos y discutibles; no es hoy una tarea sencilla explicar qué diferencia a una serie de una película en términos audiovisuales o por qué un especial para la TV de una hora y media sin interrupciones no debería ser considerado un largometraje a secas. Como sea que les digamos, estas cuatro producciones transitan de un modo u otro la realidad impuesta por la pandemia, e incluso una de ellas la utiliza directamente como eje central de su argumento. 

Mare of Easttown


Que Kate Winslet, estrella de cine con todas las letras, sea la protagonista de esta serie de la HBO es algo que justamente hubiese sido extraño en un contexto de no pandemia. Y su presencia es impagable: hay que verla en su papel de detective de un pequeño pueblo, con su mirada cansina, su desaliño general y su cabello atado y/o desarreglado, rengueando trabajosamente -se tuerce un tobillo a poco de comenzada la serie- para que se sepa a ciencia cierta que el derrotismo histórico de los antihéroes del noir ha derivado en una de las mejores intérpretes posibles. El planteo no es algo que no se haya visto y, de hecho, retrotrae inmediatamente a esa otra gran serie que fue The Killing: un asesinato tiene lugar en un pueblo pequeño (el Easttown del título, en Pensilvania) en el que todo el mundo se conoce y, a priori, nadie parecería capaz de haber cometido tal crimen. Como en todo whodunit -ese subgénero en el que toca descubrir el culpable entre todos los personajes- un gran abanico de sospechosos es desplegado, y el espectador apuesta por alguno de ellos, como si se tratase de un caballo de carreras. Pero lo más interesante del planteo es la incorporación de conflictos y dramas cotidianos que se ciernen sobre los personajes y, sobre todo, sobre la protagonista, abrumada entre traumas personales, problemas familiares, casos irresueltos, y una opinión pública que presiona para que haya resultados. El desenlace supone un clímax notable, y no son de extrañarse las declaraciones del libretista Brad Ingelsby, en las que señaló haber construido todo el guión pensando en ese final. No sería de extrañar una segunda temporada pronto, la cual ya despierta una merecida expectativa. 

Bo Burnham: Inside


El estadounidense Bo Burnham es un hombre orquesta, uno de esos bichos raros que parecen convertir en oro todo aquello que tocan. Con sólo 30 años, se lo suele conocer por sus shows musicales humorísticos, en los que toca e interpreta sus propios temas, al tiempo que se despacha en afiladas burlas a todo lo que lo rodea, incluyéndose a sí mismo. Pero también se desempeña notablemente como actor -recientemente interpretó uno de los papeles más memorables de Promising Young Woman- y hasta escribió y dirigió una película brillante, el coming of age Eight Grade (2018). Bo Burnham: Inside es un show humorístico especial para Netflix en el que el artista, en plena pandemia, se las ingenia para crear, sin salir de su apartamento, una “película” de una hora y media en la que dispone sketches hilarantes y una serie de canciones brillantes, con un admirable sentido crítico. Desde el primer minuto en que se propone “curar al mundo con humor” valiéndose de sus “privilegios de hombre blanco” la nota sarcástica inunda todo el show. Sea emulando una llamada telefónica a su madre, expidiendo su visión sobre las redes sociales, sobre el “sexting” y el “Instagram de una mujer blanca” la inventiva del creador y su humor negro no parece conocer -ni respetar- límites. Pero además de crear e interpretar sus canciones y de participar como único actor, oficia como iluminador, decorador, fotógrafo, sonidista y montajista; es decir, como creador total en un proceso de filmación en el que, de a ratos, logra atmósferas impensables por ser generadas al interior de un espacio único. 

En algún momento puede resultar machacante cierta repetitiva autorreferencialidad, pero es justamente en ese momento que el especial comienza a volverse más introspectivo y visceral, y por eso mismo universal, dejando de lado su veta humorística y volcándose a una sentida catarsis, con referencias solapadas -pero continuas- al suicidio. Burnham expide un grito prolongado que a su vez es el de muchísimas personas, quienes padecen, como él, un encierro aplastante. 

Small Axe


Quien siga las premiaciones de los óscars habrá notado que las comunidades negras han ganado buenos espacios en el mundo cinematográfico dominante. Figuras como Spike Lee, Ava DuVernay, Barry Jenkins, Ryan Coogler y Jordan Peele son varios de los directores más renombrados, pero ninguno de ellos ha demostrado tener el talento y la solidez narrativa del británico Steve McQueen (12 años de esclavitud, Shame) quien ha logrado con su nueva pentalogía para la BBC uno de los sucesos cinematográficos del año. Originalmente se pensó en una miniserie convencional de cinco capítulos, pero a medida que fue rodando, McQueen comprendió que tenía suficiente material como para convertir a cada uno de esos capítulos en largometrajes. Así que, a falta de un estreno nuevo, Steve McQueen lanzó cinco películas directo para la televisión, en el que parecería ser el punto más alto de su carrera. Cada una de ellas se centra en personajes y temáticas diferentes, pero en su acumulación de anécdotas, atmósferas, y situaciones disímiles, la serie supone una brillante recreación de la vida en la diáspora de Londres, desde los años sesenta a los ochenta. 

