viernes, 30 de diciembre de 2022

Cine de género “elevado”

Reconocimiento ascendente

Lo que se entiende como “cine de género” (principalmente el terror, la ciencia ficción, la fantasía y los thrillers) siempre ha sufrido transformaciones, y arrojó a lo largo de la historia grandes películas. Pero recientemente se ha venido hablando de una “nueva” división, por la cual determinadas películas entrarían en lo que se denomina “elevated genre”; en criollo,“género elevado”.

The Head Hunter (2018)

The Head Hunter (2018), de Jordan Downey, es una excelente película estadounidense, lograda con recursos escasos, pero con una inventiva descomunal. Trata sobre un guerrero que, armado con su espada y su pesada armadura, recorre parajes agrestes, persiguiendo al monstruo que asesinó a su hija. Pero el abordaje es minimalista, quizá haya solamente unas cuatro o cinco líneas de diálogo en toda la película y la acción se concentra, casi sin excepciones, en el quehacer cotidiano de este caballero. Para sorpresa (y decepción) de muchos espectadores, las batallas ocurren fuera de campo, y sólo podemos deducir qué ocurrió en ellas por el estado anímico del cazador, qué es lo que hace, cómo trata sus heridas, cómo dispone sus trofeos en la cueva que utiliza como refugio. Es sorprendente la forma por la que todo un universo fantástico va iluminándose a partir de pequeños detalles, tratados concienzudamente desde una meticulosa puesta en escena.

Es ridículo pensar que una película de estas características logre algún tipo de recaudación en las taquillas comerciales o funcione con grandes públicos. Sin embargo, The Head Hunter hizo un envidiable recorrido a través de festivales fantásticos, cosechando premios en varios de ellos. Quizá estos sean los lugares naturales de este tipo de cine, y el sitio donde se encuentra a un público “receptivo” a propuestas así de diferentes. Sitges, festival de referencia en lo que concierne a cine fantástico* ya tiene una sección dedicada específicamente a este tipo de películas: “Noves visions” la cual reúne títulos que “apuestan por la experimentación, los nuevos lenguajes y formatos y la hibridación de géneros”. 

Bones and All (2022)

Si contamos la sinopsis de la recientemente estrenada Hasta los huesos, de Luca Guadagnino, podríamos pensar que es una “de terror”. Básicamente, una historia de adolescentes caníbales que salen a la ruta, matan gente y se sumergen en unos cuantos festines gore. Pero esta película también reúne varias características que permiten encasillarla dentro de lo que se considera últimamente como “terror elevado”: en primer lugar, una factura técnica sobresaliente, con grandes despliegues en la dirección de arte y la fotografía. Segundo, actuaciones notables, algo más bien difícil de encontrar en las películas ordinarias del género. En tercer lugar, un libreto esmerado en esbozar perfiles psicológicamente densos, y conflictos humanos creíbles. Cuarto: pretensiones poéticas y artísticas evidentes. Y por último: un contenido fuertemente alegórico.

Pero quizá la característica más relevante de todas sea que estas películas no están concebidas como un mero espectáculo, y que por tanto no despliegan sus baterías hacia lo que en el mainstream se entiende como clímaxes convencionales; hacia los sobresaltos, las escenas de acción, las batallas, los enfrentamientos épicos o las catarsis gore. Estos ítems pueden llegar a estar presentes, pero serían un elemento más bien circunstancial o accesorio para inquietudes personales que se busca plasmar y transmitir.

Tiene sentido que directores que hoy tienen cuarenta o cincuenta años y que nutrieron su adolescencia con Spielberg, Zemeckis, Cameron, Paul Verhoeven, Wes Craven, Joe Dante, John McTiernan y Harold Ramis sean apasionados del cine de géneros. Pero también lo tiene que hoy planteen propuestas más maduras, acordes con las inquietudes que viven y atraviesan, y que no se queden estancados en aquel universo nostálgico. Este cine de géneros “elevado” y “de autor” tiene notables exponentes en todo el mundo, incluido Latinoamérica. En Argentina, películas como Muere monstruo muere, de Alejandro Fadel, El prófugo, de Natalia Meta, Cielo rojo (gigantes de metal) de Marcelo Leguiza, Historia de lo oculto, de Cristian Ponce, El eslabón podrido y El apego, de Javier Diment, o cualquiera de las logradas por la talentosa Jimena Monteoliva (Clementina, Matar a un dragón, Bienvenidos al infierno) entrarían tranquilamente en la categoría. En Brasil, la cineasta Juliana Rojas sobresale con una producción intachable: Trabalhar cansa, Sinfonía de la Necrópolis y Las buenas maneras son títulos difícilmente superables, en los que se vale de hombres lobo, zombies y monstruos para generar historias conmovedoras y reflexivas. En Uruguay no hemos visto aún largometrajes con estas características, pero sí cortometrajes: Jeremías Segovia se desempeña notablemente en este registro, con títulos como T is for Time, La mujer rota y La hora azul, y lo mismo puede decirse respecto a Lucía Garibaldi y los inquietantes Negra y En busca del obsesor.  

Der Nachtmahr (2015)

No han sido pocos los cineastas que han utilizado recientemente seres monstruosos como metáfora de sentimientos ocultos, enquistados y pútridos, y esto puede verse en grandes películas como la brasileña Trabalhar cansa, la mexicana La región salvaje, de Amat Escalante, la alemana Der Nachtmahr, de Achim Bornhak y varias otras. Es probable que estos cineastas no hayan intercambiado ideas entre sí ni visto las producciones de sus colegas de otros continentes; se vuelve evidente que en el imaginario ya se ha instalado el fantástico como vehículo para expresar, mejor que de ninguna otra manera, ideas íntimas y personales.

A24 es una productora independiente, que desde hace años se destaca como una de las más importantes factorías de cine de calidad de Estados Unidos. Varios de los más importantes directores de la actualidad, como Kelly Reichardt, Sean Baker, los hermanos Safdie o Joanna Hogg producen y distribuyen de la mano de A24. Pero lo más interesante es cómo en los últimos años la productora se ha ido alineado con este cine de géneros tan peculiar, impulsando películas del argentino Gaspar Noé (Climax) o el griego Giorgos Lanthimos (La langosta, La matanza de un ciervo sagrado), y propulsando las carreras de grandes talentos del cine de terror actual como Ari Aster (Hereditary, Midsommar), y Robert Eggers (La bruja, El faro), o de la fantasía como David Lowery (A Ghost Story, The Green Knight). Otros títulos sobresalientes de A24 son la espectacular Men, de Alex Garland, la terrorífica Saint Maud, de Rose Glass, el thriller extremo Green Room, de Jeremy Saulnier, y la muy lograda e inteligente X, de Ti West. Al día de hoy, muchos identifican a la productora con el elevated genre, y por cierto, buena parte de los adeptos al cine de géneros más mainstream y convencional se apuran a descalificarlo como un cine soporífero y aburrido.

