El mundo entero está mirando
Netflix estrenó una de las películas que mejor se plantan de cara a los óscars del próximo año, un proyecto que originalmente iba a ser filmado por Steven Spielberg y que finalmente decayó en su libretista, Aaron Sorkin. El planteo reúne a un buen puñado de actores de primera línea, y representa con desenfado y al mismo tiempo con notable peso dramático, uno de los juicios más sonados de la historia estadounidense.
Los hechos previos. Corre el verano del año 1968 y Estados Unidos se encuentra en la cúspide de la turbulencia. A los asesinatos de JFK y Malcolm X les siguieron los de Marin Luther King Jr. y Bobby Kennedy. La Guerra de Vietnam alcanza ya la friolera de mil soldados norteamericanos muertos cada mes, por no hablar de vietnamitas. El clima de descontento era generalizado, y las manifestaciones contra la guerra encendían las calles, con cuestionamientos orientados especialmente hacia el gobierno y el Partido Demócrata, del cual el presidente Lyndon B. Johnson era líder.
Varias organizaciones de izquierda confluyeron en Chicago, en una serie de actividades, encuentros y marchas, en torno al Anfiteatro Internacional, sitio en el que se celebraba el Congreso Nacional Demócrata. A pesar de que los líderes de los grupos pacifistas habían solicitado permisos a la ciudad para realizar las manifestaciones, todos ellos fueron denegados y de hecho se impuso un toque de queda a las 11 PM en Lincoln Park. El 25 de agosto, la policía baleó de muerte a Dean Johnson, un joven indio americano de 17 años que había salido con un amigo a la calle, pasada esa hora.
El 28 de agosto, varios miles de manifestantes intentaron marchar hacia el Anfiteatro, pero se encontraron con cordones policiales bloqueándoles el paso. El resultado fue el imaginable: los uniformados arremetieron contra el gentío, a lo que se sucedió un enfrentamiento entre civiles y agentes de la ley que se extendió durante cinco días y cinco noches, con un saldo de centenares de heridos, entre ellos decenas de periodistas que informaban sobre la represión policial y a los que les confiscaron películas y cámaras.
La farsa. La película reproduce estos hechos principalmente en flashbacks, pero se centra en el juicio del título, una extensa farsa judicial en la que, al año siguiente, ocho individuos arrestados durante los enfrentamientos, varios de ellos, líderes de organizaciones de izquierda, fueron acusados por el gobierno entrante de Richard Nixon por conspiración para cruzar las fronteras estatales e incitar a la violencia. Los ocho rápidamente pasaron a ser siete porque Bobby Seale, líder de las Panteras Negras, fue apartado de la causa y condenado a cuatro años de prisión, en un claro despliegue de racismo judicial. La apuesta del gobierno era clara, elegidos los cabecillas a quienes aplicar un castigo ejemplar, era necesario garantizar un proceso en el que ninguno de ellos pudiese ser declarado inocente. Para ello, se recurrió a todo tipo de trampas y argucias imaginables, varias de las cuales (no necesariamente las más graves) fueron expuestas notablemente en esta película.
De la misma manera en que el juicio reunió a varias “estrellas” del activismo político, la película incorpora a varios grandes actores de Hollywood. Sacha Baron Cohen da en la tecla al personificar a la compleja y carismática personalidad de Abby Hoffman, líder de los “yippies” (por la sigla de su partido Youth International Party, de marcado perfil antimilitarista), por su parte, el oscarizado actor británico Eddie Redmayne interpreta fluidamente a Tom Hayden, de la Students for a Democratic Society (una de las principales representaciones de la Nueva Izquierda), en sus cavilaciones entre el respeto obediente y el liderazgo subversivo. John Carrol Lynch se ve sumamente convincente como David Dellinger, líder de la colisión antibélica Mobilization to End the War in Vietnam, y asimismo Yahya Abdul-Mateen II aporta importantes dosis de carisma como cabecilla de los Panteras Negras. Asimismo, el abogado defensor interpretado por Mark Rylance es un notable vehículo de oposición al implacable y ultra-reaccionario juez Julius Hoffman, un villano de los mejores, interpretado por Frank Langella.
Un viejo conocido. El guionista devenido director Aaron Sorkin ha labrado una extensa carrera en Hollywood y es autor de los libretos de las brillantes The Social Network y Moneyball, entre otras tantas, y dirigió recientemente la atendible Molly’s Game. Como debería hacer todo director con poca experiencia tras las cámaras, Sorkin tuvo el buen criterio de delegar en manos expertas varias de las decisiones finales. El brutal montaje paralelo y grandes ideas de impacto fueron aportadas por el editor Alan Baumgarten, así como notables arreglos musicales incorporados por el compositor británico Daniel Pemberton. El resultado es un trabajo sumamente eficiente a nivel técnico, dotado de un ritmo espectacular, y muy buen sentido del humor.
Sorkin se toma unas cuantas licencias poéticas a la hora de recrear los acontecimientos, y es algo evidente por el tono de la película, quizá más preocupada en lograr un buen espectáculo que por la fidelidad a los hechos históricos. Los registros de época difícilmente pudieran dar el detalle de lo conversado entre los acusados fuera del juicio, por lo que allí se encuentra el mayor grado de ficcionalización. En cuanto al juicio en sí, es curioso que varios de los puntos que resultan más increíbles sucedieron realmente, y varios otros, quizá más inocuos, fueron producto de la imaginación de Sorkin. De esta manera, se atenuó el hecho de que el acusado Bobby Seale pasara varios días atado y amordazado durante el juicio, minimizándose aquí a un exabrupto de tan sólo unos minutos, impedido gracias a la indignación general y en particular a la reacción del fiscal Richard Schultz (interpretado por Joseph Gordon-Levitt). Quizá para agregar matices al cuadro, este último es presentado como un individuo conservador pero recto y respetuoso de determinados principios humanistas, algo que no estaba ni cerca de ser así. De hecho, el Schultz real se ganaría más adelante el apodo de "pitbull", por su enfoque ensañado e intransigente trabajando para el gobierno. Un desenlace en el que un sinfín de nombres son leídos en voz alta no ocurrió realmente, y mucho menos la subsecuente reacción positiva por parte de Schultz. Otro elemento interesante es que el personaje de la agente infiltrada Daphne Fitzgerald no existió realmente: sí hubo varios agentes de inteligencia infiltrados entre los manifestantes, y tres de ellos declararon en el juicio, pero Daphne es una invención del libreto. Es probable que la explicación se deba a la necesidad de cubrir cierta cuota femenina en una película poblada y nutrida de personajes masculinos. Algo que no necesariamente habla de “machismo” por parte de Sorkin -no podríamos saberlo- sino del imperante en el momento histórico recreado, en el que tanto los líderes revolucionarios en cuestión, como los letrados y uniformados implicados, eran hombres.
Es probable que todas estas libertades ofendan a algunos puristas del rigor histórico, pero lo cierto es que la película cumple sobradamente con su propósito de informar sobre estos hechos, sin transfigurar la realidad en aspectos determinantes, y al mismo tiempo dando un espectáculo emocionante y entretenido. Y en momentos de confrontación política y excesos policiales por doquier, cae especialmente bien este entretenimiento comprometido y masivo, quizá una de las mejores y más estimulantes vías para ayudar a pensar la historia en su contraste con la actualidad.
Publicado en Brecha el 6/11/2020