Seven, Alien el octavo pasajero, 12 hombres en pugna, 10 negritos, son películas muy diferentes entre sí, pero todas ellas tienen un elemento en común. Además de que casualmente tienen cifras en sus respectivos títulos, en ellas los andiamajes narrativos, la estructura en sí, es protagonista. Plantean una premisa que marca las reglas del relato, y desde un comienzo se pone al espectador en pleno conocimiento de esas reglas. Así, se propone un recorrido con algo de lúdico, sea a través de crímenes relacionados con los pecados capitales o la muerte uno a uno de todos los personajes, la dirección está claramente establecida; el camino cobra cierto grado de previsibilidad pero lo que comienza a interesar y lo que vuelve atractivo al planteo ya no es tanto qué sucederá (eso ya se sabe de antemano) sino cómo y con qué variaciones se irán sucediendo esos hechos.
La anécdota de Dos días, una noche (2014), es abrupta y nos coloca de pleno en el punto de partida de otra sucesión de eventos. Sandra, la protagonista (Marion Cotillard, en un despliegue expresivo sobresaliente) ha pasado un período enferma pero ya está apta para volver a su trabajo en una planta de fabricación de paneles solares. Pero sus jefes deciden prescindir de su labor, exigiendo un poco más a los demás trabajadores para cubrir ese recorte. Luego de una votación, los empleados deciden obtener un bono extra (mil euros en casi todos los casos) y que Sandra sea despedida. Pero es de suponer que varias de esas personas podrían cambiar de opinión si Sandra les dijera personalmente lo importante que es para ella seguir trabajando. Pronto sabremos que varios votaron bajo amenaza y presión por parte de los empleadores, por lo que la protagonista cuenta con el lapso del título para hablar una por una con las catorce personas, para convencerlos de renunciar al bono y respaldarla en una nueva votación.
Se plantea entonces el recorrido por el que Sandra va y se apersona en la casa de cada uno de las personas detrás de tan antipática votación. Para poder recobrar su trabajo, debería convencer a la mitad de ellas. En esta sucesión se presenta un gran abanico de personalidades, una variada fauna humana que ostenta sucesivamente el más descarado desinterés, arrepentimientos sinceros, indecisión, apoyo empático y hasta abierta hostilidad. Los hermanos Dardenne proponen así una serie de situaciones y realidades, tan disímiles unas de otras como sólo pueden ser los seres humanos entre sí. Como aproximación social, se trata de una especialmente atenta a la riqueza y a la diversidad: cada individuo viene acompañado de su propio micromundo, de su familia, de sus hijos que, impávidos, testifican el proceder de sus padres. Estos mismos niños crecerán nutridos de esta influencia, y así los apuntes sociales se multiplican, convirtiendo a esta película en una auténtica radiografía de un tiempo, de una clase social sumergida y del legado que deja a las siguientes generaciones.
Por sobre la anécdota sobrevuela una certidumbre: el enfrentamiento de estas personas es consecuencia de una nada inocente maniobra de desarticulación sindical, mediante la cual se apela al individualismo, a la desconfianza y a la hostilidad entre compañeros. Pero la mirada de los Dardenne siempre deja lugar para la esperanza y así como Sandra obtiene varias negativas también la solidaridad gana espacios. Y la batalla fundamental que se impone, la de una mujer por su dignidad y contra su propia depresión, es la verdadera épica subyacente. Cotillard provee un sutil pero abundante bagaje de recursos interpretativos, desde el quiebre de su voz en situaciones que la superan a abruptos cambios de registro que dan cuenta de su inestabilidad emocional; la última escena, en la que ostenta una calma y radiante sonrisa, supone un giro liberador y al mismo tiempo sorprendente.
La naturalidad aparente del cuadro es producto de un trabajo extremadamente puntilloso por parte de los directores. Una mirada atenta a la puesta en escena permite descubrir un cuidado equilibrio cromático y de iluminación, hay largos tramos filmados sin cortes y en tiempo real y algunas escenas fueron rodadas cincuenta, sesenta y hasta ochenta veces, siempre en orden cronológico. Pero los hermanos Dardenne son maestros del artificio: todo fluye y hasta pareciera que los actores se desempeñaran con altos grados de improvisación.
No hay caso, los directores belgas lo han vuelto a hacer y una vez más demuestran ser los más dignos herederos del neorrealismo italiano. Una economía de recursos sorprendente, una capacidad de sugerencia portentosa y un detenimiento en los matices, en el torbellino emocional atravesado por la protagonista proveen a esta película de una riqueza humana y conceptual profundamente conmovedora. Será por todo esto que Dos días, una noche es, hasta hoy, la mejor de las películas estrenadas este año.
Publicado en Brecha el 21/8/2015