Es sumamente interesante cómo esta creciente producción ha ido generando resistencias. La sola existencia de un rótulo específico para definirla ha provocado reacciones adversas de todo tipo, y algunos analistas han señalado -no sin razón- que el cine de géneros siempre presentó películas jugadas, diferentes y descomunales -es decir, “elevadas”- y claro, ahí están El gabinete del Dr. Caligari, Metrópolis, Vampyr, Vértigo, Psicosis, El bebé de Rosemary, 2001 odisea del espacio, Posesión y Don’t Look Now, como pruebas irrefutables. De hecho, sería muy difícil establecer con claridad dónde se origina este elevated genre, o cómo se fija como una nueva tendencia. Pero es muy probable que el canadiense David Cronenberg tenga algo que ver, ya que transita un sugerente body-horror desde hace años, que el austríaco Michael Haneke, quien ha sabido jugar con los géneros para lograr varias de las mejores películas de las últimas décadas (Funny Games, Caché y La cinta blanca) también haya tenido su peso, y que otro tanto ayudó el coreano Bong Joon-ho (Memories of a Murder, The Host). El reconocimiento internacional a estos cineastas parecer haber abierto, en este sentido, unos cuantos caminos.

Saint Maud (2019)

Otros grandes exponentes del género elevado de la actualidad son el laureado director estadounidense Jordan Peele (Get Out, Us, Nope!), la australiana Jennifer Kent (The Babadook, The Nightingale), el ruso Kirill Sokolov (Why Don’t You Just Die?, No Looking Back), la neozelandesa Rosanne Liang (Do No Harm, Shadow in the Cloud), y por supuesto, la francesa Julia Ducournau, nada menos que la ganadora de la palma de oro, mayor galardón de Cannes, por su incalificable Titane. Sirvan o no los rótulos, claro está que sólo aparecen cuando algo importante está sucediendo.


*En rigor, los festivales de cine “fantástico” suelen tener entre sus propuestas no sólo películas de fantasía y terror, sino también de acción, de artes marciales, spaghetti westerns y hasta películas de autor apenas vinculada con lo propiamente fantástico por una o dos escenas.

Publicado en Brecha el 27/12/2022

martes, 27 de diciembre de 2022

Cartelera recargada

Como si de un embudo se tratase, el diciembre montevideano suele reunir una inmensa cantidad de actividades culturales. Todo lo que no ocurrió durante el año se ve apiñado y comprimido en un par de meses, y las carteleras de cine son hoy un claro reflejo de ello, puesto que ofrecen varias de las mejores propuestas del año. Destacamos y recomendamos tres de ellas. 



Ennio (Giuseppe Tornatore, 2021). El compositor y director de orquesta italiano Ennio Morricone tuvo dos atributos que suelen ser muy atractivos para los abordajes biográficos: orígenes humildes y cierto sentimiento de inferioridad. Esto genera algo interesante: la envidia que a priori podría despertar su desmesurado éxito se ve anulada con empatía y hasta cierto aprecio hacia su persona. Y he aquí uno de los grandes aciertos del documental Ennio: el maestro: se le da mucho espacio en cámara a Morricone, a su inseguridad, a sus miedos y frustraciones vitales. Su relato tiene así algo de epopeya, con varios lugares comunes de las historias de los self-made men. Con cariño y devoción, el director Giuseppe Tornatore –quien trabajó junto con él en varias películas, incluida la icónica Cinema Paradiso– le rinde homenaje repasando su vida y obra durante casi tres horas de metraje. 

El abordaje es convencional y casi televisivo: una infinidad de entrevistas, fragmentos fílmicos, montañas de material de archivo se suceden, con un formato de cabezas parlantes, imágenes remasterizadas y voces en off. Como Morricone musicalizó cerca de 500 películas, la galería de personajes célebres que trabajaron junto con él es interminable, y todos sin excepción parecen venerarlo como a un dios. 

Pero esta película atina principalmente gracias a una característica infrecuente: unifica la cinefilia con la melomanía, y parece cuidar por igual ambas pasiones, ampliando, de esta manera, su público potencial. Los aficionados de una u otra de las artes (o de las dos) se verán así satisfechos. Asimismo, el documental iguala la grandeza del músico con sus propias dimensiones: largo y grandilocuente como la mismísima obra de Ennio. Así, el descomunal trabajo del compositor pareciera quedar equiparado con una desmesurada labor de entrevistar, recopilar, estructurar y editar un cúmulo inabarcable de material. 

Otro mérito no menor es que, en su abordaje, Tornatore no parece temerles a las descripciones técnicas; más allá de los elogios recogidos, buena parte del metraje se basa en descripciones musicales, en las que la terminología abunda en arpegios, pizzicati, contrapuntos, etcétera, que dan sustancia y fundamentan tanta adulación. Además, los entrevistados tararean y cantan, algo probablemente estimulado por el entrevistador. Esto, sin dudas, agrega gracia y frescura en buenas dosis. 

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Ella dijo (She Said, Maria Schrader, 2022) Así como Argentina, 1985 fue una propuesta clásica, bien lograda y efectiva, Ella dijo plantea, de la misma manera, una atractiva investigación basada en un hecho real. En este caso, las protagonistas son periodistas de The New York Times e inician su labor en la historia que ayudó a lanzar en 2017 el movimiento #MeToo y que desmanteló el caso del depredador sexual Harvey Weinstein, así como el silencio sistémico que lo amparaba y en el que Hollywood se encontraba inmerso. 

No puede negarse que lo perfectamente previsible, siempre que esté bien logrado y articulado, ofrece cierto placer. Y, en ese sentido, esta película cumple sus cometidos con creces: da exactamente eso que uno espera ir a ver si ya leyó la sinopsis o vio los tráileres, si conoce los parámetros del género y sabe más o menos de qué viene la cosa. Con actuaciones notables, buen ritmo, una trama ágil y siempre interesante, con un libreto inteligente que avanza sin facilismos ni subrayados, Ella dijo incluso emociona en varias de sus escenas clave. 

En un momento de la investigación, tres testigos fundamentales se encuentran muy lejos de la redacción de The New York Times, respectivamente en Silicon Valley, Londres y Gales. Las entrevistadoras deben tratarlas presencialmente, ya que suele ser muy difícil convencer, vía telefónica y desde un sitio remoto, a una persona de que se anime a denunciar públicamente a una figura poderosa, máxime si fue víctima de abuso sexual. Ante la gran dificultad locativa, la editora jefa les dice a sus periodistas: «Prepárense para viajar», lo cual, traducido al criollo, quiere decir: «El New York Times les pagará el viaje para que puedan hacer sus entrevistas». Esto da la pauta de la lejanía de un periódico de primera línea, económicamente redituable y leído masivamente, respecto de la amplia mayoría de los medios periodísticos del mundo. La distancia suele ser grande, inmensa o colosal, según con qué medio de prensa queramos compararlo. En momentos en que la crisis del periodismo es prácticamente una catástrofe, en momentos en que las fake news se viralizan y los medios no pueden costear un boleto interdepartamental –mucho menos oficiar en su histórico papel de contrapeso del poder–, películas como esta (o como Spotlight y tantas otras) nos recuerdan la importancia de la supervivencia del periodismo, pero también nos dan una imagen radicalmente falsa sobre el estado de salud de las redacciones del mundo. 



El japonés Ryusuke Hamaguchi debe de ser de las revelaciones más importantes del cine actual y un director que viene ganando una creciente aceptación crítica mundial. Su película Drive My Car le valió el Oscar a mejor película extranjera en 2022, suceso que opacó a nivel mundial el estreno de esta La rueda de la fortuna y la fantasía, lanzada en 2021, y que quizá sea tan buena como la otra, o incluso mejor. Hamaguchi se alza, con esta película, como un sucesor de un estilo naturalista y casual que pulieron y perfeccionaron Éric Rohmer y Jacques Rivette, y cuyo mayor heredero fue hasta el momento el coreano Hong Sang-soo. Pero Hamaguchi toma la posta y parece rendir un homenaje a la altura de estos nombres, obsequiando un cine de conversaciones casuales y encuentros fortuitos, en el cual es imposible no verse seducido por cada una de las anécdotas desplegadas. 

