domingo, 26 de junio de 2011

Por qué Breaking Bad

El narco que llevamos dentro

Se acerca la cuarta temporada de Breaking bad, la portentosa y ácida serie que expone la transformación de un padre de familia universitario en un inescrupuloso narcotraficante. Metanfetaminas, química, humor negro, drama, noir y western son algunos de los elementos que conforman una fórmula abiertamente explosiva.

“Todo aquel que luche contra monstruos debería cuidarse de no convertirse en uno durante el proceso”. Friedrich Wilhelm Nietzsche. Más allá del bien y del mal.

El título es intraducible y puede interpretarse de varias formas: se trata de una expresión sureña de los Estados Unidos que refiere a "romper mal" al inicio de una partida de pool, y es utilizada comúnmente de manera similar a "to raise hell". Vendría a ser como “armar terrible lío”, “reventar Troya” o algo así. El verbo to break también es utilizado muchas veces para señalar un cambio de senda, un “desviarse” de ciertos lineamientos, y aquí vendría a ser un desvío hacia la maldad, la locura, la ruptura de moldes. Por este lado viene la interpretación más literal, un “cambiar para mal”, transformarse en una mala persona “echarse a perder”, “irse al carajo” en español criollo. Pero también hay otra lectura posible: break también se utiliza como “quebrantar”, “batir”, “terminar”, puede referirse al emprendimiento de combatir un mal, al proceso de doblegamiento de una enfermedad.
“Combatir cierto mal” por un lado, pero “desviándose” en el transcurso. Ahí está la esencia que caracteriza la serie. Se entra en la vieja discusión de los fines y los medios para llegar a ellos, y a la lucha contra monstruos de la que hablaba Nietzsche. Walter White es un profesor de química cincuentón, que al comenzar la serie tiene importantes problemas económicos y una vida laboral insatisfactoria, su mujer está embarazada y su hijo es parapléjico, y para colmo descubre que tiene un cáncer pulmonar terminal y debe pagar un tratamiento inalcanzable -a lo largo de las tres temporadas se impone una persistente y aguda crítica al sistema de salud estadounidense- que podría llevar su familia a la ruina. Movido por la desesperación, sin nada que perder y bajo la consigna de proveer para los suyos, comienza a cocinar su propia droga -cristales de metanfetamina- y a traficarla.
A no dudarlo: la metanfetamina es una droga muy adictiva y de importantes efectos nocivos, conduce a los usuarios consuetudinarios a un rápido deterioro físico y mental, y puede provocar daños cerebrales irreversibles. La elección de la droga no es casual, en Estados Unidos se ha expandido el consumo de esta sustancia en los últimos años, y existe un estrecho vínculo entre su abuso y la criminalidad. Para este caso, entonces, es poco discutible el efecto pernicioso de la figura del dealer. Es así que la serie se centra en una evolución, en la paulatina transformación de un padre de familia de clase media en un narcotraficante de los pesados. Y el acierto fundamental de los creadores está en hacer hincapié en su racionalidad y en el cuidado con el que procede. Walt es un hombre coherente, un frío estratega, un brillante analista que permanentemente sopesa opciones, adversidades y consecuencias. Es así que, invitando al espectador a razonar junto a él, se plantea una paulatina degradación moral que a su vez es perfectamente comprensible, lógica. El increíble proceso de “normalización” del delito, hecho carne; la corrupción, esa característica tan humana, expuesta con cuidados y parsimonia. Heisenberg, el apodo mafioso del protagonista, refiere al científico que enunció el principio de indeterminación, aquel que dice que el electrón puede ser a la vez partícula y onda. Como Walt, que puede ser al mismo tiempo narcotraficante y padre responsable.


