Es el año 1988, Nueva York es una ciudad turbulenta, el indice de delincuencia es un 73% más elevado que el promedio nacional, el tráfico de crack alcanza un punto crítico y fluyen como agua los sedantes, los estimulantes, el hachís, la mescalina y la cocaína. La película arranca inmersa en ese ambiente, Bobby Green (Joaquin Phoenix) es el encargado de una famosa discoteca en Brighton Beach, y ya desde un comienzo se percibe su clima caldeado. Al compás ochentero del “Heart of glass” de Blondie, un par de clientas hacen strip tease sobre una barra, y las grescas se ven como parte de la vida cotidiana. Pero si los primeros minutos muestran a un protagonista de descarriada vida nocturna y aire mafioso, en seguida se mostrará su cara oculta: su padre (Robert Duvall) y su hermano (Mark Wahlberg) son respectivamente jefe y teniente de la policía. Se trata de un secreto que Bobby no ha dicho ni a sus amigos, e incluso ha cambiado su apellido para que nadie se entere del vínculo. En contraposición al club nocturno, la fiesta de policía a la que el protagonista es invitado está plagada de uniformados rígidos, tiene lugar en una capilla (¡!) se palmean las espaldas y se escuchan aburridos discursos. La clase de ambientes de los que uno querría huir despavorido.
Pero Bobby no tiene esa opción, y su padre exige hablarle. Le explica, la batalla en las calles se ha transformado en una guerra, mueren dos policías por mes y muy pronto va a tener que tomar partido. La neutralidad se ha vuelto inviable, más por la posición de privilegio y el contacto permanente que Bobby tiene con los narcos en su discoteca.
Las cosas se enredarán aún más: una sorpresiva redada de la policía a la disco de Bobby, un atentado a su hermano. El ritmo es febril, las sorpresas se suceden sin descanso, cada diálogo agrega información y crecen las complicaciones. Una escena en que el protagonista decide infiltrarse en la red de mafiosos es de una tensión desbordante y más adelante tiene lugar una increíble persecución de autos bajo la lluvia, filmada casi íntegramente con cámara al hombro desde la perspectiva del protagonista, con una imagen gris azulada y un sonido permanente de parabrisas. El director James Gray genera con esa escena incomodidad y una sensación acuosa, como si se estuviese adentro de una pecera, o atravesando un mal sueño. Sólo este tramo es excusa suficiente para ver la película. Pero claro que hay más.
(Aquí se cuenta alguna cuestión decisiva del desenlace, quizá sea buena idea no continuar leyendo).
Lamentablemente la película no está tan bien escrita como filmada. Hay algunos baches de guión, y si bien algunos personajes están dotados de cierta densidad, otros se acercan a estereotipos, como un malo que es tan pero tan malo que cuando está agonizando en lugar de retorcerse de miedo o de dolor le escupe un “fuck you” al protagonista. Un lastimoso vuelco al heroísmo por parte de Bobby cerca del final no cae nada bien en una película que supo tener tramos tan poderosos como bien filmados.
Las críticas más desdeñosas a la película apuntan que, en definitiva, los policías son presentados como los buenos y los narcos como los malos, y que hasta se desprende cierta moralina del cuadro. Si bien es cierto que pueden notarse elementos que permiten justificar esas afirmaciones, también es verdad que el personaje principal se alista a la policía con la idea fija en la venganza, que abandona a su novia y a su trabajo para poder utilizar las armas impunemente, y que su accionar todo deja entrever un costado psicótico. Y una vez concretada su venganza, nada volverá a ser como antes, el hombre ha derruido su propia vida.
Para ser una película de buenos y malos, al menos el director-guionista tuvo la inteligencia de dejar asomar ciertas ambigüedades.
Publicado en Brecha 28/11/2008
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sábado, 6 de diciembre de 2008
Los dueños de la noche (We own the night, James Gray, 2007)
Entre dos fuegos
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