DenmeN Celuloide
Un sitio dominado por la insomne e inhóspita cinefilia, carcomido por múltiples disfunciones cáusticas. Críticas, reseñas, análisis y entrevistas referidas a novedades y tendencias del universo cinematográfico.
jueves, 18 de febrero de 2021
Fragmentos de una mujer (Pieces of a Woman, Kornél Mundruczó, 2020)
martes, 16 de febrero de 2021
1982 (Luis Gallo, 2019)
Con gloria morir
martes, 19 de enero de 2021
Wolfwalkers (Tom Moore, Ross Stewart, 2020)
La animación, al servicio de la historia
Desde hace años, durante la entrega de premios óscar a los mejores largometrajes de animación, se cuelan entre los nominados las perlas de un pequeño estudio de animación irlandés: Cartoon Saloon. Por supuesto, las estatuillas son entregadas siempre a las grandes compañías de Hollywood (esencialmente Pixar y Disney), pero el sólo hecho de figurar allí ya es un mérito descomunal. La última obra del estudio, Wolfwalkers, es una de las grandes películas de este recién concluido 2020.
Como suele ocurrir con muchas animaciones con estilos y propuestas diferentes, al principio puede resultar confusa, en lo visual, la estética de Cartoon Saloon, elaborada con una técnica artesanal de dibujos hechos principalmente con lápiz y acuarela y una rica paleta de colores, diseños y fondos repletos de detalles. Pero apenas uno empieza a sentir empatía por los protagonistas y su situación -y esto ocurre muy rápido- apenas uno se deja seducir por los compases de la música incidental celta y por la conmovedora belleza de las imágenes, se adapta con naturalidad a un entorno envolvente, que simplemente pasa a ser el trasfondo de historias inmersivas y adictivas.
Puede decirse que, principalmente, las caras visibles de Cartoon Saloon son dos: los directores Tom Moore y Nora Twomey, quienes han trabajado juntos en co-dirección (en el primer largometraje del estudio, El secreto de Kells) o por separado en cada uno en sus proyectos personales. 2017 fue el año de Twomey, quien estrenó su excelente The Breadwinner (hoy disponible para ver en Netflix). Moore lanzó en 2015 La canción del mar y este año le tocó estrenar esta deslumbrante Wolfwalkers, escrita por él y co-dirigida junto a Ross Stewart, colaborador permanente del estudio en el departamento de arte.
Fiel a las influencias más presentes en la obra de Cartoon Saloon, Wolfwalkers se inspira en el arte antiguo y medieval irlandés, y toma como punto de partida elementos de la mitología celta. La historia se ambienta en el pueblo amurallado de Kilkenny, en plena edad media y en el período de conquista de Irlanda por fuerzas del parlamento inglés. Robyn, la protagonista, hija de un cazador británico, vive recluida en su casa. Por mandato de su padre y órdenes generales de un tal “Lord Protector” debe permanecer puertas adentro, ocupándose de las tareas domésticas. Pero diestra en el uso de la ballesta y en compañía de su búho Merlyn, la niña está interesada en salir al pueblo y más allá de sus murallas, y dedicarse, como su progenitor, a la caza. Luego de un par de incursiones furtivas al bosque, da con una manada de lobos y con una niña salvaje, dotada de extraños poderes curativos.
Así es que se desarrolla una historia de amistad y aventuras en un contexto de antagonismo bélico entre bosque y ciudad, entre progreso y mundo salvaje, entre cristianismo protestante y supersticiones paganas, entre el orden impuesto y las rebeliones locales. No es común encontrarse con una película de animación apta para un consumo familiar que, al mismo tiempo, se permita desarrollar tantas líneas de lectura a lo largo de su desarrollo.
