jueves, 30 de octubre de 2008

Incongruencias congruentes


Fallos de continuidad, anacronismos, errores geográficos, idiomas y pronunciaciones incorrectas, faltas conceptuales, incongruencias espaciales, desperfectos que se arreglan mágicamente, vehículos que cambian sus números de matrícula, personajes que ni sudan ni se despeinan, curaciones milagrosas, equipos de filmación que se vuelven visibles o fondos que se mueven son sólo algunos de los señalamientos que se le hace en ciertas páginas web a las películas. Parece haber unos cuantos internautas realmente abocados a estas tareas, y con resultados que a veces asombran. A la película Batman: el caballero de la noche, el sitio “Movie mistakes” ya le va encontrando 37 errores -y la cifra va en aumento- aunque el filme que hasta ahora reúne más fallos es Apocalipsis now, con 394.
Qué objeto puede tener esto, vale preguntarse. Puede verse como un simple entretenimiento para matar el ocio, pero para los que buscan y encuentran esos detalles y no tanto para quienes los leen. Lo cierto es que por más abundantes que sean estos errores, si no son perceptibles durante un común visionado no hablan necesariamente mal de una película, y realmente cuesta encontrarle el interés a tan minúsculas cuestiones.
Pero hay aspectos que no aparecen señalados en estos sitios, y tienen que ver con leyes físicas que por lo general suelen ser completamente desestimadas al realizarse las películas. Son cuestiones que cobran importancia cuando los filmes se pretenden realistas, como muchas series y películas lanzadas a diario por Hollywood. Por ejemplo, una escena que hemos visto infinidad de veces es aquella en la que al encontrar una puerta o reja cerrada, el protagonista le pide a su acompañante que se retire un par de pasos para dispararle un par de tiros al candado y así poder entrar. En la página web The box o’ truth se muestran fotos de varios intentos de apertura de candados a balazos, llegándose a la conclusión de que es imposible abrir un buen candado a tiros, a no ser que se dispare con una escopeta. Se trata además de una labor muy peligrosa, ya que la bala puede rebotar y dañar seriamente a quien dispara. Quizá hasta sea más inteligente dar vuelta el arma e intentar abrir el candado a culatazos.

En la realidad cuando un cuerpo humano es impactado por un balazo, nunca es arrojado en la dirección que va el proyectil, ya que éste suele traspasarlo y no tiene ni de lejos la fuerza suficiente como para empujarlo y desequilibrarlo. Aún siendo impactado por una ráfaga de metralleta, un humano apenas podría ser levemente movido. A lo mejor sí si le dispararan con un cañón, o algo así. Y por supuesto, un hombre baleando en el estómago o en el pecho podría pasar mucho tiempo sin morir, desangrándose durante horas o días. Los disparos capaces de provocar muertes inmediatas -que son la constante en el cine- tendrían que ser muy certeros y afortunados, golpear el corazón, la aorta, la arteria femoral, o tratarse quizá de balas explosivas. Aunque hubo protestas por la abundancia de sangre generada por el balazo en el estómago al Sr. naranja (Tim Roth) en Perros de la calle, se trata de una de las pocas películas realistas en torno a esa cuestión.
Ni hablar de cuando un personaje es arrojado contra una pared. Lo primero que tendría que romperse es el cuerpo, no la pared, y eso sucede a menudo en el cine de acción. A veces es curiosa la increíble ausencia de sangre luego de ciertos enfrentamientos, y los personajes aún después de haberse molido a golpes durante un rato, nunca quedan con un ojo amoratado o un labio hinchado, pero quizá sí con algún atractivo corte al costado de las cejas. Pero se sabe que en las películas los vidrios no cortan, el fuego de las explosiones no quema, y las granadas explotan pero con retraso. Todo esto cuando los protagonistas están implicados, claro.
Como me comentaba Guilherme De Aléncar Pinto en una charla informal, la película Funny games de Michael Haneke es una hábil deconstrucción de muchos clichés de géneros. Comprometido con el más crudo realismo, el filme muestra a una familia paralizada por el miedo, que es arrasada por un par de jóvenes desarmados. Los escapes se frustran porque los personajes son torpes; al padre de familia le quiebran la pierna y pasa la película estático, sin poder moverse ni reponerse en ningún momento; el niño encuentra una escopeta pero no la puede disparar porque no sabe cómo usarla; cuando la mujer recoge un cuchillo para cortar las cuerdas que la atan es rápidamente descubierta por los captores. En las antípodas, en La guerra de los mundos de Spielberg, el hijo adolescente de Tom Cruise no sólo no se asusta al ver los extraterrestres y saber que son capaces de matanzas masivas, sino que además se dispone a ir a pelear contra ellos, desarmado. Además de carecer drásticamente de cualquier atisbo de instinto de supervivencia, la adrenalina parece haberlo vuelto estúpido. Si la anécdota hubiese sido minimamente fiel a la realidad, el chico debería haberse quedado ovillado en un rincón, durante toda la película. Hay que conceder, claro está, que si el cine siempre fuera realista, si el miedo paralizara a los personajes e impidiera las acciones heroicas, el 90% de las películas no existirían, y menos aún las del cine de géneros.

