Los cuadros silenciados
La distribución de cine tiene salidas misteriosas y una vida propia sumamente impredecible. Lo curioso es que estos días se da el milagro de que una de las mayores deudas cinematográficas de la pandemia se esté saldando, con el estreno de un título de antología. Con tres años de retraso, aparece por fin en la pantalla grande una película tan memorable como inteligente, profunda y emotiva.
En una de las primeras escenas, Marianne (Noémie Merlant), la protagonista, navega junto a varios hombres en una barca. Cuando la caja que contiene sus pertenencias cae accidentalmente al mar, ella se zambulle sin demoras, consciente de que para ella no es viable una pérdida de ese tipo. Ella es una pintora de buena posición económica, y se dirige a una isla distante de la Bretaña francesa en 1760, pero ya con ese inicio el espectador tiene la certeza de que no se trata de la clásica damisela frágil, sino de una mujer esforzada y segura de sí misma. Su llegada, sola, empapada y con su pesada carga a una agreste playa, y luego en su camino hacia un castillo, remite a un cine histórico realista, que retrotrae con honestidad a épocas en las que aún el individuo citadino debía resolverse en una constante confrontación con la naturaleza y los elementos.
En su encuentro con su empleadora, una condesa viuda, Marianne se entera de la tarea que le es encomendada: debe retratar a su hija, la joven Héloïse (Adèle Haenel). Una vez terminado, el retrato será enviado a Milán, para que un noble pretendiente resuelva si desea o no desposarla. El detalle, señala la condesa, es que Héloïse no está a favor de este matrimonio, ni quiere ser retratada. Para peor, su hermana, quien tenía un designio marital similar, se suicidó recientemente, saltando desde un acantilado. Marianne debe retratar a Héloïse sin que ella se dé cuenta, haciéndose pasar por su nueva dama de compañía.
Es con esta premisa tan atractiva que se instala un conflicto de tensiones sutiles, por el cual el vínculo de la pintora y su modelo involuntaria va mutando y evolucionando. La aproximación de la directora y guionista francesa Céline Sciamma a ambos personajes es paulatina, cadenciosa e íntima, con un esmerado cuidado por los detalles, los gestos, las conversaciones simples pero recargadas de segundas intenciones. Actuaciones sobresalientes, una ambientación de época despojada y libre de barroquismos, una fotografía grandiosa –al punto de que en repetidas ocasiones las composiciones parecen cuadros– y un apacible y adictivo uso del ritmo cinematográfico llevan a que la narración, sencilla y mínima, avance sin subrayados ni obviedades. Gracias a un uso notable del montaje, de las elipsis y de una lograda puesta en escena, la película oscila entre un realismo despiadado y ciertos momentos de ensoñación, alcanzando imponentes instantes oníricos, inquietantes y enigmáticos, al tiempo que se va bosquejando una historia de amor atípica, inusitadamente intensa.
Pero lo más notable del planteo es que Sciamma plantea este vínculo lésbico evitando verbalizar guiños anacrónicos o dramas evidentes: si hay miedo o remordimientos a raíz de una pasión prohibida, esto ocurre íntegramente al interior de los personajes, y es el espectador quien debe intuir estos sentimientos. Asimismo, si ambas sufren por el inminente fin de su relación o por la opresión general, es algo que no se remarca con rostros dolientes o artificios rimbombantes.
Este planteo minimalista tiene otro punto notable: el uso de la música. La directora tuvo la madurez, la confianza y el conocimiento del medio como para omitir completamente la música incidental de su relato. En toda la película hay sólo dos temas musicales, y ambos son diegéticos, es decir, son interpretados en su momento por personajes presentes en las escenas. Esta decisión, además de ser coherente con un período histórico en el que no existían dispositivos digitales ni reproductores de audio –por lo tanto, la música sólo podía oírse cuando alguien la tocaba– lleva el planteo a un registro sonoro en el cual cada sonido y cada pequeño diálogo se presenta como todo un acontecimiento, y en el que ambos temas musicales, cuando finalmente surgen, se imponen sorpresivamente y con una fuerza inusitada.
