En la selva se escuchan tiros
Tiempo ha pasado (de hecho, 18
años) desde la brasilera Ciudad de Dios y, más adelante, de Tropa de
elite 1, y 2, películas que, como pocas veces antes, ambientaban sus
historias en las mismas favelas de Río de Janeiro, exhibiendo un universo
dominado por la violencia, por un narcotráfico desmadrado y por la
confrontación, de a ratos convertida en guerra directa, entre escuadrones
policiales especializados y miembros del crimen organizado. Aquellos relatos
arrojaron una idea bastante terrorífica de la existencia en barrios marginales,
submundos que, si bien eran presentados con cierto atractivo exótico, al mismo
tiempo eran vistos como el último sitio al que cualquier humano querría irse a vivir.
Pero lo cierto es que 1,4 millones de cariocas son hoy parte de estos barrios y
no necesariamente subsisten en contacto directo con esa realidad de malandraje,
drogas y violencia que este tipo de representaciones se empecina en exhibir.
Esta película retoma hasta cierto
punto la estética y la temática de aquellas otras, pero esta vez concentrándose
un poco más en la cotidianeidad de personajes comunes que intentan ganarse la
vida, vulnerables a los arbitrarios caprichos de los capangas de turno. Corre
el año 2016, tiempo de olimpíadas, justamente un período en el que los
traficantes y la policía vivieron un pacto de paz conocido como “pacificación”.
Así, seguimos la existencia de Tati (Cassia Gil), una adolescente de 14 años
que convive, cada vez que sale de su casa, con vecinos narcos armados hasta los
dientes y bien predispuestos a agujerear al malviviente más próximo. Si bien en
un comienzo esta chica es el eje de la película, eso cambia cuando su padre
Jaca (Bukassa Kabengele), un veterano convicto, es liberado de prisión y
comienza a convivir junto a ella en la favela. Esta nueva figura, el dilema al
que se enfrenta apenas llegado al barrio, y el vínculo que se entreteje entre
ambos, son lo más interesante y valioso de la película. Sólidas
interpretaciones y un buen pulso narrativo provocan una adhesión inmediata.
Otro punto destacable son ciertas
imponentes panorámicas -en la última década los drones han facilitado tomas
aéreas impensables- que dan cuenta, en su justa dimensión, no sólo del tamaño
de las favelas, sino además del grado de dificultades de la existencia en tal
contexto. El director estadounidense vivió durante un período en uno de estos
barrios y logra transmitir con acierto determinados obstáculos: la escena en
que vemos al protagonista deslomándose cargando una heladera cuesta arriba, y
en la que la cámara se aleja exhibiendo el camino hasta la cima del morro, da
cuentas de sólo una parte del cúmulo de problemas que supone vivir inserto en determinada
geografía, a los que corresponde sumar las dificultades inherentes a la pobreza
y a niveles de vida sumergidos.
Lamentablemente, la película
tiene dos problemas nada menores, que la llevan prácticamente a desbarrancar.
El primero de ellos es una vuelta de tuerca sobre el desenlace, tan innecesaria
como morbosa: un elemento de incesto que nada parecería agregar a la historia.
El segundo no es menos grave, y tiene que ver con los personajes femeninos de
la película, quienes parecen oscilar hacia uno y otro lado de aquella rancia dualidad
de vírgenes y putas, siendo las primeras seres inocentes y frágiles, y las
segundas, almas perdidas, abusivas, siempre proclives a complicarlo todo y generar
daños irreparables. El protagonista, un viejo patriarca justo, eje moral de la
historia, se opone a unas y otras nada menos que como protector o como factor
moralizante.
El resultado es un cine
envolvente y cautivante, bien logrado en muchos niveles y con el plus de
interés de situarse en un ambiente atípico. Pero como decíamos, aquellos otros elementos
fallidos se hacen sentir, y de qué manera.
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