Como en Las citas de París, como en Oki’s Movie, como en En otro país, la estructura es episódica y la verdadera sustancia está en los gestos, en diálogos que dicen determinadas cosas, pero esconden muchas otras, en pequeñas inflexiones en la voz, en una economía minimalista de recursos. El talento de Hamaguchi dirigiendo actores es descomunal, y cada uno de los tres capítulos presenta personajes aparentemente ordinarios, que acaban involucrándose en situaciones incómodas y sorprendentes. Hamaguchi utiliza la sobreabundancia de protocolos del trato japonés ordinario y los atraviesa con afirmaciones inesperadas por parte de sus personajes, a menudo crueldades terribles u ocurrencias que descolocan y que, asimismo, revelan psicologías complejas y comportamientos enigmáticos. En cada una de las historias, personajes femeninos casi inescrutables ofrecen material suficiente para análisis psicológicos profundos y para debates interminables sobre qué, por qué y cómo. La rueda de la fortuna y la fantasía, como indica su título, nos habla sobre el azar y la magia presentes en la vida cotidiana, y cómo pueden llegar a ser mucho más desconcertantes y sustanciosas que las más elaboradas ensoñaciones.

Publicada en Brecha el 9/12/2022

El suplente (Diego Lerman, 2022) y Aftersun (Charlotte Wells, 2022)

Los mejores regalos

Con propuestas fílmicas como estas, la mejor forma de aprovechar el tiempo y de zafar un poco de la locura de fin de año es meterse adentro de un cine. Provenientes de lugares muy distintos, dos películas inteligentes y necesarias, que recomendamos efusivamente.


Diego Lerman es uno de los más importantes y comprometidos cineastas del país vecino. Un director que ya desde hace tiempo viene desempeñándose en un cine social naturalista y de corte dramático, con gran sentido del suspenso, muy buen ritmo y un notable empuje narrativo. Sus títulos más sobresalientes son Tan de repente (2002), La mirada invisible (2010), Refugiado (2014) y Una especie de familia (2017), a los que cabe sumar esta notable El suplente. Aquí la anécdota se centra en Lucio (Juan Minujín), un prestigioso profesor de literatura de la universidad, quien decide asumir un cargo como suplente en una escuela de los suburbios de Buenos Aires, en la zona sur del conurbano. Así, el protagonista se enfrenta al desafío de impartir literatura en un contexto difícil, a lo cual se suman conflictos personales con su hija adolescente, la preocupación por el estado de salud de su padre y, por si fuera poco, la presencia creciente de un narcotraficante en la zona.

Diego Lerman ya se había acercado al universo de los liceos en la excelente La mirada invisible, ambientada en 1982 en el Liceo Nacional Buenos Aires y en un clima de represión y vigilancia. Pero aquí es casi lo opuesto: los alumnos no manifiestan interés alguno por las clases y cuestionan y desafían constantemente la autoridad de los profesores. Lucio se encuentra con alumnos que duermen en sus bancos por haber trabajado toda la noche en una fábrica, que usan el celular en clase, que opinan que la literatura «no sirve para nada». Es notable cómo el profesor, un burgués ingenuo y de buenas intenciones, parece a priori incapaz de entender la sensibilidad de sus alumnos: en una de sus primeras clases, lee un poema de Juan Gelman y se da de frente contra un muro de apatía por parte de un alumnado disperso y que no puede dar sentido a los versos enunciados.

La película toca con altura temas cruciales de la enseñanza en contextos críticos. Luego de que se descubre que algunos alumnos son dealers y que trafican drogas en los baños y en los pasillos de la institución, los profesores reunidos opinan y conforman dos bandos específicos: por un lado, quienes creen que a esos alumnos vinculados al narcotráfico hay que echarlos inmediatamente, y, por otro, quienes, por el contrario, sostienen que a nivel institucional hay que hacer un gran esfuerzo por ampararlos justamente a ellos, para evitar que abandonen la educación para siempre. Otro elemento interesante se plantea cuando una alumna destacada deja de asistir a clases, ya que sus padres deciden que dentro del liceo se expone a peligros. Esto refleja otra punta de esta realidad: aquellos alumnos que pueden salir adelante, que sobresalen y pueden servir de ejemplo a los demás, acaban desertando del ámbito educativo ante la presencia cercana del narco en las escuelas.

Frente a ambos problemas, la película plantea con firmeza y convicción política cómo un esfuerzo a contracorriente, sostenido y valiente por parte de un profesor, puede generar cambios importantes. Parece haber algún hueco en la narración, sobre todo en lo concerniente al vínculo con sus alumnos; las escenas del aula no parecen justificar por sí mismas la creciente aceptación al docente, y quizá hubiese faltado alguna más para comprender la evolución de los alumnos. Pero, por fuera de ello, la película es sumamente sólida. Cuenta con una historia siempre interesante y un elenco de primera línea: además de Minujín, brillan particularmente el chileno Alfredo Castro, en el papel del padre del director, y la adolescente Renata Lerman, hija del director e hija del protagonista en la historia. Arroja una visión inteligente a la problemática, sin subrayados o lecciones morales, además de no caer en lugares comunes ni soluciones mágicas en las que la literatura ilumine, emancipe o salve el día.


En cuanto a Aftersun, podría reducirse su anécdota general a dos líneas: cerca del año 2000, un padre divorciado y su hija salen a vacacionar a Turquía y conviven en un hotel durante varios días, en los que cada uno de ellos atraviesa experiencias particulares. Ahora bien, ¿por qué esta película ha ganado decenas de premios en festivales de todo el mundo, con una aceptación crítica prácticamente unánime, y se presenta, de hecho, como una de las más originales y emotivas de las que han sido estrenadas este año? Una respuesta rápida sería que esconde mucho más que lo que muestra; que, en lo que se presenta como un recorrido agradable repleto de microconflictos, van asomándose vestigios del verdadero tema que ocupa, y que este recién puede comenzar a comprenderse en su verdadera dimensión sobre los tramos finales.

La ópera prima de la directora escocesa Charlotte Wells ofrece un clima particular, con el cual se recrea un muy infantil y vacacional estado de semiabulia, alternado con momentos de grandes regocijos. Para un hijo de padres separados, la convivencia el día entero con su progenitor, al que no ve muy seguido, supone una circunstancia atípica que puede oscilar entre el descubrimiento, la diversión desatada y quizá, por momentos, hasta el hartazgo. Aún el entorno limitado que un hotel barato puede ofrecer, con sus piscinas colmadas de turistas, sus barras all inclusive y sus mesas de pool, puede parecer, para un niño, un auténtico lugar de ensueño. Nadie olvida las vacaciones de la infancia, ni ese vínculo tan efímero, necesario e irrepetible que se tiene con los padres en ese momento bisagra de la prepubertad, y esta película recrea este sentir con auténtico talento. Se recoge una mirada inocente pero, al mismo tiempo, osada y curiosa; según la percepción de una niña de 11 años, el entorno adquiere una dimensión fascinante y transformadora.