Más atractivos suelen ser los cuestionamientos a las premisas generales de ciertos filmes. En la película Déjà vu de Tony Scott, un grupo de vigilancia del FBI se arma de una tecnología que es como una especie de agujero de gusano que les permite ver el pasado y hasta mandar algunos objetos. Al respecto, un bloggero español protestó, indignado: “no consigo entender porqué el protagonista ha de viajar al pasado para intentar parar al malo cuando perfectamente podría haber mandado un kilo de acero para que se materializara en el cerebro del terrorista.” Con un poco de creatividad y sentido común pueden llegar a arruinarse muchas anécdotas.
También hay aspectos que escapan a cualquier tipo de lógica, en este mundo y en cualquier otro, como el señalado en el sitio “Film incoherence” respecto a la primer entrega de Superman. "Luisa Lane nunca sospecha que Clark Kent, con quien trabaja a diario, sea el –ni siquiera enmascarado- superhéroe; tiene idéntica complexión, misma voz, mismo olor (ella a estado suficientemente cerca); nunca se encuentran en el mismo lugar al mismo tiempo, etc. Y ella es periodista”.
Las observaciones de Film incoherence suelen ser más inteligentes que las de otros sitios similares, y quienes allí escriben parecen divertirse mucho en su tarea. Por lo general no se centran en aspectos mínimos e irrelevantes y tienen el plus de no tomarse muy en serio a sí mismos. “Supongamos que tu familia está siendo víctima de repetidos ataques de un acosador loco, ¿qué hacés? ¡por supuesto, ir en seguida hasta un lugar perfectamente aislado! (Cabo de miedo, The ex, Vengar la sangre)” Comentando algunos costados poco creíbles de Gattaca, exponen: "pero la broma más grande de la película debe ser Uma Thurman. Dejen que me explique. Sí, la película está diciendo tranquilamente que no es la mujer perfecta… Por no mencionar que la anécdota de Con ánimo de amar nos presenta un marido que elige abandonar a la sublime Maggie Cheung. ¡¿Qué le pasa?!, ¡¿está ciego?!”
Pero entre tantos escribas que le buscan aspectos incoherentes a películas pretendidamente coherentes, tuve la suerte de dar hace unos años con un texto escrito por la crítica alicantina Beatriz Martínez, quien curiosamente y en forma inversa, le encontró coherencia a una película aparentemente incoherente. Sobre Caché (otra vez Haneke) se ha escrito mucho y muy variado, pero por lo general a la evidente pregunta que asalta al espectador ¿quién le manda los videos al protagonista?, suele responderse que eso no importa, que los videos son una excusa o macguffin para que Haneke exponga aspectos profundos e inherentes a cierta burguesía francesa, y que al fin y al cabo, el que coloca los videos es Haneke y nadie más. Pero Martínez encontró una alternativa que explica el fenómeno sin tener que recurrir a la negación o a fenómenos sobrenaturales: “Creo que ese último plano está colocado al final a modo de epifanía, es decir, que es el que revela la verdadera naturaleza de los acontecimientos. Para mí, esa escena de los dos hijos hablando ya se ha repetido más veces (no es la primera vez) y nos alerta de que en realidad la semilla de la discordia la insertó el hombre árabe a través de Pierrot, el hijo de Auteuil. Para mí, es el niño quien graba las cintas, pues tanto Majid como su hijo reiteran que ellos no lo hicieron. (…) Pierrot es la clave que falta para configurar el enigma, el elemento aparentemente ausente y que sin embargo cobra un inesperado valor en el plano final. Auteuil cree en todo momento que las cintas las mandan para desprestigiar su fama, pero en realidad su función es arruinarle la vida, la más íntima y personal a dos niveles: a través de la culpa que cargará para siempre por la muerte de Majid, haciéndose cargo de todos los sufrimientos que hubiera podido causarle en el pasado, y la más terrible (y es en la que Haneke demuestra una mayor lucidez demoníaca) a través no sólo de la descomposición de su familia, sino de la ira y el odio hacia los padres por parte de su propio hijo.”
Reviendo la película Caché, la explicación de Martínez cuadra a la perfección, y en las ocasiones en que aparece uno de estos videos es verdaderamente factible que sea el hijo mismo quien lo deje. Hoy me pregunto si Caché no será una de esas complicadas elucubraciones borgianas que aparentan no tener solución, pero que dan los elementos para que sólo algunos observadores, los más detallistas y avispados, puedan hallarle la explicación al enigma. De ser así, Martínez lo ha resuelto, y merece un efusivo elogio.


