De un tiempo a esta parte, en Latinoamérica se han logrado unos cuantos documentales notables, dirigidos por jóvenes que tuvieron una implicancia crucial y protagónica. Chicos que cuentan una historia que afectó en mayor o en menor medida su existencia; que indagan en un vacío, en un trauma determinante, en una cicatriz. Los hijos de desaparecidos Nicolás Prividera y Albertina Carri lograron quizá los mejores documentales sobre la dictadura argentina, M y Los rubios respectivamente, relatando, discutiendo con prepotencia e indignación, cuestionándolo todo, incluido el accionar de sus propios padres. Cuchillo de palo, la flamante obra de la paraguaya Renate Costa examina lo que fue la dictadura de Stroessner, partiendo de la historia de su tío homosexual y su extraña muerte durante el período.
El nivel de implicancia en el tema, la necesidad de entender (aún a sabiendas de que eso quizá sea imposible), la búsqueda infatigable de elementos que sirvan para iluminar los amplios espacios de sombra, son determinantes para que la obra en cuestión trascienda los espacios individuales, despierte la curiosidad y tenga su impacto en la audiencia. Aquí la co-directora Macarena Aguiló cuenta su experiencia de haber sido exiliada en una institución llamada “Proyecto Hogares” por sus padres, militantes del MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria) que en aquel entonces se abocaron al derrocamiento de Pinochet. En el Proyecto Hogares convivieron, en Francia primero, luego en Bélgica y finalmente en Cuba (donde se encuentra el edificio del título), sesenta niños en la misma situación, educados con valores sesentayochistas por “padres sociales” sustitutos, que les daban atención y cariño. La directora utiliza un arsenal de variados recursos (testimonios de los implicados, materiales de archivo, animaciones, lectura de correspondencias) para explicar lo que significó ese abandono para los niños que allí convivieron y, sobre todo, lo que significa para ellos hoy, habiendo alcanzado la adultez, conociendo que sus padres fracasaron en la lucha y descubriendo en carne propia lo que implica tener hijos.
Son especialmente impactantes y reveladores los testimonios de muchos de los involucrados como la madre de Macarena, conocida sindicalista que, lejos de retomar los vínculos rotos con su hija, siguió en su inercia militante, o el de un padre que confiesa, entre lágrimas, que fue injustificable y lamentablemente irreversible el accionar de él y su pareja al separarse de sus hijos; o el sincero y visible enojo de una de las niñas que hoy declara sentir celos de sus hermanos menores porque ellos sí tuvieron la atención que a ella le fue denegada.
El cine como documento insustituible, como confrontación y diálogo, como ejercicio terapéutico: una película que obliga a pensar, que invita a posicionarse, sin encauzar con su retórica. La emotiva y terrible caída del Proyecto Hogares –notablemente expresada en animación- es también el derrumbe de los paradigmas, de la ilusión de un mundo nuevo, de las utopías. Y para los niños implicados significó una segunda orfandad, una nueva instancia de abandono, así como comprender prematuramente que el mundo puede ser un lugar extremadamente hostil.
El nivel de implicancia en el tema, la necesidad de entender (aún a sabiendas de que eso quizá sea imposible), la búsqueda infatigable de elementos que sirvan para iluminar los amplios espacios de sombra, son determinantes para que la obra en cuestión trascienda los espacios individuales, despierte la curiosidad y tenga su impacto en la audiencia. Aquí la co-directora Macarena Aguiló cuenta su experiencia de haber sido exiliada en una institución llamada “Proyecto Hogares” por sus padres, militantes del MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria) que en aquel entonces se abocaron al derrocamiento de Pinochet. En el Proyecto Hogares convivieron, en Francia primero, luego en Bélgica y finalmente en Cuba (donde se encuentra el edificio del título), sesenta niños en la misma situación, educados con valores sesentayochistas por “padres sociales” sustitutos, que les daban atención y cariño. La directora utiliza un arsenal de variados recursos (testimonios de los implicados, materiales de archivo, animaciones, lectura de correspondencias) para explicar lo que significó ese abandono para los niños que allí convivieron y, sobre todo, lo que significa para ellos hoy, habiendo alcanzado la adultez, conociendo que sus padres fracasaron en la lucha y descubriendo en carne propia lo que implica tener hijos.
Son especialmente impactantes y reveladores los testimonios de muchos de los involucrados como la madre de Macarena, conocida sindicalista que, lejos de retomar los vínculos rotos con su hija, siguió en su inercia militante, o el de un padre que confiesa, entre lágrimas, que fue injustificable y lamentablemente irreversible el accionar de él y su pareja al separarse de sus hijos; o el sincero y visible enojo de una de las niñas que hoy declara sentir celos de sus hermanos menores porque ellos sí tuvieron la atención que a ella le fue denegada.
El cine como documento insustituible, como confrontación y diálogo, como ejercicio terapéutico: una película que obliga a pensar, que invita a posicionarse, sin encauzar con su retórica. La emotiva y terrible caída del Proyecto Hogares –notablemente expresada en animación- es también el derrumbe de los paradigmas, de la ilusión de un mundo nuevo, de las utopías. Y para los niños implicados significó una segunda orfandad, una nueva instancia de abandono, así como comprender prematuramente que el mundo puede ser un lugar extremadamente hostil.
Publicado en Brecha el 23/12/2011
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