Voces silenciadas
Desde su sorprendente debut El salvavidas (2011), la documentalista chilena Maite Alberdi se reveló como una de las cineastas más originales y talentosas de nuestros tiempos. Su valía y su reconocimiento crítico fue acrecentándose, y tanto La once (2014), el cortometraje Yo no soy de aquí (2016) y Los niños (2016) confirmaban, con historias y personajes inolvidables, el componente profundamente humanista de sus propuestas, así como su acierto al retratar situaciones y problemáticas tabú para el mundo occidental, principalmente el síndrome de down y la vejez. Sobre esta última, su temática más abordada, se extiende asimismo en este último largometraje, El agente topo (2020), nominado a mejor documental para los premios Oscar 2021.
Lo primero que llama la atención de sus películas es la impresión de parecer ficciones, como si los personajes conversaran siguiendo un libreto predeterminado. En conferencias y talleres, Alberdi reveló en varias ocasiones los secretos para generar esta ilusión, tomados del maestro Nicolas Philibert: “programar el azar” es un abordaje basado en la idea de que la realidad es cíclica, y que determinadas situaciones inusuales pueden captarse si se estudian los patrones y las causas que generan esos sucesos; el documentalista puede adelantarse para que esas circunstancias increíbles acontezcan ante las cámaras. Siguiendo este lineamiento, Alberdi construye aquí una gran estrategia, generada para captar momentos sobresalientes. Y el resultado es grandioso.
Un aviso clasificado publicado por una agencia de detectives llama específicamente a adultos mayores a 80 años para determinada labor. Lo que se ve a continuación es un insólito compilado de las “entrevistas de trabajo” subsiguientes -que al mismo tiempo son los “castings” del documental-, donde se evalúan diferentes ancianos en su desempeño ante las cámaras y con las nuevas tecnologías. Estos primeros minutos son un notable ejemplo de esa idea de programar el azar: una situación artificial, “generada” propicia momentos grandiosos, a menudo sorprendentes y elocuentes sobre determinadas realidades. Pero a continuación viene el meollo del asunto: el postulante seleccionado debe cumplir una misión como infiltrado en un asilo de ancianos, con el objetivo de recabar información sobre el trato a una anciana específica dentro de la institución.
Por supuesto, la misión del “infiltrado” es solamente un macguffin, una excusa para que la trama avance y comiencen a revelarse dimensiones inesperadas al interior del residencial. Las cámaras y el equipo técnico ya instalados desde meses antes en el edificio, procuran captar el proceso de investigación del protagonista, el cual se presenta como si se tratase de una película de género. Pero lejos de generarse una trama superficial y pasatista, lo que se logra es una aproximación profundamente entrañable y empática, en la que varios de los ancianos del asilo se convierten en verdaderos personajes, dotados de humanidad, densidad emocional y hasta de un arco dramático, una “evolución”; lo que les aporta una singularidad unívoca.
Todo esto redunda en una película profundamente política y necesaria, un vehículo de divulgación masiva que lleva a que el espectador se emocione y sienta determinadas realidades en carne propia, vivencie varias de las auténticas tragedias vinculadas a la vejez y la senectud y, asimismo, descubra en aquella otredad improbable elementos de su propia subjetividad. Se trata, además, de un descorrimiento de tabués, un foco hacia dentro de lo que Foucault llamaba una “institución disciplinaria”, por el cual se rescata la experiencia humana, el relato silenciado y determinados discursos escondidos. Cabe recordar que los asilos, según esta concepción, están directamente relacionados con los manicomios, en la medida en que el desvarío, la demencia, son rasgos humanos que se vuelve imperativo controlar, combatir y acallar.
No han faltado ni faltarán los detractores incómodos con algunos de los aspectos presentados, quienes señalan faltas éticas por parte de la documentalista -ya ocurrió anteriormente, luego del estreno de cada una de sus anteriores películas-. Al respecto, como la misma Alberdi señalaba en una entrevista hace algunos años, “la maldad está en el ojo que mira”, y hay que ver hasta qué punto no hay, volcadas en esas críticas, meras proyecciones, basadas en especulaciones de lo que serían intenciones, supuestamente insidiosas, atribuidas a los realizadores.
Publicado en Brecha el 9/4/2021