Publicado en Brecha 31/10/2008

jueves, 23 de octubre de 2008

Hellboy 2: El ejército dorado (Hellboy II: The golden army, Guillermo del Toro, 2008)

A falta de historia, buenos son los bichos

En Hollywood a veces se da que segundas partes son mejores que las primeras, y es algo que suele suceder cuando el director de la secuela es el mismo que el de la primera de las entregas. Esto se explica porque los productores, ya menos temerosos de que el cineasta les haga perder su preciada inversión, dejan de imponerle lineamientos y le permiten actuar con mayores libertades. Es lo que ocurrió con Sam Raimi en El hombre araña 2, con Bryan Singer y X-Men 2, o con Gore Verbinski y la segunda de Piratas del caribe, en los tres casos con mejores logros cinematográficos que en las contenidas primeras partes.
En esta nueva entrega de Hellboy, Guillermo del Toro redobla su apuesta por lo que sabe hacer mejor: saca a relucir una extensa galería de personajes monstruosos, cuya variedad podría ser comparable a la de las películas de Jim Henson (Laberinto, El cristal oscuro). Los diseños son excepcionales, y para generar semejante bestiario parece haber tomado inspiración de las más variadas fuentes: un gigantesco espíritu de los bosques se parece al del largometraje japonés La princesa Mononoke, aparecen insectos voladores de amplia dentadura que se asemejan a los Isz del cómic The Maxx, un coloso de piedra es puro Harryhausen, una cantidad de híbridos surrealistas recuerdan a las demenciales creaciones del artista Dave McKean. También emergen monstruos más singulares al estilo de del Toro, como un ángel de la muerte con ojos en sitios insospechados (allí también hay un dejo de H.R. Giger). Y no es menor que el director ha demostrado que aún hoy puede asombrarse a una audiencia con bestias corpóreas, si se posee el espíritu y la imaginación necesarias. La impagable escena en que los protagonistas se adentran en un mercado troll recordará a muchos nostálgicos a aquel opresivo y extraordinario paso de Skywalker y compañía por una cantina en Tatooine, hace ya más de treinta años.
Pero está visto que los guiones no son el fuerte de del Toro. Un resentido príncipe de un mundo oculto decide rebelarse contra los suyos y contra la humanidad entera porque no puede tolerar que el ser humano y su codicia acaben por destruir la tierra. Es así que se propone resucitar al ejército del título, dormido desde épocas ancestrales y dotado del poderío suficiente como para erradicar de una vez y para siempre al hombre. La anécdota no es precisamente el colmo de la originalidad, pero el problema principal es la falta de coherencia en buena cantidad de sus giros narrativos. Varias de las decisiones de los personajes no son congruentes con sus perfiles: Abe, el amigo acuático de Hellboy, se supone que es inteligentísimo pero opta por negociar con el enemigo a sabiendas de que las consecuencias van a ser catastróficas. El malo no quiere matar a Hellboy cuando puede, no puede matarlo cuando quiere, y a los pocos minutos le está pidiendo que se una a su causa, sin entenderse el por qué de tantos cambios de idea. Un determinante autosacrificio tiene lugar en el momento menos conveniente. Así, la historia avanza mediante giros forzados que juegan en contra de su coherencia interna. No es que sea algo demasiado grave, y por suerte hay una buena cantidad de bicharracos, escenas de acción y buenos chistes que ayudan a compensar esos descuidos.

