viernes, 4 de octubre de 2019

Midsommar (Ari Aster, 2019)

Terrorífica pero optimista 



Desde un comienzo, esta película muestra hasta qué punto la relación entre Dani (Florence Pugh) y Christian (Jack Reynor) se encuentra en plena crisis; no hay reciprocidad en los afectos de uno a otro y ambos dudan de la estabilidad del vínculo. Y justo cuando Christian comienza a sentir la relación como un auténtico lastre acontece una tragedia inusitada, horripilante y profundamente traumática. Debemos recordar que el aquí director y guionista es nada menos que el neoyorquino Ari Aster, director de la indefinible Hereditary, una de las películas de terror más enfermizas que se hayan visto jamás. Como para mantenerse a la altura en cuanto a cordura y sanidad mental, la totalidad de esta película escapa a cualquier cosa que se haya visto previamente en una sala de cine. 
Si el vínculo entre los protagonistas ya viene trunco desde un comienzo, más lo será un viaje de estudio que nunca debió haber sido, con una invitación forzada y deshonesta. Pero la excursión tiene lugar y así es que cuatro americanos (tres de ellos estudiantes de antropología) y dos ingleses acaban ingresando a una comuna ancestral llamada Hårga, en Hälsingland. Allí, sus habitantes viven al margen de la sociedad, y se abocan al festejo del solsticio de verano, que al parecer tiene particularidades específicas que lo diferencia de otras festividades similares en otras regiones. La mezcla de vida al aire libre, drogas y sexo casual parece seducir a los estudiantes, y seguramente mucho más que el interés antropológico intrínseco a esas ceremonias. 


Sin embargo, poco demoran en acontecer las prácticas incomprensibles (ritos con sacrificios humanos), los sucesos extraños (como la particularidad de que jamás anochezca), y las desapariciones misteriosas, todo bien adobado con un consumo de drogas casi permanente. Además, todas las ingestas despiertan sospechas, y nunca se descarta una creciente intoxicación a través de los constantes banquetes que son obsequiados a los personajes. Los interiores oscuros de toda la primera parte contrastan notablemente con la chillona incandescencia de la estadía en Hälsingland, con una naturaleza omnipresente y fulgurante, alucinantes imágenes de plantas que respiran, hierbas que se funden con los cuerpos, árboles con caras. La inquieta cámara acompaña el compás de los bailes folclóricos y destacan especialmente la fotografía del polaco Pawel Pogorzelski, así como la música envolvente del británico Bobby Krlic y una dirección de arte sobresaliente, con una copiosa iconografía basada en la mitología nórdica. 
Una mirada apresurada podría hacer pensar en otra película de ese cine de terror reaccionario en el cual un grupo de amigos estadounidenses tiene la mala idea de irse de vacaciones lejos de la seguridad de su propio país, para ser sometidos a vejaciones y horrores inusitados. Pero lo interesante del planteo es, primero, cómo Ari Aster presenta sutilmente a este grupo de estudiantes como un puñado de egoístas, incapaces de mostrar respeto por la diferencia o de disimular su afán explotador de las “exóticas” costumbres de la comuna. Y, en segundo lugar, todo el planteo alcanza grados de delirio tales que la lectura literal se vuelve insustancial. Corresponde ver al relato como una gran metáfora, quizá referida a la necesidad de eliminar vínculos tóxicos y de generar lazos más reales, en donde la honestidad, la empatía, el contacto corporal, la atención verdadera sean la nueva regla. No es menor que en la primera parte las comunicaciones se hagan a través de correos electrónicos y celulares, y que sobre el final sobrevenga una conexión colectiva, física y mental, un nuevo bálsamo que facilita la aceptación y la superación. Esta otra lectura permite dilucidar al sacrificio final como un acto de purificación, y el velado optimismo de la película. 


Es una verdadera pena que, una vez terminada, Midsommar haya sufrido una posterior amputación, ya que unos treinta minutos fueron eliminados del corte original del director. Esto no ocurrió, curiosamente, por razones de longitud, sino porque la MPAA (órgano encargado de las calificaciones parentales de Estados Unidos) le impuso a la versión original la calificación NC-17, la cual supone la prohibición inexorable de la entrada a menores de edad y, por lo tanto, una muerte comercial asegurada. De esta manera, la producción debió “corregir” la película para hacerla entrar en la calificación “R”, y que los menores de edad pudiesen ir al cine acompañados por adultos responsables, asegurando una mayor aceptación por parte de los complejos cinematográficos. Sólo nos queda esperar la versión original completa, la cual será difundida próximamente, en formatos domésticos.

Publicado en Brecha el 27/9/2019

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