Bellos y sufrientes
La escena de inicio es notable: una pareja cuenta, cada uno desde su propia perspectiva, cómo se conocieron. Así, se presenta un flashback con la particularidad de que los puntos de vista de él y de ella son completamente distintos. Tanto así que, hasta la luminosidad, los colores de fondo y toda la dirección de arte difieren, alternándose ambos puntos de vista en un montaje “invisible” pero que fluye con naturalidad. Este tipo de recuerdos, en los que los hechos son cambiados, transmutados, exagerados o minimizados, pueblan esta película, proponiendo un juego tan interesante como estimulante.
Al igual que Wong Kar-wai y Alain Resnais (aunque sin alcanzar el vuelo conceptual y audiovisual de ninguno de ellos) el director Valerio Mieli hace uso de una estética refinada y elegante, y pone su foco en una relación de pareja, con la temática de los recuerdos constantemente sobre la mesa. La estructura narrativa es caótica, se cruzan las temporalidades saltándose constantemente la linealidad en el devenir de esta relación; su inicio, su transcurso, sus desavenencias y su ruptura se entremezclan, y la anécdota está atravesada por las memorias evocadas por uno y otro. Mientras él vive sumido en una opaca tristeza nostálgica, ella es alegre, vivaz y luminosa y hasta pareciera considerar el olvido como una fatalidad necesaria. Las relaciones de pareja, y cuánto de la “magia” de sus inicios puede ser recuperada y recreada con el paso de los años, es puesto en consideración, con acierto y perspicacia.
Lo que sí molesta de a ratos es la decisión del director de elegir solamente personajes “bellos” de acuerdo a las estéticas dominantes: la excesiva fotogenia de la pareja protagonista, y también de cuanto secundario se les cruce, se vuelve hasta chirriante. Además, el protagonista no convence como un personaje supuestamente “atormentado” por su pasado y, por el contrario, pareciera anclado en una pose constante, sin mayores pretensiones vitales que la auto-indulgencia, aniquilando así las posibilidades de empatía con él, o de que exista cierta química en la pareja. Esto quizá no sea tanto el problema del actor Luca Marinelli (quien había estado muy bien en películas como La soledad de los números primos y la increíble Lo llamaban Jeeg Robot), sino algo mal parido desde el mismo libreto, un tanto redundante en este “sufrimiento” insustancial.
Pero esto no impide el goce estético que transmite esta película, gracias principalmente a su notable puesta en escena, y a una historia que invita a la audiencia a reflejarse en ella y pensarse a sí misma. No es poca cosa.
Publicado en Brecha el 11/10/2019.
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