Publicado en Brecha el 24/10/2008

miércoles, 15 de octubre de 2008

Sobre el cine de Emir Kusturica

Caos y ternura en los Balcanes

“Mi intención es hacer una película para dar calor. Ahora, este mundo racional se ha vuelto un lugar en donde sólo lo que es frío es bueno. ¿Hay que hacer una película en la base del ritmo de la modernidad o en la base del ritmo de tu propio corazón?”. Emir Kusturica.

Si hay algo que no les falta a las películas de Kusturica es personalidad. Y es que se trata de uno de los pocos cineastas en el mundo que han sido capaces de crear un universo fílmico absolutamente propio, cuya autoría puede reconocerse con sólo ver unos fotogramas. Es un atributo hoy sólo compartido por pocos: Wong Kar-wai, Tim Burton, Guy Maddin y mejor parar de contar. Nutridas del Fellini más festivo, nada de moderado tienen sus últimas películas; se reconocen por el caos y la borrachera, el compás febril y un jolgorio descarriado. Historias de vida y de muerte en clave balcánica, donde convergen ternura y descontrol, donde ingenuos adorables conviven con mafiosos cocainómanos y los personajes todos son tan hiperactivos como los ritmos que escuchan. Los músicos entran y salen de los cuadros convirtiendo a la música incidental en diegética y viceversa, y la mezcla explosiva de alcohol y armas es indicio de la tragedia que se encuentra latente. En medio de un festejo hay intentos de suicidio, riñas y destrozos permanentes, también euforia, conciliaciones y la inauguración de hermosas amistades. Un funeral puede convivir con un casamiento, el dolor colectivo fluye y se descarga en griteríos catárticos.
Ni una producción de Disney podría reunir tantos animales: gatos, burros, palomas, gallinas, osos, perros, ratones, patos, ovejas, chanchos, cabras, gansos, pavos, conejos, tortugas, monos, elefantes y jabalíes se entremezclan al compás de cálidos ritmos, argamasa de folclore balcánico, música gitana, punk, rock y jazz. En Hollywood existe una máxima: “ni animales ni niños”; para qué trabajar con lo incontrolable, con lo que no se deja enfocar. Pero Kusturica parece empecinado, y logra encuadrarlos como sólo podría el más desquiciado (y paciente) de los cineastas. La diversidad es también étnica y cultural, reflejo de un ánimo conciliador que se expresa en el idioma que los personajes hablan: el serbocroata, diluido a partir de la guerra en serbio, bosnio y croata. Kusturica es un nostálgico empecinado en seguir usando una lengua que muchos quieren sepultar. Un serbio de sangre bosnia y musulmana que extraña a la extinta Yugoslavia.

