sábado, 25 de septiembre de 2021

Por qué It's A Sin

Culpables de pandemia 



“Todo lo que he hecho en mi vida / todo lo que siempre hago / cada lugar en que he estado / a todas partes a las que voy / es un pecado”. La letra de la canción de The Pet Shop Boys que da título a esta miniserie calza perfectamente para describir ese retroceso infame de la historia, ese momento en la cual la pandemia del Sida -que en aquel entonces se dio a conocer como “el cáncer de los homosexuales”- interrumpía y asestaba un golpe letal a la Revolución sexual que tan alegremente se desarrollaba desde hace un par de décadas atrás. Quienes vivieron su despertar gay a inicios de los 80 no imaginaban que lo estaban haciendo en el peor momento imaginable, ni que la sociedad volvería la vista hacia ellos culpabilizándolos y condenándolos a viva voz no sólo por su actividad sexual sino por su existencia toda; su forma de ser y respirar. 

Producida para el canal británico Channel 4 y difundida por HBO Max, la serie de cinco capítulos, de unos 50 minutos cada uno, se ambienta en Londres a partir del año 1981. Del mismo modo que la reciente –y brillante– Small Axe se centra en las comunidades negras marginadas de la capital británica, esta hace lo propio representando el submundo homosexual, pero alejándose de toda oscuridad posible y revelándolo como un universo vital, de calidez humana y efervescencia artística. Centrada principalmente en cuatro personajes que pasan a convivir en un mismo apartamento, la historia arranca dando un breve pantallazo a sus diferentes proveniencias, un fresco en el que, con unas pocas pinceladas, se comprende lo difícil que era salir del clóset y la imperiosa necesidad de alejarse del hogar familiar. De esta forma, el piso compartido, las fiestas, los boliches pasan a sentirse como un espacio de liberación y comunión, además de conformar una caja de resonancia en la que reina el amor libre. 



Es quizá este enfoque luminoso y tan notablemente orquestado –por si fuera poco, acompañado de una banda sonora insuperable– y en perfecta consonancia con un puñado de personajes memorables lo que hace que la tragedia se imponga con una inusitada intensidad: todos estos muchachos, vivaces y alegres por primera vez, pasan a confrontar de muy cerca –o en carne propia– el horror más despiadado. Que esta serie salga hoy a la luz permite un reflejo empático mayor: la escena en que Jill, la única muchacha que comparte el apartamento, lava frenéticamente una y otra vez la taza de la que bebió su amigo infectado, para, finalmente, hacerla añicos y arrojarla a la basura, puede despertarnos recuerdos muy cercanos en tiempo y espacio. Por si faltaran similitudes, si el hecho de morir atravesando una dolorosa enfermedad no era lo suficientemente terrible, la mayoría lo hacía en soledad, aislado, absolutamente desvinculado de sus seres queridos y, para colmo, sintiendo el peso de la culpa. Volviendo a los Pet Shop Boys: “así que miro hacia atrás en mi vida/ siempre con un sentimiento de vergüenza/ siempre he sido el culpable”

En otra secuencia, que muestra de forma elocuente cómo la conjunción de miedo e ignorancia activa los peores costados de la especie humana, se exhibe una manifestación en las calles en la que los protestantes detienen el tránsito para exigir un trato más humano para los enfermos. Los transeúntes responden con repudio, dejando claro lo que muchos pensaban en aquel momento: que el VIH era el justo castigo para un montón de desviados y degenerados. La perspectiva histórica amplifica la idea: no es de extrañar que las vacunas para la covid-19 se hayan desarrollado en menos de un año y que aún hoy decenas de millones de inmunodeficientes continúen a la espera de las que podrían curar el VIH. 

El creador de la serie es nada menos que Russell T. Davies, guionista de otros aclamados títulos para la televisión, como Doctor Who, A Very English Scandal y Queer as Folk, entre otros. Pero como si fueran credenciales insuficientes, a Davies le resultó muy difícil que las emisoras aceptaran el libreto de It’s a Sin, el cual fue rechazado por varios canales durante un año entero. Channel 4 finalmente aceptó su propuesta, pero con la condición de que debía reducir los ocho capítulos del libreto original a cinco, y Davies accedió. A principios de 2021, Channel 4 anunciaba que la serie batía numerosos récords de exhibición y popularidad. Y cabe decir que –si acaso puede señalársele algún defecto– los cinco capítulos tienen gusto a poco. Ocho hubiese sido el número perfecto.