“Si tú eres un gran árbol, nosotros somos la pequeña hacha” decía Bob Marley en su canción “Small Axe” de la cual esta serie toma su nombre. McQueen logra condensar y recrear acertadamente la vida en este contexto histórico, y lo hace con un notable énfasis en lo cultural, en las canciones, los festejos, la comida, la educación, en una lengua inglesa condimentada con dialectos múltiples (los inmigrantes negros provenían mayoritariamente de distintas islas del Caribe), la afirmación identitaria de un colectivo en perpetuo choque contra un racismo enquistado y estructural. Las políticas de segregación, más o menos disimuladas a nivel institucional, son expuestas con altura y madurez, sin que se las subraye con proclamas simplistas ni se apele a la obviedad panfletaria. De todos los capítulos, seguramente el mejor sea el segundo, Lovers Rock, centrado en una noche al interior de una fiesta under, en lo que sería un temprano predecesor de las raves en los sótanos. Una celebración hogareña en la que se vive un envolvente clima festivo al ritmo del reggae, del soul y justamente, del Lovers Rock -una combinación de ambos, con letras románticas- y en el que, además de una alegría y una sensualidad contagiosa, se respira asimismo una subrepticia y constante tensión. De hecho, una sirena utilizada por el discjockey -o como se llamara entonces- como transición entre canciones, hace pensar continuamente en una muy posible redada policial. 

Love, Death & Robots


La primera temporada, lanzada en 2019, fue un suceso. Se trata de una antología animada original de Netflix, clasificada para mayores de 18 años por sus contenidos violentos y sexuales, y en la cual cada uno de los cortos posee alguno de los ingredientes nombrados en el título: amor, muerte o robots. En rigor, alguno de ellos no parecería cumplir con la premisa a rajatabla, pero puede decirse que ninguno se aparta de la fantasía y sus géneros más populares: el terror y la ciencia ficción. Como sea, al igual que el compilado The Animatrix (seguramente un precursor) cada uno de los cortos fue concebido por un estudio de animación diferente, y se trata de una entretenida forma de conocer las más innovadoras técnicas de animación y sus aportes a la narrativa audiovisual. En esta segunda temporada, los productores Joshua Donen, David Fincher, Jennifer Miller, y Tim Miller, echando mano sabiamente al dicho “menos es más”, comprimieron la temporada en ocho episodios (contra los 18 que hubo en la primera), logrando un mejor nivel y una mayor calidad promedio. Y las propuestas son completamente variadas: Automated Customer Service es un delirio futurista sumamente divertido, Pop Squad, una proyección social grave y dramática, The Tall Grass terror oscuro y clásico, The Drowned Giant, un planteo detenido, filosófico y trascendental. Quizá el mejor de los cortos sea All Through the House, una esmerada animación en stop-motion en el que un par de niños deciden, en la noche de navidad, quedarse despiertos hasta la llegada de Papá Noel, confrontándose a una pesadilla inimaginable.

Publicado en Semanario Brecha el 23/7/2021

sábado, 31 de julio de 2021

Black Widow (Cate Shortland, 2021)

Empoderamiento trucho 


La vida útil de las actrices en Hollywood es sumamente reducida, al punto de que una estrella como Scarlett Johansson, quien aún no ha llegado a los cuarenta años, ya está siendo “jubilada” de las filas del mainstream. Black Widow, su personaje del universo Marvel, había muerto en una escena crucial de Endgame, la última entrega de Los vengadores, y es muy probable que esta película suponga la última aparición de su personaje en la saga. Lo cierto es que el personaje de Iron Man murió cuando su intérprete, Robert Downey Jr. cumplió 56 años, una señal clara, entre otras miles, de que la vida útil de los hombres suele ser muchísimo mayor. Por poner otro ejemplo, Liam Neeson sigue hoy protagonizando películas de acción con 69 años, algo absolutamente impensable para una contrapartida femenina. 

En esta película la acción se sitúa un tiempo antes de la muerte de la superheroína, por lo que, una vez más, pueden explotarse sus últimos alientos. Este recurso, que supone rellenar espacios en la línea de tiempo del relato macro, fue utilizado de forma similar por la franquicia para la reciente serie Loki, estrenada en Disney+. Es decir, se burla la linealidad, se encuentra el hueco y se implanta allí una historia; una forma de exprimirle el jugo a los personajes más populares, y a un universo de historias preexistentes en los comics desde hace décadas. Esta película funciona como una “bisagra” de despedida y renovación. Black Widow es sacada a relucir y ostentada, pero no se despide sin antes introducir un recambio, su hermana menor, obvia aspirante a vengadora (o a villana) y quien continuará aportándole sangre fresca a una saga que ya se vislumbra como interminable. 