Probablemente el mayor defecto del director sea el de no querer desprenderse de cierto material en la sala de montaje. Si sus películas pueden resultar desbordadas y excesivas, sobre todo lo son por su largo. Es sin dudas otro síntoma de vitalidad, está claro que el hombre filma movido por la pasión y la euforia, sin poder detenerse en su debido momento. Pero el cine es también el arte de las tijeras, y es meritorio saber sacrificar material por mucho que uno lo adore. La película de ficción más corta de Kusturica, su ópera prima ¿Te acuerdas de Dolly Bell? duraba 110 minutos, y ninguna de las siguientes bajó de las dos horas. Semejante extensión puede ser un rasgo agradable en sus mejores obras; Underground dura casi 3 horas, la versión íntegra de Tiempo de gitanos, 3 horas con cincuenta minutos. Pero en otras llega a molestar: La vida es un milagro (155’) o Sueños de Arizona (142’) serían sobradamente mejores si se les hubiese mutilado unos veinticinco minutos más a cada una.
Otro de sus mayores defectos tiene lugar cuando introduce elementos fantásticos, ya que es una ardua labor extrapolar el realismo mágico al cine sin caer en el ridículo. Por lo general los cineastas lo hacen para darle a sus películas un vuelo poético o alegórico, pero el recurso suele tener pésimos resultados, como lo han demostrado Subiela, Mikhalkov o Beatriz Flores Silva. En Kusturica, por más ganas que tengan los personajes de evadirse de su realidad inmediata, las escenas en que salen volando en camas o en máquinas voladoras no sirven más que para arruinar buenos climas. Si a veces el director zafa en esta integración de elementos fantásticos es porque el delirio (como en Gato negro, gato blanco o Zavet) o la superficie alegórica (como en Underground) están enfatizados desde un comienzo. Pero cuando esos elementos son sólo eventuales fallan rotundamente (particularmente en Sueños de Arizona).
No siempre el cine de Kusturica fue energía y caos. En sus primeros dos largometrajes había limitado sus anécdotas a contenidos cuadros familiares en contextos históricos determinados, y la música era solo eventual. La olla se destapó con la inmensa Tiempo de gitanos, luego sufrió una recaída feroz con Sueños de Arizona, señal de que si quería seguir haciendo buen cine debía mantenerse como locatario en su Europa natal. Allí volvió a filmar obras enormes, consolidando su estilo característico: Underground, Gato negro, gato blanco, el documental Super 8 stories. A partir de La vida es un milagro, surgieron las sospechas. Kusturica repetía fórmulas de éxito, despertando el temor de que no tuviera mucho más para dar: fiestas con trasfondo bélico, animales que se trenzan como imitación de las relaciones humanas, aparición de elementos sobrenaturales como clímax apoteósicos. Pero su última película de ficción, la sobregirada y delirante comedia Zavet, que puede recordar a Guy Ritchie o al Gilliam más desquiciado sin dejar de ser en todo momento Kusturica, nos demuestra que el director aún tiene mucha guerra dentro, buenas ideas como para seguir reinventándose y la fuerza suficiente como para mantenernos cautivos y atónitos durante más de dos horas de metraje.


Publicado en Brecha 16/10/2008

viernes, 10 de octubre de 2008

Espejos siniestros (Mirrors, Alexandre Aja, 2008)