TV de calidad. Hoy en día es sorprendente la manera en que muchas series compiten en calidad con el mejor cine concebido. En Estados Unidos no tienen parangón en cuanto al nivel de los actores -¿dónde estaba escondida toda esta gente?- la coherencia guionística y estética, el trazado y la evolución de los personajes; lo más resaltable, de todos modos, es que exista una apuesta a la inteligencia del televidente –marcada por la ausencia de reiteraciones o redundancias en los planteos, por ejemplo, o por la voluntad de sugerir en vez de dar todo digerido-. El definitivo desdibujamiento de buenos y malos, la notable exposición de motivos y de causas para comportamientos cuestionables o atípicos son también puntos fuertes.
Breaking bad cuenta con media docena de personajes inolvidables, como Skyler, la poco predecible esposa de Walt; o Pinkman, un inconsciente y desacatado socio que esconde ciertos principios morales; Gus, otro amable aunque implacable narcotraficante disfrazado de gerente de locales de comida rápida; el abogado-delincuente Saul Goodman, que se roba la serie con cada aparición, o el imprescindible Hank, un adorable agente de narcóticos que además de ser el enemigo natural del protagonista es también su familiar. La esencia del noir se impone: antihéroes, acercamientos a la criminalidad, contenidos truculentos. Pero también tienen presencia algunos elementos del western a lo Leone, con matones al acecho clamando, en vistosos parajes desérticos, por las cabezas de los protagonistas. A diferencia de otras series, no es fácil dar con una “estructura” que se repita en los libretos, y la mutación constante y el imprevisto están a la orden del día. Las habilidades químicas que ayudan a Walt a resolver situaciones a lo MacGyver, marcan un parentesco con tantas otras series como House, Lie to me o CSI, en donde la erudición particular en determinada área marca la agenda narrativa. Pero estas circunstancias son solamente eventuales y hay capítulos enteros en que esas pericias no tienen aparición.
Se comienzan las temporadas con episodios de fuerte dramatismo, luego se modera la marcha y los ritmos se calman un poco para permitir que los personajes evolucionen, y finalmente se arremete con episodios cargados de giros de guión, acción y sorpresas acumuladas. Los cambios visibles de una temporada a la otra son abismales y es por eso que Breaking bad no da indicios de que los guionistas estiren la serie innecesariamente, o que se repitan ciclos inconducentes.


Sin vuelta atrás. La serie llegó a un atractivo punto en que no hay redención posible –aunque quizá sí la haya para Pinkman, justamente el personaje presentado originalmente como el yonkie, “perdido” de antemano-. No es menor el detalle de que el cáncer de Walter haya desaparecido prácticamente, como muestra de que ya no es la desesperación o la inminencia de la muerte lo que lleva al protagonista a continuar con su tarea. La familia burguesa ya está corrupta hasta el esternón y no hay giro en U imaginable que pueda hacerlos recapacitar. Se vislumbran entonces tres desenlaces posibles. Uno moralista en el que no quede nadie en pie, en el que Walt pague por sus crímenes con la cárcel, la muerte o peor aún, con una muerte en vida en la que se vea agobiado por las culpas; uno más bien intermedio en el que se opte por exiliarlo a él y a su familia en algún país remoto -esto es lo más probable si se quiere evitar una radical tragedia-, o uno políticamente incorrecto, irónico y realmente impactante, con los personajes siguiendo con sus negocios millonarios, instalados en su discreta vivienda de Albuquerque, Nuevo México, continuando una cómoda vida de narcotraficantes sin que nadie llegue a descubrirlos. Sea cual sea la opción, pocas cosas podrían alterar el hecho de que Breaking bad sea de las series más redondas y brillantemente concebidas de los últimos tiempos.

Publicado en Brecha el 24/6/2011

jueves, 23 de junio de 2011

La búsqueda de lo intolerable


Como ya dije en un post reciente, el director mexicano Carlos Reygadas y el argentino radicado en Francia Gaspar Noé comparten en común algunas cosas. Ambos han sido catalogados como cineastas “malditos” por la prensa especializada. Los dos se dieron a conocer con un par de películas resistidas, chocantes y polémicas (Noé con Solo contra todos e Irreversible y Reygadas con Japón y Batalla en el cielo). Mientras el mexicano inquietaba a su audiencia con atípicas escenas de sexo, el argentino shockeaba al espectador con violencia cruda y realista. Ambos buscaron la incomodidad, y la lograron con creces. Si bien la crítica no supo bien qué hacer con estos cineastas –que daban muestras indudables de talento y de tener buenas ideas- lo cierto es que los detractores debieron cerrar sus bocas cuando surgieron sus últimas obras, imponentes e imprescindibles: Luz silenciosa –exhibida recientemente en Cinemateca- y Enter the void, que pide a gritos ser estrenada en un cine montevideano.
Como en su momento hubo un Buñuel, un Fassbinder o un Pasolini dispuestos a desconcertar y revolver estómagos, hoy hay directores como Takashi Miike, Lars von Trier, Todd Solondz, Noé y Reygadas que continúan ese legado de transgresión y de redimensionamiento del audiovisual. Cada ruptura, cada límite mental atravesado es un avance cultural que mueve al espectador a conocerse mejor a sí mismo y el entorno en el que vive. Los mejores directores malditos son aquellos que no sólo logran irritar, sino incomodar y que el espectador se lleve a su casa una espina puesta. Decía Pasolini que es mucho mejor llegar a la incomodidad que a la indignación: el cine que indigna no es demasiado efectivo, ya que la indignación se impone pero también se pasa pronto; en cambio la incomodidad se queda y prevalece. Cronenberg, por su parte, dice que el hombre aprende cuando llega a los extremos y que por eso mismo el arte debe apuntar a evitar todo lo que tranquiliza, y va más allá aún alegando que un artista debe dar lo que el espectador no sabe que quiere, algo que la próxima vez podrá saber que le gusta, aprendiendo a valorarlo.
Se dice también que el cine es una herramienta política muy útil, no en el sentido en que logre que la gente se movilice o que sea capaz de propiciar grandes cambios en el corto plazo, sino en el sentido de que influye en la manera de pensar, y ayuda a percibir el universo que nos rodea. Es por estas razones que se vuelve tan importante que a nivel artístico existan exponentes malditos dispuestos a trastocar nuestros esquemas mentales y patear bien nuestras seguridades.