Es relevante para esta construcción de climas la forma en que se dilatan los tiempos muertos, utilizando tomas de extraña significación. Un segundo visionado de la película permite, por ejemplo, comprender en su verdadera dimensión una escena en la que la niña duerme profundamente, mientras su padre fuma un cigarrillo en el balcón tambaleándose con extraños movimientos. Inicialmente, este tramo simplemente sirve para generar una atmósfera y para transmitir esta idea de suspensión temporal, de acuosa cápsula de confort; vista por segunda vez, se comprende algo esencial del planteo, que es la radical diferencia de sentimientos que atraviesan a ambos personajes.

El enigma y la particularidad inicial de la que se vale el libreto para llamar la atención del espectador es la diferencia de edad entre ambos protagonistas, apenas 20 años. Al padre llegan a preguntarle si está de vacaciones con su hermana menor. La escasa diferencia generacional propicia logrados momentos de compinchería entre ellos, incluso ciertas escenas de un humor muy sutil y logrado, debido a la familiaridad de las situaciones. Esta característica de la relación incluso agrega una peculiaridad: por momentos, la niña parece mucho más madura que el adulto «responsable» a su cargo.

Sin caer en spoilers, quizá el mayor logro de esta película es cómo enrarece, de forma casi imperceptible, su atmósfera y su planteo, dando a entender que, lejos de lo idílico, la situación encierra fuertes elementos dramáticos. El relato vívido, sentido y autobiográfico de Wells despliega un atinado y profundo abordaje a temas relevantes como el paso del tiempo, la percepción del otro, las características heredadas y la reflexión sobre cómo muchas cosas que de niños vivíamos sin llegar a entender se resignifican sustancialmente cuando somos adultos.

Publicado en Brecha el 16/12/2022

viernes, 29 de julio de 2022

Retrato de una mujer en llamas (Portrait de la jeune fille en feu, Céline Sciamma, 2019)

Los cuadros silenciados 

La distribución de cine tiene salidas misteriosas y una vida propia sumamente impredecible. Lo curioso es que estos días se da el milagro de que una de las mayores deudas cinematográficas de la pandemia se esté saldando, con el estreno de un título de antología. Con tres años de retraso, aparece por fin en la pantalla grande una película tan memorable como inteligente, profunda y emotiva. 


En una de las primeras escenas, Marianne (Noémie Merlant), la protagonista, navega junto a varios hombres en una barca. Cuando la caja que contiene sus pertenencias cae accidentalmente al mar, ella se zambulle sin demoras, consciente de que para ella no es viable una pérdida de ese tipo. Ella es una pintora de buena posición económica, y se dirige a una isla distante de la Bretaña francesa en 1760, pero ya con ese inicio el espectador tiene la certeza de que no se trata de la clásica damisela frágil, sino de una mujer esforzada y segura de sí misma. Su llegada, sola, empapada y con su pesada carga a una agreste playa, y luego en su camino hacia un castillo, remite a un cine histórico realista, que retrotrae con honestidad a épocas en las que aún el individuo citadino debía resolverse en una constante confrontación con la naturaleza y los elementos. 

En su encuentro con su empleadora, una condesa viuda, Marianne se entera de la tarea que le es encomendada: debe retratar a su hija, la joven Héloïse (Adèle Haenel). Una vez terminado, el retrato será enviado a Milán, para que un noble pretendiente resuelva si desea o no desposarla. El detalle, señala la condesa, es que Héloïse no está a favor de este matrimonio, ni quiere ser retratada. Para peor, su hermana, quien tenía un designio marital similar, se suicidó recientemente, saltando desde un acantilado. Marianne debe retratar a Héloïse sin que ella se dé cuenta, haciéndose pasar por su nueva dama de compañía. 

Es con esta premisa tan atractiva que se instala un conflicto de tensiones sutiles, por el cual el vínculo de la pintora y su modelo involuntaria va mutando y evolucionando. La aproximación de la directora y guionista francesa Céline Sciamma a ambos personajes es paulatina, cadenciosa e íntima, con un esmerado cuidado por los detalles, los gestos, las conversaciones simples pero recargadas de segundas intenciones. Actuaciones sobresalientes, una ambientación de época despojada y libre de barroquismos, una fotografía grandiosa –al punto de que en repetidas ocasiones las composiciones parecen cuadros– y un apacible y adictivo uso del ritmo cinematográfico llevan a que la narración, sencilla y mínima, avance sin subrayados ni obviedades. Gracias a un uso notable del montaje, de las elipsis y de una lograda puesta en escena, la película oscila entre un realismo despiadado y ciertos momentos de ensoñación, alcanzando imponentes instantes oníricos, inquietantes y enigmáticos, al tiempo que se va bosquejando una historia de amor atípica, inusitadamente intensa. 


Pero lo más notable del planteo es que Sciamma plantea este vínculo lésbico evitando verbalizar guiños anacrónicos o dramas evidentes: si hay miedo o remordimientos a raíz de una pasión prohibida, esto ocurre íntegramente al interior de los personajes, y es el espectador quien debe intuir estos sentimientos. Asimismo, si ambas sufren por el inminente fin de su relación o por la opresión general, es algo que no se remarca con rostros dolientes o artificios rimbombantes. 

Este planteo minimalista tiene otro punto notable: el uso de la música. La directora tuvo la madurez, la confianza y el conocimiento del medio como para omitir completamente la música incidental de su relato. En toda la película hay sólo dos temas musicales, y ambos son diegéticos, es decir, son interpretados en su momento por personajes presentes en las escenas. Esta decisión, además de ser coherente con un período histórico en el que no existían dispositivos digitales ni reproductores de audio –por lo tanto, la música sólo podía oírse cuando alguien la tocaba– lleva el planteo a un registro sonoro en el cual cada sonido y cada pequeño diálogo se presenta como todo un acontecimiento, y en el que ambos temas musicales, cuando finalmente surgen, se imponen sorpresivamente y con una fuerza inusitada. 

Es además singularmente bello el paulatino in crescendo por el cual la atracción surge, generando química y convirtiéndose finalmente en una auténtica bomba de nitroglicerina, recargada de pasión y erotismo. Se vuelve imperativo plantear un paralelismo entre la aproximación erótica de películas con La vida de Adéle –cuyo énfasis se ve puesto en las escenas de sexo– y la sutileza con la que lo hace aquí Sciamma, con su aproximación parcial a los cuerpos, y con este juego de ocultamientos y miradas escrutadoras, desafiantes y anhelantes, de gestos y palabras osadas que descolocan o incomodan, y de sonrisas que se saben triunfos. 


La mirada femenina –y feminista– se hace sentir en cada escena, pero esto no tiene que ver sólo con las temáticas tocadas –el destino predeterminado, la ausencia de libertad, la discriminación a las mujeres artistas, el aborto– sino con este tan peculiar enfoque al surgimiento de una pasión. Es notable cómo la conexión entre ambas mujeres comienza a darse desde una justa empatía, desde una honestidad igualadora de condiciones, desde la observación atenta; en una escena crucial, ambas protagonistas explican los gestos inconscientes de la otra, y las emociones que ellos encubren, en otra, la pintora comienza a verse como el objeto observado y retratado. Este reconocimiento mutuo, esta construcción igualitaria y empática parece sumamente alejada del modelo romántico heterosexual clásico, según el cual una voluntad firme y egoísta era impuesta a otra, vulnerable e insegura. 

