martes, 22 de febrero de 2022

Festival Internacional de Cine de Rotterdam

Otro rugido 



Todos ubican al león de la Metro y sus rugidos descomunales, pero solo los cinéfilos más empedernidos sabrán reconocer al más discreto y silencioso tigre del festival de Rotterdam, que desde hace décadas acompaña el cine más radical y arriesgado del planeta. Un recorrido por algunos títulos de su selección oficial da una perspectiva de un cine diferente y particularmente valioso. 

Cuando en la pantalla aparece un símbolo de un tigre sobre un fondo negro, acompañado de las palabras Tiger Competition, significa que la película que está a punto de comenzar fue seleccionada para la competencia oficial de uno de los más prestigiosos festivales de Europa, y que muy probablemente sea una obra de calidad, sustancialmente atípica y singularmente alejada del cine comercial. El Festival Internacional de Cine de Rotterdam (IFFR, por sus siglas en inglés) así lo proclama, y desde su inauguración, en 1972, ha puesto su foco en el cine independiente y experimental, con énfasis en la exhibición de talentos nuevos y emergentes. 

El tigre es entonces una marca de calidad, pero a su vez una suerte de «alerta» para los espectadores que quizá pensaban en ver una película ligera, pasatista o de mero entretenimiento: la selección oficial de Rotterdam presenta propuestas que muy a menudo son diferentes, o lentas, o poéticas, o enigmáticas, o herméticas, o quintaesenciales, o extradiegéticas, o todo esto al mismo tiempo. 


Asimismo, cuando en la pantalla aparece el tigre, pero acompañado además de las palabras Hubert Bals Fund (HBF), quiere decir que la película se valió de una financiación del festival y recibió apoyos específicos para sus etapas de realización. Estos títulos suelen provenir de países con escasas posibilidades de producir sus propias películas. El HBF está destinado, según señala su sitio web, «a cineastas de África, Asia, América Latina, Oriente Medio y partes de Europa del Este», es decir, a las zonas pobres del mundo y, en muchos casos, con dificultades no solo económicas, sino también con la libertad de expresión coartada debido a coyunturas políticas adversas. Han ganado este fondo cineastas tan disímiles como Lucrecia Martel, Cristian Mungiu, Carlos Reygadas, Apichatpong Weerasethakul, Ciro Guerra y Albertina Carri. Uruguay es un histórico favorito de Rotterdam, y 25 Watts, Whisky, La Perrera, Gigante, La vida útil, Solo, Tanta Agua y Chico ventana también quisiera tener un submarino contaron con este apoyo. 

Este cronista ofició esta última semana como jurado Fipresci (Federación Internacional de Prensa Cinematográfica) en el IFFR, un mérito que lo condujo desde el más encendido entusiasmo a una funesta decepción al saber que el festival, por razones sanitarias, debería cambiar su modalidad presencial a una virtual y remota. Así, un viaje a Holanda con caminatas por la orilla del río Nuevo Mosa, la visita a las casas cúbicas de Kijk-Kubus, la torre Euromast y otros tantos sitios –que la imaginación no sabría invocar eficientemente– jamás podría tener parangón con la experiencia de ver 14 películas en el correr de una semana en la pantalla de una laptop en una Montevideo calcinante. 

Pero el consuelo está en el cine descubierto, aunque sea desde la distancia; la Tiger Competition ofreció títulos de variada procedencia, destacables por numerosas razones. Uno de los más divertidos y bizarros de la selección fue la israelí Kafka for Kids, una propuesta insólita que comienza como un programa televisivo infantil, en el que varios conductores, rodeados de seres extraños, objetos parlantes y un set con músicos disfrazados y colores chillones, ofrecen un recorrido por la obra de Kafka y, en particular, por La metamorfosis, ilustrándolo con animaciones y un pormenorizado y simpático análisis de la obra. El programa es tan incómodo como disparatado, pero durante su tramo final, la «transmisión» cambia completamente su rumbo, ofreciendo otro programa, en el que se plantea una denuncia aguda e inesperada respecto a las condenas en Israel a menores de edad palestinos. Así, la noción de minoridad es contrapuesta a aquel programa infantil imposible, pero quizá no tan delirante como la misma realidad. 


Otro punto alto de la selección fue la australiana The Plains, de David Easteal, un relato que transcurre casi íntegramente dentro de un auto, con la cámara fija en el asiento trasero y apuntando hacia el parabrisas, el conductor y su acompañante, y hacia el recorrido que va dibujándose hacia adelante. Durante varios días, se sigue al protagonista en su camino del trabajo a su casa; solo o con un compañero de trabajo, asistimos a sus charlas cotidianas –a veces por celular, con su esposa o quien fuere– y, paulatinamente, vamos asimilando los pormenores de su vida. El clima es totalmente envolvente y ameno, casi como un viaje en auto real, y lo cierto es que las tres horas de metraje se pasan volando. Desde el punto de vista cinematográfico, la ambientación es brillante: la sensación de realismo es absoluta y el trabajo sonoro reproduce fielmente una atmósfera de sonidos externos apagados, como si el espectador viajase al interior de una cabina o de una burbuja alienante. La historia misma remite a una vida que se desvanece, a una existencia narcotizada por la tecnología, a vidas miserables cooptadas por jornadas laborales, a un tiempo libre consumido febrilmente y sin contacto real con las personas que de verdad importan. 