“Lord Protector” es una referencia directa a Oliver Cromwell, líder político y general inglés, apodado durante las guerras de los Tres Reinos con ese mote. La conquista cromwelliana, que tuvo lugar entre 1649 y 1653, fue una campaña anti-católica y de sofocamiento del apoyo irlandés a la derrocada monarquía de los Estuardo, y fue llevada adelante por esta figura nefasta. Considerado como uno de los renombres más influyentes de la historia inglesa, Cromwell fue un regicida que decidió no aceptar la corona para sí mismo, pero acumuló más poder que un rey; fanático cristiano protestante, llevó adelante brutales matanzas, en las cuales sometió a tortura a aquellos considerados blasfemos y, por supuesto, procuró eliminar cualquier indicio de paganismo.
Curiosamente, Cromwell tenía además otros grandes enemigos acérrimos, y se dice que los odiaba tanto como a los irlandeses: los lobos. Cromwell vio a estos animales como una amenaza para las empresas y, por consiguiente, se abocó a una campaña de exterminio. Naturalmente, la idea de un gran número de cazadores irlandeses armados deambulando por el país no era muy aceptable, por lo que consideró contratar cazadores profesionales ingleses. Lo que siguió fue una matanza casi total de los lobos de la zona, con graves efectos en el medio ambiente de vastas zonas de Irlanda.
Todos estos elementos se articulan en esta película de espíritu ambientalista y hasta panteísta, muy deudora del cine de Hayao Miyazaki, -y en particular de esa otra obra maestra que es La princesa Mononoke, también disponible para ver en Netflix-. Pero aquí el verdadero enemigo no parecería ser el progreso sino el colonialismo en todas sus acepciones (económico, social, cultural) y un modelo productivo devastador. En este contexto, la insurrección del pueblo de Irlanda se ve reflejada en esta pertinente rebelión de un espíritu del bosque, hostil a la invasión humana, así como en una emancipación de la riqueza local folclórica ante la imposición del verticalismo protestante.
Una característica notable del abordaje general de los realizadores de Cartoon Saloon es la forma en que últimamente le han rehuido a la liviandad, revisando cuidadosamente los hechos históricos, de modo de evitar simplismos y estereotipos. Esto no sólo aporta elementos para una mejor comprensión de la historia, sino que además desdibuja preconceptos. En entrevista respecto a The Breadwinner, película ambientada durante los años de ocupación de los talibanes a la ciudad de Kabul, ante la pregunta del periodista de si consideraba a las sociedades talibanes como esencialmente misóginas, Nora Twomey aclaró: “para mí fue una revelación saber que el régimen talibán había sido bienvenido en Afganistán, ya que, para un país que había vivido la guerra civil y las invasiones, representaba algún tipo de ley y orden. No se trata de un tema simple de misoginia; en épocas de conflicto las mujeres y los niños son los primeros en sufrir, y es lógico que sociedades muy golpeadas se vuelvan sobreprotectoras.”
De la misma manera en que Twomey representaba una sociedad y una cultura ajenas con sumo cuidado y respeto, Moore y Stewart reconstruyen en este caso una invasión con los matices que la situación merece. Es sumamente curioso que la protagonista y su padre sean ingleses y que algunos personajes hostiles -unos niños abusivos que hostigan a la protagonista, justamente por verla como parte del pueblo invasor- sean irlandeses. Así, desde el libreto se evitan los facilismos y las dicotomías de buenos y malos, evitando los encasillamientos. El mismo Cromwell (siguen spoilers) podría haberse pintado como un villano de una pieza y carente de relieves psicológicos, pero se lo ve como un religioso enfervorecido aunque terrenal, a veces piadoso, y obsesionado con la imposición del orden, la “pacificación” de las tierras y la eliminación de los mitos paganos. Claro que la muerte real de Cromwell no es la representada en la película, en los hechos los médicos lo destrataron -quizá adrede- cuando enfermó gravemente de malaria. Una vez fallecido, su cuerpo sufrió una ejecución póstuma: fue colgado de cadenas y arrojado a una fosa, y su cabeza decapitada fue exhibida en la entrada de la Abadía de Westminster durante décadas. Evidentemente, esto no hubiese sido lo más apropiado como desenlace para una película apta para todo público.