En una charla en el Festival de Cine de Londres, la directora ha señalado que muchas mujeres artistas fueron borradas de la historia y que esta ausencia siempre tuvo consecuencias trágicas sobre la sociedad: “De esto se trata el arte, es también una forma de que construyamos nuestras intimidades. El hecho de que estas imágenes, o estos libros, o esta música, nos fueran vedados, realmente tiene un impacto en nuestras vidas, porque nos hace sentir más solas. Que no haya representaciones del aborto, es algo super dramático. Era una cosa de todos los días, y que no esté representado, que no haya museos en el mundo con lienzos de ‘la abortista’ tiene realmente un gran impacto en la forma en que vivimos, en nuestra cultura.”. En determinado momento, ambas protagonistas presencian un aborto y deciden luego reproducirlo en un retrato. En la época el aborto era legal, y era normal que se hiciera de la forma en que se exhibe en esta película: en la casa de otra mujer, madre, y con sus hijos rondando. Que el aborto se realice con suma naturalidad, y en la misma cama en la que hay acostados dos niños pequeños (uno de ellos bebé) es una escena deliberadamente política, una hermosa y cristalina declaración de principios. Como dice Sciamma, con la eliminación de este tipo de retratos de nuestra historia, desapareció también un amplio espectro de la vida humana. 

Ambas mujeres contribuyen en este caso, con su creación artística, a algo aberrante –la entrega de una de ellas a un hombre y a una vida desconocidas–, y lo saben. Pero hay, soterrada en esta construcción, un acuerdo tácito que tiene que ver con un amor que se sabe temporal y con el mito de Orfeo, el cual es discutido por ellas mismas en otra escena. Orfeo llega al inframundo a recuperar a su amada Eurídice, y le es permitido llevársela bajo la condición de que no debe girarse y mirarla. Al salir y ver la luz del día iluminando su camino, Orfeo se gira, la ve y la pierde para siempre. Según una de las protagonistas, la decisión de Orfeo tiene que ver con que decide honrar el recuerdo en vez de salvar a Eurídice, quedándose con una última imagen de ella. La película sugiere la posibilidad de una huída juntas, de un destino diferente al impuesto por el sistema, y esta idea se impone hasta el final, pero la decisión de Marianne –seguramente, la más madura de las dos– consiste en dejar que la relación entre ambas se disuelva, para ser honrada, continuamente, desde la memoria. 

Desde hace años que Céline Sciamma se aboca a un cine con un fuerte contenido social, por lo general coming on age de adolescentes pertenecientes a minorías específicas, sexuales o raciales. Pero ninguna de sus anteriores películas gozó de tanta aclamación como Retrato de una mujer en llamas. La buena noticia es que Sciamma ya estrenó otra película, la también brillante Petite Maman (2021). Ojalá que esta última no se haga esperar tanto. 

Publicado en Brecha el 15/7/2022

lunes, 13 de junio de 2022

El Joven Ahmed (Le Jeune Ahmed, Jean-Pierre Dardenne, Luc Dardenne, 2019).

Radical y chapucero


Los hermanos Luc y Jean-Pierre Dardenne dejaron demasiado alto el listón luego de una seguidilla de obras brutales, como El niño, El silencio de Lorna, El chico de la bicicleta y Dos días, una noche –estas dos últimas, de lo mejor que ha dado el cine en la década pasada–. Es prácticamente una trampa letal para cualquier cineasta, condenada su obra posterior a ser comparada con tamaño pico de calidad en su filmografía. Y cierto es que, si esperamos algo a ese nivel, tanto su anterior película, La chica desconocida, como esta, El joven Ahmed, salen perdiendo. Y esto no quiere decir que sean películas malas o poco atendibles: hasta una película «menor» de ambos maestros vale la pena y es muy superior a la oferta media de nuestras carteleras de cine. 
Se extrañaba su estilo tan realista y peculiar, ese abordaje semejante –solo en apariencia– al documental, de ritmo reposado, pero de cámara nerviosa, que sigue de cerca a sus cuestionables protagonistas y los acompaña sin juzgarlos, siempre con un cuidado y una atención especiales. En este caso, los cineastas se involucran en otra temática difícil y acuciante: el fundamentalismo islámico y su temible influjo en los adolescentes musulmanes. Sin mediar explicación alguna, el protagonista, de 13 años, se ve arrojado a una febril cruzada, abocado a ajusticiar sin piedad a los infieles o apóstatas que escapan a los estrictos lineamientos de lo que es considerado verdadera fe. Según su radical perspectiva, su profesora traiciona la forma sagrada de enseñar la lengua árabe –o sea, impartir su estudio a través del Corán– con enseñanzas impías del idioma, a través de canciones y otros métodos modernos. Solo por eso ella merecería un castigo divino, y el joven Ahmed se ve dispuesto a impartírselo, cuchillo en mano. 

Son notables la naturalidad con la que los cineastas belgas recrean la cotidianeidad de Ahmed y los mecanismos por los cuales logran dilatar el suspenso durante todo el metraje. Aquí juega un gran papel el actor Idir Ben Addi, en un desempeño particularmente físico y de gestos mínimos, en el que condensa una testarudez y una obstinación acuciantes, pero, a su vez, todas las inseguridades, dudas y pudores propias de cualquier muchacho que transita su camino a la adultez. Esta dualidad es la que permite que el espectador compruebe que, en definitiva, se trata de un chico como cualquier otro, y pueda empatizar con él temiendo, al mismo tiempo, por su accionar. Es asimismo una sobresaliente marca autoral la forma impiadosa con la que los directores omiten mediante elipsis las transiciones hacia las secuencias más crudas, acelerando la acción de manera precipitada hasta llegar a las situaciones más alarmantes. 

Quizá el mayor problema de la película esté sobre el desenlace –siguen spoilers–, en el que los directores guionistas, siempre celebrados por su sutileza y por sus situaciones naturalistas, cometen el que con seguridad sea el mayor deus ex machina de su carrera, imponiendo un accidente que disuelve –casi mágicamente– el temido conflicto y que, asimismo, parece propinarle cierto aleccionamiento moral al protagonista. Hace poco más de una década, la comedia británica Four Lions se abocaba a una burla descontracturada a un grupo de terroristas islámicos, presentándolos como infradotados, siempre arrojados a iniciativas chapuceras. Y lo cierto es que no, ni los terroristas son incompetentes ni acontecen accidentes –oportunos y milagrosos– para frustrar a tiempo sus más pavorosos planes.

Publicado en Brecha el 12/5/2022

miércoles, 13 de abril de 2022

Batman 2022 (The Batman, Matt Reeves, 2022)

Cómo arruinar una película 


Unos 200 millones de dólares fue el presupuesto para este filme, primera parte de una nueva trilogía del superhéroe más icónico y popular de todos los tiempos. Luego de una producción retrasada y accidentada por la pandemia y un estreno varias veces postergado, llegó a salas. Lamentablemente, podría aventurarse que estos problemas tuvieron efectos visibles en los resultados. ¿Qué pasó con este Batman? No se da con mucha frecuencia, pero es una verdadera pena cuando una película unifica ideas y momentos brillantes con decisiones desacertadas o, directamente, incomprensibles. 