La mitad oscura


La determinante y principal diferencia entre ésta y otras remakes de películas de terror asiático es su director: el impagable realizador francés Alexandre Aja. Sin haber llegado a la treintena el hombre ya ha pergeñado dos obras mayores para el cine de terror de los últimos tiempos (Alta tensión y Las colinas tienen ojos), y su estilo sucio y opresivo lo delata como uno de los más personales y talentosos creadores de atmósferas de la actualidad, no sólo dentro del género del terror, sino del cine todo.
Valiéndose de los parámetros de los slasher films, Aja se ha caracterizado por plasmar climas asfixiantes e insalubres mediante la perfecta estilización de una inhóspita y repulsiva puesta en escena. Sus películas son cúspides del malestar y el desasosiego, y jamás el rótulo “horror” estuvo mejor colocado que al definir una de sus obras. Dicho de otra manera: Aja es un genio en el arte de crear infiernos fílmicos.
La primer parte de Mirrors es insuperable. O insoportable, si se quiere. Cincuenta minutos dominados por tres elementos que el director maneja a la perfección: el suspenso, la sorpresa y el shock. Keifer Sutherland es un expolicía alcohólico, y le es asignada la vigilancia de un antiguo centro comercial que permanece cerrado porque un incendio acabó con varias vidas dentro. En tan majestuoso edificio lo único que no es ruinoso son unos inmensos y enigmáticos espejos, posicionados en medio de una habitación central. Ni bien ingresa el personaje a la desvencijada construcción, la pesadilla emerge y con intensidad inusitada: apariciones siniestras, gritos desgarradores que rajan de lado a lado el silencio sepulcral, imágenes abruptas de gente quemándose viva. Los sobresaltos irrumpen en los momentos menos esperados, y el terror se instala al punto de que cada vez que el protagonista apunta su linterna a un rincón oscuro, el pánico lo domina todo. Los estallidos gore -otro rasgo característico del director- se dilatan lo suficiente como para retorcerle el estómago a los más curtidos.
Llegada la mitad de la película, la trama tiende a convencionalizarse. El protagonista comienza a investigar hechos ocurridos con anterioridad en el edificio, sigue la pista de ciertos nombres, contrasta documentos y recortes de diarios; el espectador puede respirar tranquilo. Al final hay problemas, lo ominoso deja de ser eventual para ser demasiado visible y reiterado, un personaje se acerca a un reflejo a sabiendas de que es lo último que debe hacer, surge un monstruo de esos que abundan en el cine de Hollywood y que hay que matar varias veces para que muera de verdad. La última vuelta de tuerca, calcada del filme surcoreano en que se basa esta película (Into the mirror, que tampoco era la gran cosa), descolocará a muchos en el peor sentido, ya que a diferencia de lo que sucedía en aquel filme, no se explica y es poco consecuente con el resto de la película.
El potencial de Aja está y se hace sentir, pero en fin, quizá quede mejor distribuido en su próxima obra.