No es de extrañar que, en los últimos años, varias de las mejores recreaciones de hechos históricos para la gran pantalla hayan sido animaciones. Sin ir lejos en el tiempo, En este rincón del mundo (2016) supo recrear las adversidades que atravesó la población civil japonesa durante la Segunda Guerra Mundial, The Breadwinner (2017), la ocupación talibán de Kabul, Un día más con vida (2018), los últimos días de Angola como colonia portuguesa, Funan (2018), los abusos de los jémeres rojos en Camboya. La animación es una forma artística especialmente eficaz para este tipo de abordajes, ya que permite un control total sobre escenarios, vestimentas y decorados, elementos que, para una película tradicional, serían muy costosos. Un trabajo de años dibujando fotogramas puede ser mucho más accesible que un rodaje que movilice decenas o centenares de personas y muchísimo esfuerzo de producción. En definitiva, hace mucho tiempo que el cine de animación dejó de ser cosa “de niños”, pero hoy ya ha cobrado un nuevo estatus: simplemente es parte del cine adulto más imprescindible.
Publicado en Semanario Brecha el 8/1/2021
lunes, 11 de enero de 2021
Emilia (César Sodero, 2020)
A contracorriente
En 2003 se estrenaba una gran película: Ana y los otros, ópera prima de Celina Murga. De corte detenido y minimalista, allí se narraba la vuelta de la protagonista (interpretada por Camila Toker) a Paraná, su ciudad natal. Luego de años viviendo en la capital, observaba los cambios en su pueblo, pero, por sobre todo, la radical metamorfosis en ella misma; ahora una criatura urbana, no podía evitar ver todo ese mundo desde una nueva perspectiva.
Podría decirse que, a grandes rasgos, la sinopsis es aquí la misma: Emilia (interpretada por Sofía Palomino), cercana a los 30 años, regresa a su pueblo y a su hogar materno, aunque esta vez situado en algún lugar indefinido de la Patagonia. Pero en seguida se terminan las concomitancias: acaba de romper con Ana en la capital y parece querer instalarse en el pueblo, al menos por un período. Lo que sigue a continuación (siguen varios spoilers) es la interacción de Sofía con su madre (Claudia Cantero) y con Lorena (Camila Peralta), su amiga de la infancia, así como sus escarceos amorosos y sexuales con varias personas. En este deambular, en seguida parece seguir un patrón claro: rehuyéndole a todo lo que huele a convencional, opta por la transgresión, por lo problemático y conflictivo, saltándose en el camino unas cuantas reglas morales, con el particular agravamiento de hacerlo en el corazón de un pueblo chico.
“Sos un aparato”, le señala Lorena en determinado momento; “sos una quilombera” le espeta su madre colérica, al comprobar que su comportamiento destructivo continúa inalterado. Todos parecen tener algo que decir sobre este personaje que no parece adaptarse a ningún molde y que hasta observa con particular rechazo la aceptación de los mandatos sociales: la idea de tener varios hijos, o de seguir determinado hobby, parecen rechinarle especialmente. Y hasta parece embanderarse con orgullo de sus inclinaciones antisociales: en un momento clave, ella se acuesta con el esposo de su mejor amiga. Pero al llegar su madre, lejos de evitar que lo vea, ambos pasan frente a ella como si nada. Su transgresión es ostentada con claros sesgos exhibicionistas. Él tampoco parece preocuparse en ser visto, aunque su razón parecería ser otra: en un pueblo, un hombre puede incurrir en la infidelidad sin miedo al qué dirán o a ser estigmatizado socialmente. Claramente, no es lo mismo para su esposa: otra gran escena tiene lugar cuando Emilia está a punto de revelarle la verdad de la infidelidad a Lorena, pero ésta le cambia de tema abruptamente, dándole a entender que ya está al tanto, y que no tiene ningún interés en destapar una caja de pandora capaz de arruinar su pareja, su futuro y el de sus hijos.
