Los mejores regalos
Con propuestas fílmicas como estas, la mejor forma de aprovechar el tiempo y de zafar un poco de la locura de fin de año es meterse adentro de un cine. Provenientes de lugares muy distintos, dos películas inteligentes y necesarias, que recomendamos efusivamente.
Diego Lerman es uno de los más importantes y comprometidos cineastas del país vecino. Un director que ya desde hace tiempo viene desempeñándose en un cine social naturalista y de corte dramático, con gran sentido del suspenso, muy buen ritmo y un notable empuje narrativo. Sus títulos más sobresalientes son Tan de repente (2002), La mirada invisible (2010), Refugiado (2014) y Una especie de familia (2017), a los que cabe sumar esta notable El suplente. Aquí la anécdota se centra en Lucio (Juan Minujín), un prestigioso profesor de literatura de la universidad, quien decide asumir un cargo como suplente en una escuela de los suburbios de Buenos Aires, en la zona sur del conurbano. Así, el protagonista se enfrenta al desafío de impartir literatura en un contexto difícil, a lo cual se suman conflictos personales con su hija adolescente, la preocupación por el estado de salud de su padre y, por si fuera poco, la presencia creciente de un narcotraficante en la zona.
Diego Lerman ya se había acercado al universo de los liceos en la excelente La mirada invisible, ambientada en 1982 en el Liceo Nacional Buenos Aires y en un clima de represión y vigilancia. Pero aquí es casi lo opuesto: los alumnos no manifiestan interés alguno por las clases y cuestionan y desafían constantemente la autoridad de los profesores. Lucio se encuentra con alumnos que duermen en sus bancos por haber trabajado toda la noche en una fábrica, que usan el celular en clase, que opinan que la literatura «no sirve para nada». Es notable cómo el profesor, un burgués ingenuo y de buenas intenciones, parece a priori incapaz de entender la sensibilidad de sus alumnos: en una de sus primeras clases, lee un poema de Juan Gelman y se da de frente contra un muro de apatía por parte de un alumnado disperso y que no puede dar sentido a los versos enunciados.
La película toca con altura temas cruciales de la enseñanza en contextos críticos. Luego de que se descubre que algunos alumnos son dealers y que trafican drogas en los baños y en los pasillos de la institución, los profesores reunidos opinan y conforman dos bandos específicos: por un lado, quienes creen que a esos alumnos vinculados al narcotráfico hay que echarlos inmediatamente, y, por otro, quienes, por el contrario, sostienen que a nivel institucional hay que hacer un gran esfuerzo por ampararlos justamente a ellos, para evitar que abandonen la educación para siempre. Otro elemento interesante se plantea cuando una alumna destacada deja de asistir a clases, ya que sus padres deciden que dentro del liceo se expone a peligros. Esto refleja otra punta de esta realidad: aquellos alumnos que pueden salir adelante, que sobresalen y pueden servir de ejemplo a los demás, acaban desertando del ámbito educativo ante la presencia cercana del narco en las escuelas.
Frente a ambos problemas, la película plantea con firmeza y convicción política cómo un esfuerzo a contracorriente, sostenido y valiente por parte de un profesor, puede generar cambios importantes. Parece haber algún hueco en la narración, sobre todo en lo concerniente al vínculo con sus alumnos; las escenas del aula no parecen justificar por sí mismas la creciente aceptación al docente, y quizá hubiese faltado alguna más para comprender la evolución de los alumnos. Pero, por fuera de ello, la película es sumamente sólida. Cuenta con una historia siempre interesante y un elenco de primera línea: además de Minujín, brillan particularmente el chileno Alfredo Castro, en el papel del padre del director, y la adolescente Renata Lerman, hija del director e hija del protagonista en la historia. Arroja una visión inteligente a la problemática, sin subrayados o lecciones morales, además de no caer en lugares comunes ni soluciones mágicas en las que la literatura ilumine, emancipe o salve el día.
En cuanto a Aftersun, podría reducirse su anécdota general a dos líneas: cerca del año 2000, un padre divorciado y su hija salen a vacacionar a Turquía y conviven en un hotel durante varios días, en los que cada uno de ellos atraviesa experiencias particulares. Ahora bien, ¿por qué esta película ha ganado decenas de premios en festivales de todo el mundo, con una aceptación crítica prácticamente unánime, y se presenta, de hecho, como una de las más originales y emotivas de las que han sido estrenadas este año? Una respuesta rápida sería que esconde mucho más que lo que muestra; que, en lo que se presenta como un recorrido agradable repleto de microconflictos, van asomándose vestigios del verdadero tema que ocupa, y que este recién puede comenzar a comprenderse en su verdadera dimensión sobre los tramos finales.
La ópera prima de la directora escocesa Charlotte Wells ofrece un clima particular, con el cual se recrea un muy infantil y vacacional estado de semiabulia, alternado con momentos de grandes regocijos. Para un hijo de padres separados, la convivencia el día entero con su progenitor, al que no ve muy seguido, supone una circunstancia atípica que puede oscilar entre el descubrimiento, la diversión desatada y quizá, por momentos, hasta el hartazgo. Aún el entorno limitado que un hotel barato puede ofrecer, con sus piscinas colmadas de turistas, sus barras all inclusive y sus mesas de pool, puede parecer, para un niño, un auténtico lugar de ensueño. Nadie olvida las vacaciones de la infancia, ni ese vínculo tan efímero, necesario e irrepetible que se tiene con los padres en ese momento bisagra de la prepubertad, y esta película recrea este sentir con auténtico talento. Se recoge una mirada inocente pero, al mismo tiempo, osada y curiosa; según la percepción de una niña de 11 años, el entorno adquiere una dimensión fascinante y transformadora.
Es relevante para esta construcción de climas la forma en que se dilatan los tiempos muertos, utilizando tomas de extraña significación. Un segundo visionado de la película permite, por ejemplo, comprender en su verdadera dimensión una escena en la que la niña duerme profundamente, mientras su padre fuma un cigarrillo en el balcón tambaleándose con extraños movimientos. Inicialmente, este tramo simplemente sirve para generar una atmósfera y para transmitir esta idea de suspensión temporal, de acuosa cápsula de confort; vista por segunda vez, se comprende algo esencial del planteo, que es la radical diferencia de sentimientos que atraviesan a ambos personajes.
El enigma y la particularidad inicial de la que se vale el libreto para llamar la atención del espectador es la diferencia de edad entre ambos protagonistas, apenas 20 años. Al padre llegan a preguntarle si está de vacaciones con su hermana menor. La escasa diferencia generacional propicia logrados momentos de compinchería entre ellos, incluso ciertas escenas de un humor muy sutil y logrado, debido a la familiaridad de las situaciones. Esta característica de la relación incluso agrega una peculiaridad: por momentos, la niña parece mucho más madura que el adulto «responsable» a su cargo.
Sin caer en spoilers, quizá el mayor logro de esta película es cómo enrarece, de forma casi imperceptible, su atmósfera y su planteo, dando a entender que, lejos de lo idílico, la situación encierra fuertes elementos dramáticos. El relato vívido, sentido y autobiográfico de Wells despliega un atinado y profundo abordaje a temas relevantes como el paso del tiempo, la percepción del otro, las características heredadas y la reflexión sobre cómo muchas cosas que de niños vivíamos sin llegar a entender se resignifican sustancialmente cuando somos adultos.
Publicado en Brecha el 16/12/2022
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