Está claro que, si Marvel Films sabe hacer algo y muy bien, es elegir intérpretes, y sería imposible desmarcar el éxito de la franquicia de los Vengadores del atractivo de sus personajes principales. Como Black Widow es uno de los personajes más serios y anodinos de la saga, era necesario recurrir a un contrapeso chistoso, un comic relief fuerte. Y aquí no solamente introdujeron a uno, sino a dos: la genial Florence Pugh -quien habíamos visto brillar en Midsummer-, aporta sobradas dosis de desenvoltura, carisma y aptitudes para la comedia interpretando a Yelena Belova, la próxima superheroína. El otro es David Harbour -conocido por su papel en la serie Stranger Things- quien interpreta de taquito a un superhéroe ruso obsoleto, dando también en el clavo de la comedia con mucha naturalidad y gracia. 

La película sigue un recorrido ya demasiado visto y predecible. Una trama internacional con persecuciones y acción a lo Bond, Bourne y Misión Imposible, un villano ruso desagradable, que condensa y encarna todos los vicios manipuladores y autoritarios del enemigo comunista. El planteo sería perfectamente olvidable si no fuese por Pugh y Harbour en ese orden, pero quizá lo que quede repicando y haciendo más ruido sea cierto pretendido discurso de “empoderamiento femenino” que supone una inmensa contradicción con la forma de representación de mujeres-objeto. Parafraseando a Lucrecia Martel, el cine mainstream es “la dictadura de la cintura de avispa”, y habría que contabilizar la cantidad de veces que se le filma el culo a la Johansson -hasta se nombra explícitamente esa parte de su cuerpo, en un diálogo casual- lo cual se suma a la aparición de un contingente de “Viudas negras” -algo así como amazonas implacables, entrenadas por la Rusia soviética- que pretende ser un rejunte de chicas “normales” de todas partes del mundo y, sin embargo, parecieran haber sido elegidas en un casting de modelos, según los más exigentes paradigmas dominantes. ¿El feminismo? Bien, gracias.

Publicado en Brecha el 23/7/2021

viernes, 28 de mayo de 2021

XVIII Edición de Fantaspoa

Cine de supervivencia 



Por segundo año consecutivo, uno de los festivales de cine fantástico más importantes de Latinoamérica volvió a desistir de sus fiestas de disfraces características, de sus performances en la calle, de invitados internacionales (en anteriores ocasiones había contado con personalidades de la talla de Roger Corman, Bill Plympton, Nacho Vigalondo, Richard Stanley y Stuart Gordon) de talleres y de funciones abarrotadas en el centro de Porto Alegre. Por segunda vez debió conformarse con celebrar una acotada edición online, con contenidos gratuitos sólo accesibles dentro del territorio brasileño, pero con conversaciones y charlas sobre cine que pudieron verse desde otros países via streaming, a través de las redes sociales. Así, asistimos a una notable exposición sobre terror feminista por parte de la cineasta brasileña Cíntia Domit Bittar y a debates junto a los realizadores de varias de las películas estrenadas. Pero lo más importante fue el cine: saltando más preámbulos pasamos a enumerar varios de los mejores títulos en exhibición. 

Beyond The Infinite -Two Minutes, de Junta Yamaguchi (Japón, 2020). 



Una de las más agradables sorpresas fue este increíble ejercicio lúdico, filmado en plena pandemia, en pocas locaciones y con un presupuesto escaso, pero logrado principalmente como un largo plano secuencia, armado y orquestado con una precisión portentosa. La anécdota es simple: el dueño de un café descubre en su departamento un dispositivo que le permite conversar consigo mismo cinco minutos en el futuro, lo cual dispara una serie de consecuencias inesperadas. Y cuando sus conocidos cercanos comienzan a atestiguar y formar parte del salto temporal, el bucle comienza a acrecentarse y con él los riesgos de una paradoja que lleve al universo al apocalipsis. Una película sumamente divertida, y un gran ejemplo de cómo las buenas ideas y una dirección eficaz pueden compensar las pocas locaciones y las carencias económicas. 
La película recuerda ante todo a la insuperable One-Cut of The Dead, de Shin'ichirô Ueda, pero se queda un poco corta en la comparación, ya que los personajes carecen del encanto desbordante de los de aquella otra. También hay alguna mínima fisura en el guión que afecta la verosimilitud -sobre todo en la sencillez con la que el protagonista se deshace de dos yakuzas armados- pero, como entretenimiento, la película funciona a la perfección. 

A Colourful Dream de Jan Balej (República Checa, 2020). 


Un auténtico hallazgo por parte de los programadores: se trata de una laboriosa animación en stop-motion ambientada en una isla-ciudad distópica, un estado policial totalitario perfectamente aislado y particularmente hostil con los extranjeros. Una troupe de artistas circenses llega a la isla pretendiendo desplegar sus espectáculos callejeros, sin caer en cuenta de la trampa que supone lidiar con los militares y con un gobernador despótico. Lo más directamente entrañable de la película es la estética y los detalles: una ciudad totalmente adoquinada y de callejuelas estrechas -ciertamente parecida al centro de Praga- con un mirador-panóptico que vigila desde lo alto; los vehículos, las vestimentas, los animales y personajes refuerzan la idea de mundo en miniatura y, asimismo, de posible metáfora del fascismo creciente en muchos países de la Unión Europea. El humor es sumamente efectivo y en la mayoría de los casos, particularmente sutil. Desde un burócrata que se llama por teléfono a sí mismo para consultar sobre una decisión operativa, un “parlamento” conformado por muchos monitores en los que sale el mismo mandatario y el arresto inmediato a cualquier ciudadano que verbaliza fuera de contexto alguna de las palabras prohibidas, el tono es particularmente acertado e inteligente. Una película familiar tan disfrutable para niños como para sus progenitores. 