El director, Matt Reeves, se inspiró en Kurt Cobain, el suicidado vocalista de Nirvana, para el papel protagónico, y no es de extrañar: Robert Pattinson encarna a un superhéroe diferente, un individuo enigmático, taciturno y presumiblemente lunático, con aires de adolescente tedioso y depresivo, confinado en una baticueva oscura, y que sale por las noches a descargar su rabia contenida. Hay algo muy inquietante en su mirada, en su rostro y en cómo su aparatoso traje encaja para redondear una figura al borde de la psicopatía. Es probable que el primer tercio de la película sea lo mejor que se haya filmado jamás del hombre murciélago: una fotografía oscurísima se acopla a la perfección a una ciudad gótica decadente, con un héroe-vigilante que se aparece como una sombra macabra y se despacha en incontrolables exabruptos de violencia. También es notable el hecho de que, al menos en este comienzo, además de masacrar a unos cuantos tipos, Batman también se lleva unos golpes, se lastima, cae y aterriza de manera aparatosa, como sucedería en la realidad. Y lo mejor de todo: hay una superficie de realismo especialmente singular –bastante alejada a las representaciones de Tim Burton o de Christopher Nolan del personaje– por la cual la audiencia teme, al menos en un par de ocasiones, por la integridad física del protagonista. En cuanto al villano principal, el Acertijo –según se lo ha bautizado en Hispanoamérica–, en sus esporádicas y fugaces apariciones iniciales causa tanto temor como el mismo Batman. 

Pero hay que ver la forma estrepitosa en la que la película pierde este tono de noir virado hacia el horror –cercano a Seven en muchos aspectos– y se desbarranca pasado su primer tercio. El Batman silencioso y monosilábico se arroja a diálogos extensos, desdibujando su carácter siniestro, además de que pierde el miedo con saltos al vacío, balas rebotándole en el pecho y explosiones que ondulan su capa como un viento cálido. O sea, el personaje y sus peripecias ya pasan a ser similares a los de las sagas anteriores. A esto hay que sumarle una larga e intrincada narrativa en la que siempre pesa un aire de gravedad, seriedad y cierta «grandeza». Podemos achacarle buena parte de la culpa al precedente –exitoso en todo nivel– Batman: el caballero de la noche, que imprimió este tono a la saga e impuso, además, una longitud excesiva y un mínimo de tres villanos por entrega. 

En contraposición al Acertijo, la Gatúbela interpretada por Zoe Kravitz se ve demasiado desgarbada y pequeña como para explicar las escenas en las que hace volar a los enemigos a patadas y parece desafiar unas cuantas leyes físicas. Pero, además, el personaje no tiene mucha razón de ser, añade tramos que parecen accesorios y carentes de química entre ella y Batman. Como un paradigma del machismo en el cine, en un momento de romance entre ellos, él le recrimina su cercanía con cierto sujeto entrado en años. Ante la acusación, Gatúbela se defiende y le cierra la boca con un argumento incontestable: «Es mi padre», cuando simplemente podría haberle dicho: «Tengo sexo con quien quiero y cuando quiero». A veces, los libretos permiten percibir valores obsoletos e ideologías rancias. 

Publicado en Brecha el 6/4/2022

martes, 22 de febrero de 2022

Festival Internacional de Cine de Rotterdam

Otro rugido 



Todos ubican al león de la Metro y sus rugidos descomunales, pero solo los cinéfilos más empedernidos sabrán reconocer al más discreto y silencioso tigre del festival de Rotterdam, que desde hace décadas acompaña el cine más radical y arriesgado del planeta. Un recorrido por algunos títulos de su selección oficial da una perspectiva de un cine diferente y particularmente valioso. 

Cuando en la pantalla aparece un símbolo de un tigre sobre un fondo negro, acompañado de las palabras Tiger Competition, significa que la película que está a punto de comenzar fue seleccionada para la competencia oficial de uno de los más prestigiosos festivales de Europa, y que muy probablemente sea una obra de calidad, sustancialmente atípica y singularmente alejada del cine comercial. El Festival Internacional de Cine de Rotterdam (IFFR, por sus siglas en inglés) así lo proclama, y desde su inauguración, en 1972, ha puesto su foco en el cine independiente y experimental, con énfasis en la exhibición de talentos nuevos y emergentes. 

El tigre es entonces una marca de calidad, pero a su vez una suerte de «alerta» para los espectadores que quizá pensaban en ver una película ligera, pasatista o de mero entretenimiento: la selección oficial de Rotterdam presenta propuestas que muy a menudo son diferentes, o lentas, o poéticas, o enigmáticas, o herméticas, o quintaesenciales, o extradiegéticas, o todo esto al mismo tiempo. 


Asimismo, cuando en la pantalla aparece el tigre, pero acompañado además de las palabras Hubert Bals Fund (HBF), quiere decir que la película se valió de una financiación del festival y recibió apoyos específicos para sus etapas de realización. Estos títulos suelen provenir de países con escasas posibilidades de producir sus propias películas. El HBF está destinado, según señala su sitio web, «a cineastas de África, Asia, América Latina, Oriente Medio y partes de Europa del Este», es decir, a las zonas pobres del mundo y, en muchos casos, con dificultades no solo económicas, sino también con la libertad de expresión coartada debido a coyunturas políticas adversas. Han ganado este fondo cineastas tan disímiles como Lucrecia Martel, Cristian Mungiu, Carlos Reygadas, Apichatpong Weerasethakul, Ciro Guerra y Albertina Carri. Uruguay es un histórico favorito de Rotterdam, y 25 Watts, Whisky, La Perrera, Gigante, La vida útil, Solo, Tanta Agua y Chico ventana también quisiera tener un submarino contaron con este apoyo. 

Este cronista ofició esta última semana como jurado Fipresci (Federación Internacional de Prensa Cinematográfica) en el IFFR, un mérito que lo condujo desde el más encendido entusiasmo a una funesta decepción al saber que el festival, por razones sanitarias, debería cambiar su modalidad presencial a una virtual y remota. Así, un viaje a Holanda con caminatas por la orilla del río Nuevo Mosa, la visita a las casas cúbicas de Kijk-Kubus, la torre Euromast y otros tantos sitios –que la imaginación no sabría invocar eficientemente– jamás podría tener parangón con la experiencia de ver 14 películas en el correr de una semana en la pantalla de una laptop en una Montevideo calcinante. 

Pero el consuelo está en el cine descubierto, aunque sea desde la distancia; la Tiger Competition ofreció títulos de variada procedencia, destacables por numerosas razones. Uno de los más divertidos y bizarros de la selección fue la israelí Kafka for Kids, una propuesta insólita que comienza como un programa televisivo infantil, en el que varios conductores, rodeados de seres extraños, objetos parlantes y un set con músicos disfrazados y colores chillones, ofrecen un recorrido por la obra de Kafka y, en particular, por La metamorfosis, ilustrándolo con animaciones y un pormenorizado y simpático análisis de la obra. El programa es tan incómodo como disparatado, pero durante su tramo final, la «transmisión» cambia completamente su rumbo, ofreciendo otro programa, en el que se plantea una denuncia aguda e inesperada respecto a las condenas en Israel a menores de edad palestinos. Así, la noción de minoridad es contrapuesta a aquel programa infantil imposible, pero quizá no tan delirante como la misma realidad. 


Otro punto alto de la selección fue la australiana The Plains, de David Easteal, un relato que transcurre casi íntegramente dentro de un auto, con la cámara fija en el asiento trasero y apuntando hacia el parabrisas, el conductor y su acompañante, y hacia el recorrido que va dibujándose hacia adelante. Durante varios días, se sigue al protagonista en su camino del trabajo a su casa; solo o con un compañero de trabajo, asistimos a sus charlas cotidianas –a veces por celular, con su esposa o quien fuere– y, paulatinamente, vamos asimilando los pormenores de su vida. El clima es totalmente envolvente y ameno, casi como un viaje en auto real, y lo cierto es que las tres horas de metraje se pasan volando. Desde el punto de vista cinematográfico, la ambientación es brillante: la sensación de realismo es absoluta y el trabajo sonoro reproduce fielmente una atmósfera de sonidos externos apagados, como si el espectador viajase al interior de una cabina o de una burbuja alienante. La historia misma remite a una vida que se desvanece, a una existencia narcotizada por la tecnología, a vidas miserables cooptadas por jornadas laborales, a un tiempo libre consumido febrilmente y sin contacto real con las personas que de verdad importan. 