Publicado en Brecha el 17/9/2021.

jueves, 9 de septiembre de 2021

La teoría de los vidrios rotos (Diego Fernández, 2021)

Caos en pueblo pequeño



Un perito llega a una localidad ficticia, como enviado especial de una empresa de seguros. Allí acontece lo impensable: varios autos han sido incinerados en las calles del pequeño pueblo, lo que ha causado conmoción entre los vecinos. Y al protagonista le sucede algo típicamente uruguayo: a pesar de que tiene unos 30 años, comienza a ser menospreciado y ninguneado por la avejentada población local, que lo mira con hostilidad y le exige que se haga cargo de una compensación económica. En esta serie de fatídicos encuentros se suceden personajes variopintos, y la película saca a relucir un notable elenco: el comisario, interpretado por César Troncoso, quien se ve desbordado por la situación, Jenny Galván, peluquera y femme-fatale del pueblo, Robert Moré, un inspector de seguros de la competencia, Roberto Birindelli, un empresario de la soja con ínfulas de dueño del pueblo y aspiraciones políticas. Otras interpretaciones destacadas son las de Verónica Perrotta, Josefina Trías, Jorge Temponi, Carlos Frasca y Lourdes Kauffmann, actores de primera línea que dejan en claro el acierto del director Diego Parker Fernández al elegir intérpretes. 

Se trata del segundo largometraje de Fernández (El rincón de Darwin fue su ópera prima), una coproducción uruguayo-argentino-brasileña filmada en Aiguá en noviembre de 2019 y cuyo estreno se postergó hasta ahora por la pandemia. La elección de un pueblo del interior en el que se apersona un visitante foráneo remite forzosamente a otras películas uruguayas, como Mal día para pescar y Clever, que conectan incluso en ciertos climas de hostilidad generalizada y dosis de extrañeza de determinadas situaciones, aquí utilizadas con muy buen humor. Haciendo uso de ciertas coordenadas del policial, la película apunta más bien hacia la comedia y lo hace de manera acertada, contando una divertida historia que alterna un tono directamente bizarro –con puntos brillantes, como la inmersión del protagonista en un boliche bailable, o la aparición onírica de la imagen de un Temponi en la Luna, cantando como Raphael– con otros momentos más sutiles; en una escena y un diálogo casual en plena calle, podemos ver que varios personajes interactúan al fondo del cuadro y se lleva a cabo la compra de un bidón de querosén, algo que solo los espectadores atentos podrán registrar. Por su parte, tanto Troncoso como Temponi construyen con sus secundarios momentos especialmente hilarantes, y el uso recurrente de temas musicales compuestos por Gonzalo Deniz (Franny Glass) e interpretados por Humberto de Vargas proveen a la historia de un excelente contrapunto humorístico. 


El título remite a una teoría sumamente difundida y que refiere a cierto «contagio» en los actos vandálicos, a una espiral delictiva generada por la apariencia de abandono y desatención –una pared grafiteada, un edificio abandonado, o lo que sea–. En el guion, coescrito por Fernández y Rodolfo Santullo, se aplica explícitamente la teoría a hechos reales consumados en la ciudad de Melo en 2010, en circunstancias similares a las presentadas y en un marco en el que se retrata una realidad adyacente: quizá pensado en un contexto más amplio, pueda interpretarse que la impunidad de un dueño del pueblo que envenena con agroquímicos el agua y su gente a la larga provocaría un clima de desidia y vandalismo general. 

Tal vez lo que más llama la atención sea el hecho de que la película se valga de cierta estructura de whodunit –ese subgénero policial por el cual se despliegan un crimen, varios sospechosos y la incógnita de cuál de ellos es el culpable–, incluido un speech final en el que el protagonista expone los resultados de su investigación. Pero en la escena inicial pueden verse varios personajes perpetrando el incendio, lo que de algún modo boicotea el misterio propio del whodunit, algo así como un spoiler que echa a perder parte de la gracia intrínseca a esa estructura. Claro que la vuelta de tuerca final complejiza la resolución y amplía el espectro de culpables, pero lo cierto es que se pierde hasta entonces la posibilidad de que el espectador sospeche o especule. Es evidente que la narración se quiso llevar en otras direcciones, poniendo el énfasis en las características del pueblo y su carácter bizarro y opresivo, pero la película podría haber ganado omitiendo –o postergando– esa introducción.

Publicado en Semanario Brecha el 21/5/2021