O cemitério das almas perdidas de Rodrigo Aragão (Brasil, 2018). 


Rodrigo Aragão (A mata negra, A noite do chupacabras) es ya una figura de culto y un maestro del cine gore brasileño, un autor cuyas películas desbordan creatividad y que emulan, con desparpajo y una envidiable falta de medio al ridículo, un género normalmente creado con presupuestos diez veces mayores. Y lo más notable es que lo viene haciendo sin renunciar a elementos propios de la cultura brasileña: aquí la anécdota se centra en un jesuita y sus seguidores, quienes inician un reinado de terror en un Brasil colonial. Lo cierto es que Aragão ha consolidado un estilo propio basado en los excesos sangrientos, en la suciedad y la podredumbre. Y lo hace extremadamente bien, con auténticos logros en los departamentos de maquillaje y diseño, plasmando una estética en la que se conjugan Tim Burton con el primer Peter Jackson, siempre con mucho espíritu lúdico y de matinée de domingo. 

Lo único que molesta un poco es el lugar que le da a la mujer; o es una damisela secuestrada y en apuros (joven y bien formada) o una anciana traicionera que vende a los suyos con tal de ser joven y bella. En este aspecto, Aragão se quedó en los ochentas. 

Bloodshot Heart de Parish Malfitano (Australia, 2020). 


La atmósfera de esta película es absolutamente elegante y envolvente. Se trata de una suerte de caleidoscopio multicolor, con una lograda banda sonora que instala una atmósfera opresiva y enfermiza que recuerda, por momentos, a los ambientes giallo de los años 70 y 80. Hans y su madre, inmigrantes italianos en Australia, conviven en una relación tóxica, interrumpida por la llegada al hogar de Matilda, nueva inquilina de una de sus habitaciones. La aparición propicia, simultáneamente, un enamoramiento psicopático por parte de él, y celos desmesurados de su madre. 

El ambiente malsano y la locura general van acentuándose hasta un punto de no retorno en el que estalla una cruda violencia, pero lo más interesante es el juego visual que se genera gracias a una puesta en escena formidable, una gran dirección de arte y el diálogo del presente con un pasado traumático, presentado como registros caseros en 8 milímetros. 

The Great Leap de Karim Lakzadeh (Irán, 2021) 


El planteo es sumamente original: una mujer descubre que su bebé, a quien creía muerto hace diez años por una malformación congénita, sobrevivió y hoy es un niño que la necesita. Al enterarse de que fue secuestrado por el dueño de un circo, se embarca en una travesía junto a un grupo de marginales, inmejorable compañía en esta suerte de road-movie que se adentra crecientemente en terrenos alegóricos y fantásticos, los que acaban dándole al planteo una inesperada dimensión existencial. 

La filmación amateur se hace sentir constantemente, en los encuadres y en los movimientos de cámara. Se trata de un defecto sin dudas, pero es asimismo curioso como este problema logra compensarse sobradamente con algunos otros méritos, principalmente las interpretaciones de un elenco convincente, que aporta a los personajes y a la trama una energía inusitada. 

Historia de lo oculto de Cristian Ponce (Argentina, 2020) 



Es sumamente llamativo este extraño thriller político, filmado en nítido blanco y negro, ambientado en el año 1987 pero con deliberados elementos anacrónicos y hasta distópicos (en un aviso publicitario, se habla de Islas Malvinas como destino turístico idílico). Una transmisión televisiva llamada “60 minutos antes de medianoche” es la última oportunidad para que un grupo de periodistas intente desenmascarar una intrincada conspiración político-empresarial. 

Hay algunos problemas, sobre todo en lo narrativo: el comienzo es demasiado abrupto y el espectador se pierde tratando de asimilar todos los elementos en juego, los personajes, los intereses de los implicados. Por fuera de esto, también hay deficiencias técnicas y actuaciones muy desiguales, pero vale decir que la propuesta es especialmente original en su mezcla de géneros. La investigación política se articula con el universo paranormal y progresivamente van agregándose diferentes capas de significación; los investigados se vinculan con una secta oscura, con la desaparición de personas y el secuestro de niños: es notable como las referencias históricas al pasado reciente argentino van incorporándose sutilmente, hasta volverse infranqueables. Así, se consolida un debut que llama a la reflexión, y que asimismo compensa con mucha inteligencia varias de sus principales carencias. 

