La sexualidad y por extensión, el amor, son construcciones humanas. Como tales, no tienen orientación, pueden transformarse, se cimentan y se construyen con el devenir vital. Ignacio quería compartir su vida con una mujer y dio con una travesti que se llamaba Julia. El vínculo funcionó y se consolidó. Como una muestra de afecto incondicional hacia Ignacio, Julia se hizo la operación de cambio de sexo. Veinte años más tarde Julia e Ignacio acabarían casándose.
El registro es sumamente respetuoso, Garay filma desde el cariño, desde la confianza ciega en la entrañabilidad de estos dos seres atípicos, sus amigos. Una pareja que se encuentra en las antípodas de las que acostumbramos a ver en las pantallas. El montaje otorga tiempo, deja respirar a a los planos y a los personajes; una música minimalista se acopla perfectamente a la sencillez humana y conceptual, la fotografía y la puesta en escena dan cuentas, con notable economía expositiva, sobre un contexto de extrema humildad. De allí emergen revelaciones irrepetibles y junto a ellas, ineludible, la emoción.
No corresponde adelantar tramos de la película pero sí cabe decir que hay un momento crucial, espontáneo, tremendamente conmovedor, que involucra a la pareja en una celebración de cumpleaños. Julia e Ignacio borran, -y Garay por intermedio de ellos- mediante un simple diálogo, todos los discursos dominantes que nos inundan acerca de la felicidad. No es necesario ser bello, joven y sano para ser feliz, la dicha puede aparecer en un contexto humilde, puede surgir desde la vejez, desde la enfermedad. Puede atravesarse una vida de penurias para acceder finalmente a una clara, patente, indiscutible felicidad. Las lágrimas de Ignacio de eso hablan.
Publicado en Brecha el 20/7/2012
No hay comentarios:
Publicar un comentario