Al parecer de este cronista, EAMI, de la paraguaya Paz Encina, ganadora del premio Tigre, fue una de las peores películas de la selección. Se trata de una aproximación morosa y contemplativa, enfocada en el desplazamiento de los ayoreo totobiegosode, tribu indígena que habita las regiones paraguayas del Gran Chaco. La fotografía es magnífica, pero la aproximación poética –provista de una machacante y sentenciosa voz en off– reproduce ese lugar común de indígenas depositarios de un saber infinito y ancestral, de vidas en perfecta armonía con la naturaleza, de pureza absoluta. Werner Herzog o Lucrecia Martel podrían haber tomado la misma temática y generado un relato más honesto y humano, con seres de carne y hueso, con los cuales fuera posible empatizar e identificarse. En definitiva, títulos como este no parecerían estar haciéndole ningún favor a los pueblos indígenas miserablemente desterrados. 



La china To Love Again, dirigida por Gao Linyang y ganadora del premio Fipresci, despierta con su visionado las ganas de que a algún cineasta uruguayo se le dé por filmar algo así, por ambientar una historia similar en nuestro país. Centrada en una pareja de ancianos en su quehacer diario, esta formidable película impone conflictos en apariencia triviales: la heladera se les rompe luego de muchos años de funcionamiento, una amiga enferma les habla de buscar una esposa sustituta para su marido y se impone la discusión de dónde guardar sus restos mortales una vez cremados. Estos lineamientos van revelando progresivamente un pasado traumático, marcado a fuego por la revolución cultural y por un régimen que aún hoy se cuela por los intersticios de su casa, determinando su cotidianeidad. Comprendemos que estas personas conviven con heridas abiertas y, aún en sus últimos años, con una imperiosa necesidad de sanación. 



Excess Will Save Us, de la francesa Morgane Dziurla-Petit, es, como la uruguaya El Bella Vista, un documental con algo de ficción –el porcentaje de uno y otro queda a criterio del espectador–, en el que la directora regresa a su pueblo natal y comienza a detenerse en la cotidianeidad de sus variopintos personajes. Pero lo que empieza como una típica aproximación al exotismo y la excentricidad imperante en un poblado semirrural va agregando sorpresivamente capas y más capas de oscuridad. Una matanza de gallinas, discriminaciones violentas y peleas enfervorizadas entre los personajes van dando cuenta de que, vistos de cerca, algunos pueblos chicos esconden infiernos descomunales.

Publicado en Semanario Brecha el 4/2/2022

viernes, 4 de febrero de 2022

Belle (Mamoru Hosoda, 2021)

Sin miedo al ridículo


Desde hace ya tiempo que el animé o cine japonés de animación goza de una aceptación crítica importante, y el hecho de que esta película haya sido estrenada en el Festival de Cannes y celebrada con una inmensa ovación es una señal más de la creciente aceptación de un género que, desde hace tiempo, viene desbordando de imaginación con propuestas vivas, desquiciadas y diferentes. Si bien el maestro Hayao Miyazaki, junto con su estudio Ghibli, continúa siendo la figura más destacada de este universo, desde hace unos cuantos años que lo sigue de cerca el también independiente estudio Chizu y su puntal Mamoru Hosoda, quien ha logrado películas grandiosas como Summer Wars y Wolf Children, entre otras. 

Aquí, Hosoda se sumerge una vez más en un mundo de hiperconectividad virtual –ya lo había hecho en Summer Wars–, con figuras aparentemente monstruosas y temibles pero de gran corazón –tenían gran presencia en The Boy and the Beasty Wolf Children–. En este sentido, el cuento de hadas francés La bella y la bestia le vino como anillo al dedo para continuar extendiéndose en lo que viene siendo una de sus mayores obsesiones: las apariencias físicas y la transformación del cuerpo como resultado de dolores intensos y profundos. El hecho de que los protagonistas sean principalmente adolescentes que cambian su apariencia mediante avatares en una realidad virtual no podía ser mejor trasfondo para adaptar el cuento clásico. La condena a la bestia por las hordas enfervorecidas de la historia original tiene un notable sucedáneo en las redes sociales, con su tendencia a la exaltación de la belleza y la condena o la aprobación masiva –o ambas cosas al mismo tiempo– de quienes logran captar la atención de las masas. 


Hosoda logra plasmar una historia sencilla pero rica en detalles; la desabrida cotidianeidad de una adolescente tímida y aquejada por un episodio traumático de la infancia es contrapuesta con su llegada a U, un universo virtual en el que confluyen usuarios de todo el mundo y en el que adquiere una inusitada popularidad. En este mundo, la posesión más valiosa y preciada es el avatar o imagen virtual, y un grupo de «justicieros» –algo así como la policía en esta virtualidad– amenaza a quienes alteran el orden con dar a conocer su identidad real, el único castigo que todos realmente temen y que supondría tener que asumir, ante la mirada de los demás, la identidad y el cuerpo propios. 

Hay, lamentablemente, algunos avances precipitados en la narración –la fama de la protagonista sobreviene de un momento a otro, sin transición alguna– y una representación de los cibernautas demasiado cercana a los estereotipos –la gorda solitaria y resentida que miente sobre sí misma, entre otros–, así como una celebración bastante burda y naíf del triunfo de la empatía y el cariño incondicional sobre la violencia. Esto se ve, por fortuna, compensado con una notable ausencia de miedo al ridículo, que suele ser una de las claves del vuelo de este tipo de producciones y un gran diferencial con respecto a Hollywood. Los sentimientos de los personajes son exagerados y subrayados hasta el paroxismo –aquí la influencia del manga es decisiva–; los puntos trágicos no tienen amortiguaciones forzadas; los números musicales explotan en destellos, flores y colores refulgentes. Un cine efusivo, contagioso y singularmente bello.

Publicado en Brecha el 28/1/2022

viernes, 14 de enero de 2022

"El poder del perro", "Sexo desafortunado o porno loco" y "Don't Look Up"

De hombres-perro, videos privados y mirar para arriba 


El cambio de año trajo consigo tres películas que han dado que hablar, en parte por su contenido polémico, en parte por su deliberado afán cuestionador. Y si fuese cierto que el grado de transgresión de un film no puede medirse por las intenciones de sus realizadores sino por las reacciones de su público –a favor y en contra–, entonces podemos decir que los tres transgreden, ya que pocos espectadores pueden quedar indiferentes. 

1. MASCULINIDADES VARIAS.  El poder del perro es la vuelta de la directora neozelandesa Jane Campion a las grandes ligas. Desde La lección de piano (1993) no se sabía mucho de ella, aunque cierto es que su actividad nunca menguó: luego de unas cuantas películas decentes y de una tibia recepción, pasó la mayor parte de la última década abocada a su celebrada serie policial Top of the Lake. Ahora Campion se arroja al western, género masculino por antonomasia, adaptando una novela de Thomas Savage. Y lo hace poniendo de relieve un universo patriarcal que, en su dinámica, promueve un intenso conflicto entre los personajes que lo habitan. 