Gaspar Noé tuvo la mejor publicidad imaginable gracias a reacciones negativas que generó su obra. Se hablaba de vómitos y desmayos en Cannes cuando se estrenó su película Irreversible, y tanto ella como Solo contra todos son obras capaces de lograr una fuga masiva de espectadores de las salas. ¿Qué mostraba Noé? Una violación en tiempo real, sin cortes, violencia contra menores y contra una mujer embarazada. Ahora bien, ¿está muy mal querer mostrar algunas de las facetas más oscuras de la realidad? ¿Es éticamente incorrecto el golpe bajo cuando lo que se busca es hacer pensar en este bicho revuelto, contradictorio e indigesto que es el ser humano?
Carlos Reygadas logra la incomodidad desde otro ámbito: el sexo. Y lo curioso es que no muestra ninguna práctica que escape a lo común. Pero lo que choca en su cine es la elección de los implicados. Parejas que estéticamente son el extremo opuesto a lo que los parámetros dominantes de belleza nos tienen acostumbrados, y en algunos casos con grandes diferencias de edad -en Japón tienen relaciones un hombre de unos cincuenta años con una mujer cercana a los setenta; en Batalla en el cielo, una adolescente con otro cincuentón- seres que, según los cánones, no merecerían tener sexo, menos que menos ser exhibidos en esas prácticas. La brutal incomodidad que despierta Reygadas lleva a pensar hasta qué punto nuestra percepción está moldeada por lo estéticamente aceptado, y cómo una pequeña variación en los estándares puede llegar a causar reacciones incomprensibles.
Es necesario analizar el shock. Cuestionarlo, ver por qué razón es tal, qué mecanismos psicológicos activa y por qué. Si ese golpe viene acompañado de una intención o un mensaje por parte del artista o, si en cambio, es pura gratuidad.
Para los casos referidos, creo que la experiencia vale la pena.


Publicado en revista Noteolvides 6/2011

domingo, 19 de junio de 2011

Go get some rosemary (Ben Safdie, Joshua Safdie, 2009)