Dancing Mary de SABU (Japón, 2019) 


En un comienzo parece presentarse como una nueva entrega de j-horror, ese subgénero de terror japonés tan de moda en los 2000, en los que almas en pena hostigaban a los protagonistas. Aquí tenemos una bailarina fantasma habitando un teatro abandonado, que horroriza a todo aquel que se acerca, e imposibilita la demolición del edificio. El protagonista, un funcionario del ayuntamiento, debe buscar la forma de desalojar al fantasma para que pueda construirse un shopping en la zona. Pero la película se aparta rápidamente del terror y el suspenso y se convierte en una suerte de policial en la que el muchacho, acompañado de una adolescente con poderes sobrenaturales, comienza una investigación con el objetivo de acabar con esta maldición. Lo interesante es que todo este típico recorrido detectivesco, las entrevistas y los interrogatorios no son hechos a seres humanos sino a fantasmas, y que el tono de la propuesta se convierte rápidamente en el de una comedia de aventuras, con buen humor y una anécdota entrañable. Sin levantar mayor vuelo, se trata de una película entretenida y querible, de esas que dejan un final semi-abierto y despiertan las expectativas por una segunda parte.

jueves, 15 de abril de 2021

El agente topo (Maite Alberdi, 2020)

Voces silenciadas 



Desde su sorprendente debut El salvavidas (2011), la documentalista chilena Maite Alberdi se reveló como una de las cineastas más originales y talentosas de nuestros tiempos. Su valía y su reconocimiento crítico fue acrecentándose, y tanto La once (2014), el cortometraje Yo no soy de aquí (2016) y Los niños (2016) confirmaban, con historias y personajes inolvidables, el componente profundamente humanista de sus propuestas, así como su acierto al retratar situaciones y problemáticas tabú para el mundo occidental, principalmente el síndrome de down y la vejez. Sobre esta última, su temática más abordada, se extiende asimismo en este último largometraje, El agente topo (2020), nominado a mejor documental para los premios Oscar 2021. 

Lo primero que llama la atención de sus películas es la impresión de parecer ficciones, como si los personajes conversaran siguiendo un libreto predeterminado. En conferencias y talleres, Alberdi reveló en varias ocasiones los secretos para generar esta ilusión, tomados del maestro Nicolas Philibert: “programar el azar” es un abordaje basado en la idea de que la realidad es cíclica, y que determinadas situaciones inusuales pueden captarse si se estudian los patrones y las causas que generan esos sucesos; el documentalista puede adelantarse para que esas circunstancias increíbles acontezcan ante las cámaras. Siguiendo este lineamiento, Alberdi construye aquí una gran estrategia, generada para captar momentos sobresalientes. Y el resultado es grandioso. 

Un aviso clasificado publicado por una agencia de detectives llama específicamente a adultos mayores a 80 años para determinada labor. Lo que se ve a continuación es un insólito compilado de las “entrevistas de trabajo” subsiguientes -que al mismo tiempo son los “castings” del documental-, donde se evalúan diferentes ancianos en su desempeño ante las cámaras y con las nuevas tecnologías. Estos primeros minutos son un notable ejemplo de esa idea de programar el azar: una situación artificial, “generada” propicia momentos grandiosos, a menudo sorprendentes y elocuentes sobre determinadas realidades. Pero a continuación viene el meollo del asunto: el postulante seleccionado debe cumplir una misión como infiltrado en un asilo de ancianos, con el objetivo de recabar información sobre el trato a una anciana específica dentro de la institución. 



Por supuesto, la misión del “infiltrado” es solamente un macguffin, una excusa para que la trama avance y comiencen a revelarse dimensiones inesperadas al interior del residencial. Las cámaras y el equipo técnico ya instalados desde meses antes en el edificio, procuran captar el proceso de investigación del protagonista, el cual se presenta como si se tratase de una película de género. Pero lejos de generarse una trama superficial y pasatista, lo que se logra es una aproximación profundamente entrañable y empática, en la que varios de los ancianos del asilo se convierten en verdaderos personajes, dotados de humanidad, densidad emocional y hasta de un arco dramático, una “evolución”; lo que les aporta una singularidad unívoca. 

Todo esto redunda en una película profundamente política y necesaria, un vehículo de divulgación masiva que lleva a que el espectador se emocione y sienta determinadas realidades en carne propia, vivencie varias de las auténticas tragedias vinculadas a la vejez y la senectud y, asimismo, descubra en aquella otredad improbable elementos de su propia subjetividad. Se trata, además, de un descorrimiento de tabués, un foco hacia dentro de lo que Foucault llamaba una “institución disciplinaria”, por el cual se rescata la experiencia humana, el relato silenciado y determinados discursos escondidos. Cabe recordar que los asilos, según esta concepción, están directamente relacionados con los manicomios, en la medida en que el desvarío, la demencia, son rasgos humanos que se vuelve imperativo controlar, combatir y acallar. 

No han faltado ni faltarán los detractores incómodos con algunos de los aspectos presentados, quienes señalan faltas éticas por parte de la documentalista -ya ocurrió anteriormente, luego del estreno de cada una de sus anteriores películas-. Al respecto, como la misma Alberdi señalaba en una entrevista hace algunos años, “la maldad está en el ojo que mira”, y hay que ver hasta qué punto no hay, volcadas en esas críticas, meras proyecciones, basadas en especulaciones de lo que serían intenciones, supuestamente insidiosas, atribuidas a los realizadores.