Lo cierto es que a nivel de crítica la aprobación de la película fue casi unánime, y de cara a las inminentes premiaciones (Oscar, Globo de Oro) se presenta como una de las favoritas. Pero esto no quiere decir que no tenga detractores, desde quienes encontraron la narración lenta y aburrida hasta quienes cuestionaron su desenlace como una celebración de la venganza y la justicia por mano propia. Diego Maté, del sitio argentino A Sala Llena, la tacha de «una revisión progresista de la vida en el campo estadounidense en la primera mitad del siglo pasado. El momento (no el de la ficción, sino el nuestro) impone este tipo de ejercicios, más todavía desde que Hollywood se puso al frente de la ola woke y llevó este cambio de imagen […]. Se trata de tomar un terreno más o menos señalizado por el cine (en este caso, el western) para barrerlo con la grilla moral del presente y obtener así un puñado de anacronismos que aseguren la indignación». El crítico señala como improbable la existencia de uno de los personajes principales: «¿De dónde salió Peter, cómo pudo ese entorno inhóspito, incluso ese tiempo (1925), producir un adolescente tan exageradamente delicado y meditabundo? […] Una figura extemporánea que se inserta a la fuerza en la ficción, necesaria para iniciar el cuento sobre la discriminación». 

Otra vehemente detractora es la crítica Eileen Jones, de Jacobin, quien señala ciertas exageraciones en el personaje de Phil, encarnado –brillantemente– por Benedict Cumberbatch: «Tan tóxica es su masculinidad que Phil no puede hacer un movimiento ni decir una frase que no sea agresiva, hostil, amenazante, menospreciadora. Su primera línea, a propósito de nada y dirigida a través de la puerta del baño a su hermano regordete es: “Entonces, ¿ya lo has descifrado, gordo?”». 

Correspondería señalar que la película explora la masculinidad expresada no de una única manera, sino de tres diferentes, y es asertiva, además, en la forma en que ellas oprimen a la mujer, sea mediante el desprecio o la anulación sobreprotectora. Asimismo, la originalidad del planteo radica en exhibir a estos hombres desligados de todo heroísmo y en su reverso más trágico: el peso de la heteronormatividad condiciona sus comportamientos, impidiéndoles la posibilidad de una vida libre y plena. La vuelta de tuerca final es de las más inesperadas e impactantes de los últimos años, una que, además, resignifica la anécdota en profundidad. 


2. LIBERTAD Y LIBERTINAJE.  Sexo desafortunado o porno loco, del rumano Radu Jude, es una película que parecería diseñada para incomodar y que, entre otros exabruptos, arranca con la exhibición de una escena porno casera de tres minutos. Por fortuna, ya estamos lejos de los tiempos en que esto podía ser un escándalo y, de hecho, la aprobación crítica se volcó mayoritariamente a favor de la película, que ganó el Oso de Oro del Festival de Berlín. La anécdota se centra en una maestra de escuela primaria y su escarnio público cuando las escenas de porno casero que mencionamos –en las que ella tiene relaciones sexuales con su marido– se vuelven virales. 

La estructura narrativa se divide en tres grandes partes; la segunda es un extrañísimo interludio titulado «Breve diccionario de anécdotas, signos y maravillas», una especie de collage audiovisual en el que se suceden definiciones y representaciones gráficas loquísimas, en muchos casos sin relación aparente, pero con muchas ácidas e hilarantes referencias al machismo, el militarismo, la Iglesia ortodoxa, la educación, la violencia y la herencia social de la dictadura de Ceaucescu. Y, como no podía ser de otra forma, visto el carácter libérrimo y caótico de esta película, no es de extrañar que algunos detractores cuestionen su falta de unidad o su incapacidad de dar algún mensaje más concreto. Pero lo interesante es que, a pesar de este carácter anárquico, la película es coherente en su espíritu irreverente. 

En determinadas escenas en las que se filma a la protagonista caminando por la calle, la cámara se dispersa y se da el lujo de ascender y filmar los edificios circundantes, enfocando las ruinas de Bucarest como una metáfora de una idiosincrasia rancia y decadente. No es algo común ver este tipo de libertades en el cine: en tiempos en que los cineastas se esfuerzan por desaparecer y disfrazar sus historias de una austeridad y una objetividad imposibles, Jude impone su propia subjetividad como pocos. 


3. COLAPSO Y DESACUERDO.  Pero, de los tres títulos aquí reseñados, el que más indignación viene despertando hasta el momento es Don’t Look Up. El director, comediante y guionista Adam McKay, quien ya se dio a conocer de manera masiva gracias a películas notables como Anchorman, La gran apuesta y Vice, se despacha esta vez con una propuesta multimillonaria y con actores de primer orden, como Leonardo Di Caprio, Jennifer Lawrence, Cate Blanchett, Timothée Chalamet, Meryl Streep, Jonah Hill, Ron Perlman y hasta la cantante pop Ariana Grande, de modo que su exabrupto no pase desapercibido. Con un registro y un espíritu bastante cercanos a los de Kubrick en Dr. Strangelove, la película arranca en un tono bastante serio y grave, se va adentrando crecientemente en los terrenos de la comedia y finalmente en el delirio más disparatado. Así, se despliega una sátira que orbita en torno de la política, los medios y las redes sociales, y su reacción ante la certeza de un inminente apocalipsis.

Por supuesto, los sectores más conservadores de la crítica se han hecho oír y, en general, cuestionan de la película ciertas premisas totalizadoras y de corte grueso, con las que se representan medios de comunicación que idiotizan y desinforman, una clase dominante que solo piensa en sí misma y redes sociales que reproducen sin reparos la opinión de una infinidad de infradotados. Pero es evidente que McKay se desquita con una caricatura y no con una radiografía cabal del universo político y mediático estadounidense. En este sentido, no es muy entendible tanta indignación cuando normalmente se celebra este mismo tipo de humor en South Park o en Los Simpsons. Más allá de esto, es innegable el acierto de la película al representar algunas de las demencias más terroríficas de nuestra coyuntura reciente, como la desavenencia enfermiza respecto a verdades que rompen los ojos –llámese calentamiento global o covid-19– o el troleo furibundo a quienes expresan esas verdades con contundencia –a Greta Thunberg, por ejemplo–. En este sentido, Don’t Look Up es un divertido exabrupto, muy representativo de nuestros tiempos. De todas formas, citemos, a modo de cierre, una opinión contraria sumamente interesante publicada por Holly Tomas en CNN: «El objetivo de defender los hechos científicos debe disociarse del de afirmar la superioridad moral. La insinuación constante de que quienes dudan en aceptar nuevas evidencias, ya sea la seguridad de las vacunas o el impacto del cometa, son estúpidos, corruptos y se encuentran del lado “equivocado” políticamente solo añade otro obstáculo que la ciencia debe superar […]. Hacia el final de la película, cuando uno de los mítines claramente trumpianos celebrados por el personaje de Streep se convierte en un caos, Jonah Hill, quien interpreta al hijo y secretario general de Streep, grita “rednecks” por encima de su hombro mientras escapa. El mensaje que se pretende transmitir –que los políticos “malos” que intentan engañar al público no tienen más que desprecio por ellos– se ve empañado por el hecho de que los “buenos” que hicieron la película tampoco parecen pensar mucho en ellos».

Publicado en Brecha el 7/1/2022