El director rionegrino debutante César Sodero (quien tiene publicados varios libros de cuentos de su autoría) logra esbozar un perfil psicológico denso, sin subrayados de ningún tipo, sin volcar preconceptos o juicios morales, con un notable oído para los diálogos y una sólida dirección de actores, logrando asimismo situaciones vívidas y reconocibles. El llanto final de Emilia es un momento entre tantos otros en el que se omite una explicación de lo que sucede, quedando el espectador como responsable último de aportar respuestas en cuanto a sus motivos, inquietudes o deseos. Emilia es una película sobresaliente y sin fisuras, sumamente acertada al presentar una situación universal, con cuidado, sutileza y mucho talento.
Publicado en Revista Caligari 12/2021
martes, 29 de diciembre de 2020
La vida invisible de Eurídice Gusmão (A Vida Invisível, Karim Ainouz, 2019)
El costo de la independencia
Cuando se conoce a una pareja de ancianos que llevan cerca de medio siglo de convivencia, suele vérselos a priori como algo encantador, se cree en una unión dichosa, se piensa en atributos ligados a la prevalencia del amor a través de los años, al conocimiento y al cuidado mutuo, etc. Actualmente, relaciones matrimoniales de toda una vida son ya prácticamente especímenes en extinción, pero hace décadas esta clase de vínculos supo ser la regla. Hay dos películas recientes que han sido brillantes resaltando un aspecto poco señalado, y que impacta al exhibir la cara oculta de esta ilusión: talvez nuestros abuelos compartieron toda una vida insatisfacción, sufrimiento u odio mutuo. La primera de ellas es la argentina La luz incidente, en la que se plantean los inicios de una relación forzada, nacida desde la ansiedad, promovida por el mandato social y caracterizada por la desconsideración por los sentimientos de la mujer. Estrechamente relacionada con ella, la segunda de estas películas es La vida invisible de Eurídice Gusmão.
Son los años 50, aún estamos
lejos de hitos determinantes para la vida contemporánea como la revolución
sexual y la píldora anticonceptiva y, en una colorida Río de Janeiro, dos
hermanas viven la transición de la adolescencia a la adultez. Pero el drama se
impone abruptamente: una de ellas decide escaparse de la casa e irse a vivir a Europa,
para casarse con un marinero griego. Es a partir de ese momento que el vínculo
entre ambas se pierde, y que la película seguirá sus accidentados recorridos
vitales, en los que cada una deberá enfrentarse al mundo sin un arma crucial:
los consejos, el apoyo emocional y la presencia de la otra.
Es así que se desarrolla un
melodrama de corte clásico, que en su linealidad y su narrativa remite a
Douglas Sirk y a D. W. Griffith y, con la intensidad que sólo un maestro como
el director brasileño Karim Ainouz podía lograr, con una sobrecogedora
capacidad para tocar temáticas contemporáneas acuciantes. De hecho, esta
película debería ser materia obligatoria para adolescentes, para su asimilación
de problemáticas como la violencia sexual y la discriminación de género.
“Al principio molesta un poco,
pero cierra los ojos, piensa en otra cosa y pasará rápido. Y si tienes suerte,
quedarás embarazada”, le sugiere una amiga mayor a Eurídice, en un contexto
en el que las relaciones sexuales eran pensadas y concebidas como un disfrute
exclusivamente masculino, y en el que tener hijos era el más importante
cometido para una esposa. En este sentido, se entiende incluso lo desfasada y
adelantada a su tiempo que está Guida al hablar con Eurídice de su disfrute sexual
y al osar tener relaciones antes de su casamiento, y el porqué es tildada luego
de “puta” por su progenitor cuando decide volver a casa de sus padres, luego de
una decepción amorosa. Las ansias de independencia se pagaban caro, y es algo
que la película expone elocuentemente y varias veces a lo largo de su metraje.