Cálido e indigesto

Al igual que la también notable e independiente Keane (Lodge Kerrigan, 2004), esta película se centra en un hiperactivo personaje que llama constantemente a la incomodidad. Pero si el protagonista de Keane merecía ser puesto en un psiquiátrico de inmediato, el aquí presente es un hombre más bien sociable, simpático, exitoso con las mujeres, un trabajador perfectamente integrado a la sociedad en la que vive. Pero eso no quita que sea una persona con problemas. Como padre divorciado sólo le está permitido ver a sus hijos durante quince días en un año, sus amistades parecen exasperarse con algunos de sus comportamientos –exceptuando quizás, los que son tan inmaduros como él-, y sus novias aparentan ser ocasionales y efímeras. Podría decirse que es de la clase de personas que, a la larga, termina sacando de quicio a cualquiera.
Como en otras películas recientes como Por tu culpa de Anahí Bernerí o Submarino de Thomas Vinterberg, se trata el tema de la responsabilidad paterna o, mejor dicho, la ausencia de ella, y al igual que en ellas se utiliza, con acierto, la irresponsabilidad crónica como fuente permanente de tensión. Y es que Lenny, de 34 años, (un notable Ronald Bronstein) hace todo lo que un padre no debería hacer: expone a sus hijos de siete y nueve años a situaciones de riesgo, juega al squash con ellos, los manda al supermercado con cincuenta y cinco dólares en el bolsillo en un barrio en el que a él mismo lo robaron a punta de revolver –de aquí la despreocupada expresión “andá a buscar un poco de romero”, del título- y cosas peores. Pero su irresponsabilidad no queda solo en eso; también se refleja en la ausencia total de disciplina hacia ellos, en la imposibilidad para prever situaciones conflictivas, en su incapacidad para ponerse en sus lugares.
Los hermanos Ben y Joshua Safdie se inspiraron en experiencias propias con su padre para filmar esta película, y aseguraron haber hecho un gran esfuerzo para recordar muchos de los hechos que en ella fueron expuestos -quizá el que no haya visto el filme debería dejar de leer por aquí, ya que se cuenta el final-. La película parece ambientarse a comienzos de los noventa, y como en el inesperado desenlace, su mismo padre los secuestró, en su desesperada necesidad de estar junto a ellos. De todas maneras, hoy los hermanos dicen haberlo perdonado pese a su inestabilidad y a su ineptitud patológica y, en cierto sentido, la película también es un homenaje y una declaración de amor. Los directores logran que no lleguemos a odiar a este personaje tan particular, cálido pese a todo, preso de sí mismo y de las circunstancias adversas que lo dominan. Con altura y haciéndole justicia a su maestro John Cassavetes, los jóvenes hermanos logran despertar interrogantes sin respuesta acerca de este amable, ciclotímico, indigesto, contradictorio ser, grande como la vida y cuestionable como todos y cada uno de nosotros.

Publicado en Brecha el 17/6/2011

sábado, 11 de junio de 2011

Enter the void (Gaspar Noé, 2009)

Un fantasma que recorre oriente


Éste debe de ser el primer largometraje del director argentino radicado en Francia Gaspar Noé que puede verse sin temor. Es lógico que luego de las traumáticas experiencias de Sólo contra todos e Irreversible haya muchos que no quieran ni acercarse a su obra, pero cierto es que aquí la violencia no llega a los intolerables parámetros de los precedentes, y queda claro que no existe por parte de Noé una búsqueda tan deliberada de la indigesta y el shock.
Desde su mismo inicio, Enter the void es una experiencia inigualable. Los estridentes sonidos electrónicos de Daft punk se coordinan con grandes letras multicolores que titilan como luces estroboscópicas sobre un fondo negro, causando conmoción. En ese comienzo todos los créditos –los que normalmente aparecen al final- se suceden a una velocidad inusitada, sin que se pueda leer lo que dicen ni haciendo el esfuerzo. No recomendable para espectadores epilépticos, ese impactante comienzo ya da buenos indicios de que esta película va a escapar a cualquier cosa vista con anterioridad. Y es una idea que se continúa sin pausas hasta el final de la película.
Enter the void nos lleva, literalmente, a ver el mundo desde la perspectiva de un muchacho de unos veinte años. La cámara se ubica donde estaría su óptica, se reproducen sus parpadeos; si cierra los ojos por un rato la pantalla se torna oscura. El chico, además de ser un dealer, es un drogadicto. Y desde la primera escena empieza a consumir sustancias: DMT -dimetiltriptamina, para muchos, la droga más potente del mundo- y píldoras de GHB –Gamahidroxibutirato, un psicotrópico sedante-, y se mueve en un mundo en que el éxtasis y la cocaína fluyen como el agua. Es así que el espectador es llevado a colocarse en su psiquis durante sus viajes lisérgicos. Se entra al vacío, a un mundo alucinante donde abundan las imágenes abstractas y formas sugerentes que refulgen en un colorido cambiante. Sólo comparables a las más voladas escenas de 2001: odisea del espacio y a algunas de The fountain de Darren Aronofsky, estos pequeños clips dan muestras de la inagotable imaginación audiovisual del director. No es conveniente contar una de las sorpresas iniciales del guión, por lo que es mejor nombrar solamente que la película propone una historia de pactos de sangre, incesto, traición, muerte y resurrección, que se traza un interesantísimo cruce entre oriente y occidente –los protagonistas son norteamericanos instalados en Japón- que hay flashbacks permanentes y saltos temporales, y que abundan las escenas de alto contenido sexual. Que un fantasma deambula contemplando el mundo de los vivos y su propia vida, y que El Libro tibetano de los muertos es el sustento literario para una experiencia mística mayor.