Publicado en Brecha el 10/10/2008

jueves, 2 de octubre de 2008

Cine y publicidad

Por unos dólares más

La relación entre publicidad y directores de cine suele ser estrecha. Para éstos es de uso general intercalar, entre película y película, su aporte en la producción de avisos publicitarios. Y es que en algunos países con solo filmar tres o cuatro spots puede llegar a financiarse una modesta película independiente. Hasta suele ocurrir que cineastas consagrados y dotados de un importante currículo cinematográfico recaigan una y otra vez en este tipo de trabajos al no encontrar financiación para sus proyectos, en vistas de que muchos productores de cine -para asegurar sus beneficios- prefieren apostar a directores medianamente jóvenes e inexpertos, y, en consecuencia, más manipulables.
Entre la infinidad de cineastas que últimamente han recurrido a la publicidad como forma de recaudación sobresalen David Lynch, Wong Kar-wai, Spike Lee, Joe Wright, Michel Gondry, Jean Becker, los hermanos Coen, Jean-Pierre Jeunet, Terry Gilliam, David Mamet, David Cronenberg, George Romero, Ang Lee, Stephen Frears, Giuseppe Tornatore, Michael Mann, Wim Wenders, Martin Scorsese, Wes Anderson, Guy Ritchie, Robert Rodríguez y M. Night Shyamalan; el perfil suele ser de artistas que ni se encuentran demasiado integrados a la industria cinematográfica ni muy por fuera de ella, aunque también abundan los casos de conocidos directores que debutaron tras las cámaras filmando comerciales -como David Fincher y Alejandro Gonzalez Iñárritu- y hasta algunos impredecibles, como el iraní Abbas Kiarostami y el tailandés Pen-ek Ratanaruang.
No es de extrañarse que en argentina Ana Katz, Bruno Stagnaro, el fallecido Fabián Bielinsky y Rodrigo Moreno hayan sido instados a engrosar las filas de la dirección publicitaria, luego de haberse dado a conocer con sus debuts en el largometraje. La situación no es en absoluto nueva, y veteranos como Carlos Sorín o Fernando "Pino" Solanas supieron adiestrarse en ese terreno. Aunque cueste creerlo, también prestaron su talento para la promoción comercial Orson Welles (Bodegas Domecq), Federico Fellini (Barilla, Banca di Roma, Campari), Jean-Luc Godard (ropa Marithé et François Girbaud), Akira Kurosawa (Reserva Santori) y hasta Ingmar Bergman (jabones Bris).
Cuando los cineastas son interpelados sobre sus propias colaboraciones, suelen referirse a ellas como labores impersonales, mecánicas y estrictamente alimentarias. Es comprensible que muchos directores hayan preferido silenciar su autoría y mantenerla en el anonimato, y hasta el día de hoy era impensable encontrarse con avisos publicitarios que vinieran acompañados con sus firmas. Quizá por esa razón, al recopilarse el trabajo filmográfico de un director de cine, suele ignorarse olímpicamente esta faceta, como si no pudiera verse en ella ningún aspecto relevante. Bien es cierto que vender servicios para la promoción de ciertas marcas es un acto cuestionable, pero es también ineludible la calidad estética depositada, el poder de impacto, y, en algunos casos, el vuelo cinematográfico obtenido. Lo llamativo es que varios de estos cortos son muy personales y entretenidos, y pueden llegar a ser piezas valiosísimas para conocer mejor el estilo de determinados autores.
Casos ejemplares. En 2002 Terry Gilliam dirigía un anuncio para Nike de tres minutos en el que hacían aparición varias figuras del fútbol internacional como Ronaldinho, Cannavaro, Crespo, Totti, Figo, Van Nisterooy, Ronaldo y tantos otros, y todos ellos se arrojaban a un partido futurista dentro de una gran jaula. A nivel estético la ambientación es 100% Gilliam, y el anuncio podría integrarse perfectamente a los inhóspitos universos de Brazil o 12 monos. Mucho más vertiginoso es el spot de Michael Mann para la misma marca, en el que la cámara sigue a un par de jugadores de fútbol americano esquivando adversarios a través de toda una cancha, hasta la final anotación. El anuncio es de un poderío visual sorprendente, y deja en claro el magistral dominio de la técnica por parte de su director. Ya en otro nivel se encuentra el divertido comercial de rigatoni Barilla, en el cual Fellini parecía burlarse abiertamente de la aristocracia italiana y sus costumbres, de la pompa publicitaria y de la televisión misma. Y de exquisito refinamiento audiovisual es un spot de no más de un minuto dirigido por David Lynch para Gucci, en el que varias mujeres bailan al ritmo de “Heart of glass” de Blondie, fundiéndose finalmente en una sola.
También es notable el trabajo de Wes Anderson para American Express, un homenaje al clásico La noche americana de Truffaut, y no ha faltado algún cronista exagerado que señaló la superioridad de este breve corto respecto a la obra original. Se sigue a Anderson a través de un confuso rodaje, en el cual sus colaboradores lo acosan con preguntas y él hace comentarios a cámara acerca de su labor como director. Loable es a su vez el homenaje que dedica Scorsese a Hitchcock en The key to reserva para Freixenet, ya reseñado en este blog.
Pero el premio mayor lo merecería el impagable Wong Kar-wai, con un anuncio de casi diez minutos para Phillips que reúne varios de sus rasgos estilísticos: colores saturados, tomas que encuadran al personaje principal y dejan fuera de campo a su interlocutor, el bolero “Siboney” como música incidental. También presenta algunas de sus temáticas más recurrentes: la soledad y la transitoriedad del amor, la nostalgia y el doloroso lastre de acciones pasadas. A pesar de que se trata de un aviso publicitario, sino fuese por el “Phillips presenta” del comienzo no habría forma de notarlo, y el corto merece ser considerado una pieza fundamental en la brillante filmografía de su autor.