Al parecer de este cronista, EAMI, de la paraguaya Paz Encina, ganadora del premio Tigre, fue una de las peores películas de la selección. Se trata de una aproximación morosa y contemplativa, enfocada en el desplazamiento de los ayoreo totobiegosode, tribu indígena que habita las regiones paraguayas del Gran Chaco. La fotografía es magnífica, pero la aproximación poética –provista de una machacante y sentenciosa voz en off– reproduce ese lugar común de indígenas depositarios de un saber infinito y ancestral, de vidas en perfecta armonía con la naturaleza, de pureza absoluta. Werner Herzog o Lucrecia Martel podrían haber tomado la misma temática y generado un relato más honesto y humano, con seres de carne y hueso, con los cuales fuera posible empatizar e identificarse. En definitiva, títulos como este no parecerían estar haciéndole ningún favor a los pueblos indígenas miserablemente desterrados. 



La china To Love Again, dirigida por Gao Linyang y ganadora del premio Fipresci, despierta con su visionado las ganas de que a algún cineasta uruguayo se le dé por filmar algo así, por ambientar una historia similar en nuestro país. Centrada en una pareja de ancianos en su quehacer diario, esta formidable película impone conflictos en apariencia triviales: la heladera se les rompe luego de muchos años de funcionamiento, una amiga enferma les habla de buscar una esposa sustituta para su marido y se impone la discusión de dónde guardar sus restos mortales una vez cremados. Estos lineamientos van revelando progresivamente un pasado traumático, marcado a fuego por la revolución cultural y por un régimen que aún hoy se cuela por los intersticios de su casa, determinando su cotidianeidad. Comprendemos que estas personas conviven con heridas abiertas y, aún en sus últimos años, con una imperiosa necesidad de sanación. 



Excess Will Save Us, de la francesa Morgane Dziurla-Petit, es, como la uruguaya El Bella Vista, un documental con algo de ficción –el porcentaje de uno y otro queda a criterio del espectador–, en el que la directora regresa a su pueblo natal y comienza a detenerse en la cotidianeidad de sus variopintos personajes. Pero lo que empieza como una típica aproximación al exotismo y la excentricidad imperante en un poblado semirrural va agregando sorpresivamente capas y más capas de oscuridad. Una matanza de gallinas, discriminaciones violentas y peleas enfervorizadas entre los personajes van dando cuenta de que, vistos de cerca, algunos pueblos chicos esconden infiernos descomunales.

Publicado en Semanario Brecha el 4/2/2022

viernes, 4 de febrero de 2022

Belle (Mamoru Hosoda, 2021)

Sin miedo al ridículo


Desde hace ya tiempo que el animé o cine japonés de animación goza de una aceptación crítica importante, y el hecho de que esta película haya sido estrenada en el Festival de Cannes y celebrada con una inmensa ovación es una señal más de la creciente aceptación de un género que, desde hace tiempo, viene desbordando de imaginación con propuestas vivas, desquiciadas y diferentes. Si bien el maestro Hayao Miyazaki, junto con su estudio Ghibli, continúa siendo la figura más destacada de este universo, desde hace unos cuantos años que lo sigue de cerca el también independiente estudio Chizu y su puntal Mamoru Hosoda, quien ha logrado películas grandiosas como Summer Wars y Wolf Children, entre otras. 

Aquí, Hosoda se sumerge una vez más en un mundo de hiperconectividad virtual –ya lo había hecho en Summer Wars–, con figuras aparentemente monstruosas y temibles pero de gran corazón –tenían gran presencia en The Boy and the Beasty Wolf Children–. En este sentido, el cuento de hadas francés La bella y la bestia le vino como anillo al dedo para continuar extendiéndose en lo que viene siendo una de sus mayores obsesiones: las apariencias físicas y la transformación del cuerpo como resultado de dolores intensos y profundos. El hecho de que los protagonistas sean principalmente adolescentes que cambian su apariencia mediante avatares en una realidad virtual no podía ser mejor trasfondo para adaptar el cuento clásico. La condena a la bestia por las hordas enfervorecidas de la historia original tiene un notable sucedáneo en las redes sociales, con su tendencia a la exaltación de la belleza y la condena o la aprobación masiva –o ambas cosas al mismo tiempo– de quienes logran captar la atención de las masas. 


Hosoda logra plasmar una historia sencilla pero rica en detalles; la desabrida cotidianeidad de una adolescente tímida y aquejada por un episodio traumático de la infancia es contrapuesta con su llegada a U, un universo virtual en el que confluyen usuarios de todo el mundo y en el que adquiere una inusitada popularidad. En este mundo, la posesión más valiosa y preciada es el avatar o imagen virtual, y un grupo de «justicieros» –algo así como la policía en esta virtualidad– amenaza a quienes alteran el orden con dar a conocer su identidad real, el único castigo que todos realmente temen y que supondría tener que asumir, ante la mirada de los demás, la identidad y el cuerpo propios. 

Hay, lamentablemente, algunos avances precipitados en la narración –la fama de la protagonista sobreviene de un momento a otro, sin transición alguna– y una representación de los cibernautas demasiado cercana a los estereotipos –la gorda solitaria y resentida que miente sobre sí misma, entre otros–, así como una celebración bastante burda y naíf del triunfo de la empatía y el cariño incondicional sobre la violencia. Esto se ve, por fortuna, compensado con una notable ausencia de miedo al ridículo, que suele ser una de las claves del vuelo de este tipo de producciones y un gran diferencial con respecto a Hollywood. Los sentimientos de los personajes son exagerados y subrayados hasta el paroxismo –aquí la influencia del manga es decisiva–; los puntos trágicos no tienen amortiguaciones forzadas; los números musicales explotan en destellos, flores y colores refulgentes. Un cine efusivo, contagioso y singularmente bello.

Publicado en Brecha el 28/1/2022