Es además singularmente bello el paulatino in crescendo por el cual la atracción surge, generando química y convirtiéndose finalmente en una auténtica bomba de nitroglicerina, recargada de pasión y erotismo. Se vuelve imperativo plantear un paralelismo entre la aproximación erótica de películas con La vida de Adéle –cuyo énfasis se ve puesto en las escenas de sexo– y la sutileza con la que lo hace aquí Sciamma, con su aproximación parcial a los cuerpos, y con este juego de ocultamientos y miradas escrutadoras, desafiantes y anhelantes, de gestos y palabras osadas que descolocan o incomodan, y de sonrisas que se saben triunfos.
La mirada femenina –y feminista– se hace sentir en cada escena, pero esto no tiene que ver sólo con las temáticas tocadas –el destino predeterminado, la ausencia de libertad, la discriminación a las mujeres artistas, el aborto– sino con este tan peculiar enfoque al surgimiento de una pasión. Es notable cómo la conexión entre ambas mujeres comienza a darse desde una justa empatía, desde una honestidad igualadora de condiciones, desde la observación atenta; en una escena crucial, ambas protagonistas explican los gestos inconscientes de la otra, y las emociones que ellos encubren, en otra, la pintora comienza a verse como el objeto observado y retratado. Este reconocimiento mutuo, esta construcción igualitaria y empática parece sumamente alejada del modelo romántico heterosexual clásico, según el cual una voluntad firme y egoísta era impuesta a otra, vulnerable e insegura.
En una charla en el Festival de Cine de Londres, la directora ha señalado que muchas mujeres artistas fueron borradas de la historia y que esta ausencia siempre tuvo consecuencias trágicas sobre la sociedad: “De esto se trata el arte, es también una forma de que construyamos nuestras intimidades. El hecho de que estas imágenes, o estos libros, o esta música, nos fueran vedados, realmente tiene un impacto en nuestras vidas, porque nos hace sentir más solas. Que no haya representaciones del aborto, es algo super dramático. Era una cosa de todos los días, y que no esté representado, que no haya museos en el mundo con lienzos de ‘la abortista’ tiene realmente un gran impacto en la forma en que vivimos, en nuestra cultura.”. En determinado momento, ambas protagonistas presencian un aborto y deciden luego reproducirlo en un retrato. En la época el aborto era legal, y era normal que se hiciera de la forma en que se exhibe en esta película: en la casa de otra mujer, madre, y con sus hijos rondando. Que el aborto se realice con suma naturalidad, y en la misma cama en la que hay acostados dos niños pequeños (uno de ellos bebé) es una escena deliberadamente política, una hermosa y cristalina declaración de principios. Como dice Sciamma, con la eliminación de este tipo de retratos de nuestra historia, desapareció también un amplio espectro de la vida humana.
Ambas mujeres contribuyen en este caso, con su creación artística, a algo aberrante –la entrega de una de ellas a un hombre y a una vida desconocidas–, y lo saben. Pero hay, soterrada en esta construcción, un acuerdo tácito que tiene que ver con un amor que se sabe temporal y con el mito de Orfeo, el cual es discutido por ellas mismas en otra escena. Orfeo llega al inframundo a recuperar a su amada Eurídice, y le es permitido llevársela bajo la condición de que no debe girarse y mirarla. Al salir y ver la luz del día iluminando su camino, Orfeo se gira, la ve y la pierde para siempre. Según una de las protagonistas, la decisión de Orfeo tiene que ver con que decide honrar el recuerdo en vez de salvar a Eurídice, quedándose con una última imagen de ella. La película sugiere la posibilidad de una huída juntas, de un destino diferente al impuesto por el sistema, y esta idea se impone hasta el final, pero la decisión de Marianne –seguramente, la más madura de las dos– consiste en dejar que la relación entre ambas se disuelva, para ser honrada, continuamente, desde la memoria.
Desde hace años que Céline Sciamma se aboca a un cine con un fuerte contenido social, por lo general coming on age de adolescentes pertenecientes a minorías específicas, sexuales o raciales. Pero ninguna de sus anteriores películas gozó de tanta aclamación como Retrato de una mujer en llamas. La buena noticia es que Sciamma ya estrenó otra película, la también brillante Petite Maman (2021). Ojalá que esta última no se haga esperar tanto.
Publicado en Brecha el 15/7/2022
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