Publicado en Brecha el 9/4/2021

jueves, 18 de febrero de 2021

Fragmentos de una mujer (Pieces of a Woman, Kornél Mundruczó, 2020)

El dolor más intenso 


Tan sólo dos horas después de que la actriz inglesa Vanessa Kirby ganara el premio a mejor actriz en el último festival de Venecia, Netflix se hacía con los derechos de exhibición de esta película. Quizá el premio fue lo que llamó la atención del gigante del streaming mundial, pero en realidad credenciales no faltaban: el productor ejecutivo detrás de este proyecto es Martin Scorsese, el director húngaro Kornél Mundruczó viene arrasando con premios en festivales desde hace dos décadas, con un cine impactante y espectacular como pocos -su película White God despliega escenas monumentales, en las que una estampida de centenares de perros invade las calles de Budapest-, y además esta película cuenta con un reparto de primerísimo orden. Aparte de Kirby, quien ya era conocida por su aclamada interpretación en las dos primeras temporadas de The Crown, cuenta entre sus protagónicos con Shia Labeouf (Honey Boy, Transformers) y con la ya casi nonagenaria Ellen Burstyn (El exorcista, Réquiem por un sueño). 

Este es el debut de Mundruczó en un largometraje angloparlante y ambientado en Estados Unidos, una entrada a Hollywood que lo ubica muy bien de cara a los próximos premios óscar. Como no puede ser de otra forma, los comentarios sobre esta película suelen poner el foco en un plano secuencia de 23 minutos que da inicio a la historia, y en el cual un parto domiciliario adquiere dimensiones inesperadas. Aquí todo el talento y la experiencia del director húngaro toma cuerpo en una secuencia de verosimilitud y tensión extremas en torno a la pareja protagónica, con la cámara moviéndose sutilmente entre ellos y la partera, siguiendo alternativamente a uno u otro y cambiando de habitación continuamente. Esta escena de alto impacto, vívida y brillantemente lograda es un preámbulo necesario para todo lo que viene después (siguen spoilers): un desarrollo de las consecuencias vivenciadas por la pareja y sus allegados ante un trauma tan profundo como el generado luego de la muerte de un hijo recién nacido. 


La guionista Kata Wéber, esposa del director Mundruczó en la vida real, se basó en una experiencia propia para escribir esta historia, y es algo que se nota: detalles como la sensación de fracaso o de culpa, las opiniones y consideraciones de terceros para una situación de dolor íntimo, o los cambios posteriores en los vínculos para con los seres queridos, son expuestos con conocimiento de causa de quien vivió una situación similar, lográndose así una evolución lógica en cada uno de los personajes centrales. Surgen apuntes notables, como la necesidad de que exista un culpable que deba pagar por este sufrimiento extremo que toca atravesar, una característica sumamente propia de nuestra idiosincrasia y nuestras raíces judeo-cristianas, o los impulsos “protectores” de la madre de la protagonista, empeñada en enmendar y corregir los “errores” de su hija. Las infidelidades, las agresiones, la ruptura de la pareja, son presentadas con altura, sin posicionamiento o juicios de valor, en una sucesión tan creíble como implacable.

Publicado en Brecha el 12/2/2021

martes, 16 de febrero de 2021

1982 (Luis Gallo, 2019)

Con gloria morir 


La notable La mirada invisible, de Diego Lerman, culminaba con el material de archivo en el que el dictador Leopoldo Fortunato Galtieri pronunciaba su discurso ante una Plaza de Mayo atestada, dando inicio a la Guerra de las Malvinas. El fragmento no se incorporaba casualmente: la película exhibía notablemente la clase de educación impartida durante la dictadura al interior de un liceo, caracterizado por una disciplina férrea y abusiva. Así, la película exponía una cara diferente de un régimen sanguinario, al interior de una institución educativa, y se remataba con otra más: su reflejo mediático y la impensable aprobación popular. 

“Si quieren venir, que vengan” vociferaba el militar ante una multitud, encendiendo el orgullo nacional, y echando mano a la más unificadora de las causas, una capaz de hermanar los extremos más opuestos del abanico político, apelando a la resistencia ante la injusticia, al imperialismo y la injerencia extranjera. Claro que el gobierno de facto esperaba contar con el apoyo de Estados para semejante osadía, pero entre los vítores y los gritos de júbilo nadie parecía reparar en tal incongruencia. Lo cierto es que la dictadura atravesaba un momento de decadencia y fuerte rechazo, las violaciones a los derechos humanos ya tenían una enorme oposición y la crisis económica venía agravando la situación. La Guerra de las Malvinas fue, sólo en este sentido, una jugada estratégica beneficiosa, que le dio cierta sobrevida a un gobierno militar que ya parecía estar dando sus últimos manotazos de ahogado. 