Con Gaspar Noé ocurrió lo mismo que con el también maldito Carlos Reygadas. Ambos se dieron a conocer con dos películas incómodas y revulsivas, (Reygadas con Japón y Batalla en el cielo) ambos fueron tildados de terroristas y asusta-viejas -Reygadas por su atípico contenido sexual y Noé por su uso de la violencia extrema-, y la crítica en general no supo si tomarlos en serio ni qué hacer con ninguno de ellos. Pero con sus impactantes terceras películas, Luz silenciosa y Enter the void, taparon la boca de todo el mundo y se hizo imposible seguir ignorándolos. Gracias a una inagotable batería de recursos, Noé logra aquí planos secuencias imposibles –se recomienda especialmente acercarse también a los notables cortos y videoclips que dirigió, disponibles en Internet, en los que experimenta con efectos visuales portentosos - y conjuga animación digital con filmación real sin perder la unidad estética ni que se sienta el cambio o el artificio en ningún momento.
Como no podía ser de otra manera, la alucinada inmersión propuesta por Noé se convierte prontamente en un mal viaje, en una pesadilla, dando forma a una imprescindible, tentadora, adictiva y polimorfa odisea; un onírico trozo de muerte de dos horas y media, que pide a gritos ser estrenado en el cine.


Publicado en Brecha el 10/6/2011

domingo, 5 de junio de 2011

¿Qué pasó ayer? Parte II (The hangover: Part II, Todd Phillips, 2011)

Remakes nunca fueron buenas


La fórmula ganadora de la notable ¿Qué pasó ayer? quedó intacta para esta secuela. Los tres mismos personajes atraviesan una amnésica jornada en la que reconstruyen una noche de descontrol y juerga extrema. Otra vez perdieron a uno de los integrantes del grupo, otra vez se encuentran con desconocidos que los recuerdan con cariño y con otros que corren tras sus cabezas, una vez más recorren lugares inverosímiles, siguiendo pistas que los guían por caminos absurdos. De vuelta el desmadre es soslayado, y la más desaforada acción no se muestra; mediante indicios el espectador, junto a los protagonistas, logra hacerse una idea de los sucesos precedentes.
Si antes la acción se centraba en Las Vegas, aquí los compañeros se movilizan a Bangkok, Tailandia, con motivo de las nupcias de otro de ellos. No es casual que el punto neurálgico de la prostitución y el turismo sexual haya sido el elegido para esta secuela, más allá del atractivo paisajístico que tenga para ofrecer la ciudad. Si bien los personajes no van al país con otra intención que asistir al casamiento, la película podría ser leída como una invitación a perderse en el descontrol y la desregulada oferta sexual de la capital, y como otra desgraciada mirada hedonista y etnocéntrica, de esas que retroalimentan una realidad social acuciante y lamentable.
Cabe apuntar que los guionistas, al ser conscientes de que están repitiendo prácticamente al dedillo los elementos de la entrega anterior, redoblaron la apuesta por el desenfreno extremo, llegando a giros de guión que fuerzan demasiado la verosimilitud. Uno de los protagonistas es baleado, a otro se le corta un dedo, se ven implicados en una trama de narcotráfico y venta de armas, -con policía infiltrado incluido- y un sinfín de elementos inconexos que, acumulados, delatan una voluntad de impresionar más que de dejar un libreto coherente. De esta manera, la pesquisa “policial” se ve enormemente perjudicada. Asimismo, los personajes están mucho menos trabajados y tienen reacciones poco creíbles, como las muecas y el griterío histérico de Ed Helms, en un rol demasiado desencajado para lo que solía ser su personaje.
Dejando de lado estos (nada menores) detalles, queda aún algo de ese fulgor que caracterizaba la entrega anterior. Las cambiantes situaciones y locaciones impiden que la atención decaiga. El director Todd Philips integra buen ritmo, una incorrección política estimable –basada en el lado oscuro de los maridos pulcros, atentos y “perfectos”-, aire fresco y una vitalidad festejante. Muy lejos de su precedente pero sin dudas algo mejor que la anterior película del director –Todo un parto con Robert Downey Jr.- ¿Qué pasó ayer? Parte II, tiene la energía suficiente como para que la experiencia sea llevadera a pesar de todo.

Publicado en Brecha el 3/6/2011