Límites difusos. En los casos citados de Scorsese y Wong Kar-wai los nombres de los directores figuran claramente en los créditos iniciales, y también ocurre lo mismo en recientes cortos para las firmas BMW y Pirelli. Por su parte, la campaña de American Express apostó a que en los comerciales dirigidos por Anderson, Scorsese, Robert De Niro y M. Night Shyamalan fuesen los mismos cineastas quienes también actuaran y llevaran un rol protagónico. Quizá la idea sea explotar el prestigio que acarrea la figura de un director de cine, que al mismo tiempo es la del creativo consagrado, el preciso administrador, el pragmático experimentado. El whisky, la tarjeta de crédito, el champán son avalados por un arquetipo de éxito y superación personal, y son difundidos como productos distinguidos, que elevan el status del consumidor. Mientras tanto, guionistas y montajistas siguen al margen, y pese a su rol esencial en la realización cinematográfica, parecerían condenados a seguir permaneciendo en las sombras.
Considerando los casos citados de publicidad que no lo parece, y cierta tendencia europea por la que los avisos se distancian inmensamente de sus formas tradicionales, se ha vuelto muy complicado establecer una diferencia concreta entre cine y publicidad. Los acercamientos entre un formato y otro han alcanzado el punto en que, de no saberse previamente, sería difícil diferenciar un corto publicitario de un cortometraje.
En el cine, la publicidad inserta en la puesta en escena, muchas veces refulgente, otras subliminal, en algunos casos subrayada desde el mismo guión, es una constante y una realidad inevitable. En los tramos más groseros, los mismos protagonistas acentúan explícitamente la grandeza de determinada marca, como es el caso de Will Smith en Yo robot, que en un futuro distante elogia detenidamente a sus championes Converse, o el de Tom Hanks en La terminal, que mientras engulle una hamburguesa en Burger King exhibe un rostro de satisfacción dionisiaca.

Con las peores intenciones. En los últimos años, Hollywood ha redoblado su apuesta por el automóvil, instrumento social que hoy, por la agresión medioambiental, los precios del petróleo y la saturación urbana, está siendo puesto en entredicho. Así, en internet se ha señalado (sin muchas justificaciones, vale decir) cierta trama conspirativa por la cual películas como Cars, Rápido y furioso -que ya va por su cuarta entrega- Meteoro de los hermanos Wachowski y Gran Torino de Clint Eastwood formarían parte de una alianza entre Hollywood y la industria automovilística, concebida con el objeto de devolverle a los autos su prestigio perdido.
Los avisadores suelen cubrir buena parte de los costos de producción de las películas, y en algunos casos, es probable que las financien íntegramente. Este cronista no puede dar por cierta esa supuesta campaña pro-automóvil, pero tampoco puede argumentar que no sea tal. De serlo, nos encontraríamos con películas germinadas desde un comienzo con intenciones publicitarias, y rodadas y pergeñadas a partir de esa premisa.
Cine y publicidad han alcanzado un punto máximo de simbiosis en la historia de ambos formatos, y es algo de lo que conviene ser consciente. Respecto a la cuestión de si la publicidad debería o no ser considerada arte, lo cierto es que ya no hay definición posible que la pueda separar efectivamente de muchísimas formas de cine, y si la respuesta a esa cuestión fuese negativa a priori, en la negación también debería englobarse una buena cantidad de material fílmico especialmente valioso.

Publicado en Brecha 3/10/2008