Este documental recupera entonces el reflejo televisivo de la Junta Militar Argentina ante la guerra, y se centra en fragmentos de los programas “60 Minutos” y “24 horas por Malvinas”, entre otros materiales originales, caracterizados por la desinformación y un triunfalismo radical, himnos nacionales y marchas militares, seriedad rígida en los semblantes masculinos y sonrisas radiantes en los femeninos, así como referencias continuas a la patria y a Dios. Por momentos, los grados de delirio son mayúsculos: en los preparativos previos a la guerra, un militar asegura que los soldados en Malvinas estarán calentitos, y que comerán tan bien que hasta seguramente vuelvan a casa con algunos quilos de más; Mirtha Legrand asegura que haría lo imposible por apersonarse en Malvinas y colaborar con los muchachos de cualquier manera; en una suerte de teletón para recaudar dinero para la guerra, los líderes del gobierno se presentan como si hubiesen pasado por casualidad por el estudio de televisión. 

Son varias más las “perlas” de archivo recuperadas por este documental, pero cabe decir que la limitación en el formato (únicamente se exhiben materiales de archivo televisivos) conllevan a cierta monotonía en el planteo. Al igual que otros documentales argentinos como los también notables Tierra de nuestros padres y Responsabilidad empresarial, esa rigidez a veces lleva a un metraje de a ratos reiterativo, en el que por momentos se echa en falta una mayor contextualización histórica, un análisis o una opinión calificada. De todas maneras, se trata de una exposición notable y sumamente sugerente, que fomenta la reflexión sobre hasta qué punto la población civil es capaz de comprar una mentira repetida cien veces.

Publicada en Brecha el 5/2/2021

martes, 19 de enero de 2021

Wolfwalkers (Tom Moore, Ross Stewart, 2020)

La animación, al servicio de la historia

Desde hace años, durante la entrega de premios óscar a los mejores largometrajes de animación, se cuelan entre los nominados las perlas de un pequeño estudio de animación irlandés: Cartoon Saloon. Por supuesto, las estatuillas son entregadas siempre a las grandes compañías de Hollywood (esencialmente Pixar y Disney), pero el sólo hecho de figurar allí ya es un mérito descomunal. La última obra del estudio, Wolfwalkers, es una de las grandes películas de este recién concluido 2020.    

Como suele ocurrir con muchas animaciones con estilos y propuestas diferentes, al principio puede resultar confusa, en lo visual, la estética de Cartoon Saloon, elaborada con una técnica artesanal de dibujos hechos principalmente con lápiz y acuarela y una rica paleta de colores, diseños y fondos repletos de detalles. Pero apenas uno empieza a sentir empatía por los protagonistas y su situación -y esto ocurre muy rápido- apenas uno se deja seducir por los compases de la música incidental celta y por la conmovedora belleza de las imágenes, se adapta con naturalidad a un entorno envolvente, que simplemente pasa a ser el trasfondo de historias inmersivas y adictivas. 

Puede decirse que, principalmente, las caras visibles de Cartoon Saloon son dos: los directores Tom Moore y Nora Twomey, quienes han trabajado juntos en co-dirección (en el primer largometraje del estudio, El secreto de Kells) o por separado en cada uno en sus proyectos personales. 2017 fue el año de Twomey, quien estrenó su excelente The Breadwinner (hoy disponible para ver en Netflix). Moore lanzó en 2015 La canción del mar y este año le tocó estrenar esta deslumbrante Wolfwalkers, escrita por él y co-dirigida junto a Ross Stewart, colaborador permanente del estudio en el departamento de arte.

Fiel a las influencias más presentes en la obra de Cartoon Saloon, Wolfwalkers se inspira en el arte antiguo y medieval irlandés, y toma como punto de partida elementos de la mitología celta. La historia se ambienta en el pueblo amurallado de Kilkenny, en plena edad media y en el período de conquista de Irlanda por fuerzas del parlamento inglés. Robyn, la protagonista, hija de un cazador británico, vive recluida en su casa. Por mandato de su padre y órdenes generales de un tal “Lord Protector” debe permanecer puertas adentro, ocupándose de las tareas domésticas. Pero diestra en el uso de la ballesta y en compañía de su búho Merlyn, la niña está interesada en salir al pueblo y más allá de sus murallas, y dedicarse, como su progenitor, a la caza. Luego de un par de incursiones furtivas al bosque, da con una manada de lobos y con una niña salvaje, dotada de extraños poderes curativos. 

Así es que se desarrolla una historia de amistad y aventuras en un contexto de antagonismo bélico entre bosque y ciudad, entre progreso y mundo salvaje, entre cristianismo protestante y supersticiones paganas, entre el orden impuesto y las rebeliones locales. No es común encontrarse con una película de animación apta para un consumo familiar que, al mismo tiempo, se permita desarrollar tantas líneas de lectura a lo largo de su desarrollo. 

“Lord Protector” es una referencia directa a Oliver Cromwell, líder político y general inglés, apodado durante las guerras de los Tres Reinos con ese mote. La conquista cromwelliana, que tuvo lugar entre 1649 y 1653, fue una campaña anti-católica y de sofocamiento del apoyo irlandés a la derrocada monarquía de los Estuardo, y fue llevada adelante por esta figura nefasta. Considerado como uno de los renombres más influyentes de la historia inglesa, Cromwell fue un regicida que decidió no aceptar la corona para sí mismo, pero acumuló más poder que un rey; fanático cristiano protestante, llevó adelante brutales matanzas, en las cuales sometió a tortura a aquellos considerados blasfemos y, por supuesto, procuró eliminar cualquier indicio de paganismo. 

Curiosamente, Cromwell tenía además otros grandes enemigos acérrimos, y se dice que los odiaba tanto como a los irlandeses: los lobos. Cromwell vio a estos animales como una amenaza para las empresas y, por consiguiente, se abocó a una campaña de exterminio. Naturalmente, la idea de un gran número de cazadores irlandeses armados deambulando por el país no era muy aceptable, por lo que consideró contratar cazadores profesionales ingleses. Lo que siguió fue una matanza casi total de los lobos de la zona, con graves efectos en el medio ambiente de vastas zonas de Irlanda. 

Todos estos elementos se articulan en esta película de espíritu ambientalista y hasta panteísta, muy deudora del cine de Hayao Miyazaki, -y en particular de esa otra obra maestra que es La princesa Mononoke, también disponible para ver en Netflix-. Pero aquí el verdadero enemigo no parecería ser el progreso sino el colonialismo en todas sus acepciones (económico, social, cultural) y un modelo productivo devastador. En este contexto, la insurrección del pueblo de Irlanda se ve reflejada en esta pertinente rebelión de un espíritu del bosque, hostil a la invasión humana, así como en una emancipación de la riqueza local folclórica ante la imposición del verticalismo protestante.

Una característica notable del abordaje general de los realizadores de Cartoon Saloon es la forma en que últimamente le han rehuido a la liviandad, revisando cuidadosamente los hechos históricos, de modo de evitar simplismos y estereotipos. Esto no sólo aporta elementos para una mejor comprensión de la historia, sino que además desdibuja preconceptos. En entrevista respecto a The Breadwinner, película ambientada durante los años de ocupación de los talibanes a la ciudad de Kabul, ante la pregunta del periodista de si consideraba a las sociedades talibanes como esencialmente misóginas, Nora Twomey aclaró: “para mí fue una revelación saber que el régimen talibán había sido bienvenido en Afganistán, ya que, para un país que había vivido la guerra civil y las invasiones, representaba algún tipo de ley y orden. No se trata de un tema simple de misoginia; en épocas de conflicto las mujeres y los niños son los primeros en sufrir, y es lógico que sociedades muy golpeadas se vuelvan sobreprotectoras.” 

De la misma manera en que Twomey representaba una sociedad y una cultura ajenas con sumo cuidado y respeto, Moore y Stewart reconstruyen en este caso una invasión con los matices que la situación merece. Es sumamente curioso que la protagonista y su padre sean ingleses y que algunos personajes hostiles -unos niños abusivos que hostigan a la protagonista, justamente por verla como parte del pueblo invasor- sean irlandeses. Así, desde el libreto se evitan los facilismos y las dicotomías de buenos y malos, evitando los encasillamientos. El mismo Cromwell (siguen spoilers) podría haberse pintado como un villano de una pieza y carente de relieves psicológicos, pero se lo ve como un religioso enfervorecido aunque terrenal, a veces piadoso, y obsesionado con la imposición del orden, la “pacificación” de las tierras y la eliminación de los mitos paganos. Claro que la muerte real de Cromwell no es la representada en la película, en los hechos los médicos lo destrataron -quizá adrede- cuando enfermó gravemente de malaria. Una vez fallecido, su cuerpo sufrió una ejecución póstuma: fue colgado de cadenas y arrojado a una fosa, y su cabeza decapitada fue exhibida en la entrada de la Abadía de Westminster durante décadas. Evidentemente, esto no hubiese sido lo más apropiado como desenlace para una película apta para todo público.

No es de extrañar que, en los últimos años, varias de las mejores recreaciones de hechos históricos para la gran pantalla hayan sido animaciones. Sin ir lejos en el tiempo, En este rincón del mundo (2016) supo recrear las adversidades que atravesó la población civil japonesa durante la Segunda Guerra Mundial, The Breadwinner (2017), la ocupación talibán de Kabul, Un día más con vida (2018), los últimos días de Angola como colonia portuguesa, Funan (2018), los abusos de los jémeres rojos en Camboya. La animación es una forma artística especialmente eficaz para este tipo de abordajes, ya que permite un control total sobre escenarios, vestimentas y decorados, elementos que, para una película tradicional, serían muy costosos. Un trabajo de años dibujando fotogramas puede ser mucho más accesible que un rodaje que movilice decenas o centenares de personas y muchísimo esfuerzo de producción. En definitiva, hace mucho tiempo que el cine de animación dejó de ser cosa “de niños”, pero hoy ya ha cobrado un nuevo estatus: simplemente es parte del cine adulto más imprescindible. 

Publicado en Semanario Brecha el 8/1/2021