Adaptación libre de la novela de
título homónimo de Martha Batalha, no debe existir película que mejor pinte el
patriarcado; la perspectiva histórica es un cristal diáfano en el que se vislumbra
con claridad una idiosincrasia que pervive en muchos sitios hasta el día de
hoy. “Mi madre es la sombra de mi padre”, señala Guida, remarcando que
el machismo como sistema de valores era asimismo reproducido por muchas
mujeres, quienes lo asimilaban acríticamente, asumiendo el rol de ama de casa y
receptáculo de críos, así como aceptando pasivamente las decisiones del
patriarca. Un detalle sutil se presenta cuando la madre de Eurídice y Guida se
enferma gravemente, y la casa en la que convive con su marido comienza a verse
de pronto sucia y desarreglada. Cuando ella fallece, el padre de Eurídice,
incapaz de valerse solo, comienza a vivir junto a ella y su marido.
Pero la opresión se encuentra a
todo nivel, y se despliega en todos los ámbitos de la vida social: el profesor
de piano recrimina a Eurídice sin comprender los problemas que pudiesen afectar
su concentración, un compañero de trabajo destrata a Guida gratuitamente; ante
el embarazo de Eurídice, su marido decide unívocamente pintar el cuarto del
futuro bebé de azul, convencido de que “será un varón”. Micromachismos que parecen
lejos de ser representativos de un tiempo ya pasado.
Por si fuera poco, La vida
invisible de Eurídice Gusmão presenta notablemente otros temas como
la eutanasia –tocado como al pasar, pero presentado con la naturalidad que
merece– y la brecha social: dos personas viviendo en diferentes estratos pueden
convivir en una misma ciudad durante décadas sin nunca cruzarse: los círculos
sociales de la clase media suelen situarse bien apartados de los de las clases
sumergidas. De todos modos y escapando al miserabilismo –esa tendencia
cinematográfica por la cual se exhibe la pobreza como universos de desdicha
infinita– aquí Guida, excluida de la familia y desplazada a un barrio marginal,
logra alcanzar una plenitud y una independencia de la que Eurídice permanece
siempre lejos. Y es que, como bien dice Guida en un momento crucial: “la
familia no es sangre, es amor”.
Como señalábamos en el primer
párrafo, habría que ver cuántos de nuestros ancestros supieron construir
hogares en los que la empatía, el respeto mutuo y la igualdad de decisión en ambos miembros de la pareja, eran la regla. Probablemente, muy pocos.
Publicada en Revista Caligari 11/2020.
viernes, 11 de diciembre de 2020
Blanco en blanco (Theo Court, 2019)
Diario de una legitimación
A fines del S. XIX y comienzos
del S. XX, la Isla Grande de Tierra del Fuego despertó el interés de grandes
terratenientes de origen británico, argentino y chileno. Quienes allí habitaban
entonces eran diversas tribus de onas o selk’nam, pero en tan sólo veinte años
la etnia fue exterminada por grupos “cazadores de indios”, principalmente
europeos contratados para eliminar a cuanto indígena se les cruzara. Con el
apoyo de los gobiernos chilenos y argentinos, sus patrones pusieron el precio
de una libra esterlina por testículo o seno de selk’nam, así como media libra
por cada oreja de niño, como pruebas de una caza eficiente.
Nada menos que tal contexto
histórico sirve como ambientación para esta película. Pedro, el protagonista
(Alfredo Castro) se presenta en una gran mansión de la estepa nevada; fotógrafo
de profesión, es contratado para retratar a la futura esposa del Sr. Porter,
terrateniente y dueño de la vivienda. Pero en seguida surgen los imprevistos:
la prometida en cuestión es una niña, y la estadía de Pedro se extenderá en mucho
más tiempo que el esperable. Progresivamente, comenzará a percatarse de las
aberraciones que le circundan.
Blanco en blanco se
presenta como una película detenida y apacible, pero no conviene engañarse, en
el fuera de campo se oculta la más intolerable película de terror. El director
Theo Court logra, gracias a un formidable poder de sugerencia, insinuar todo
aquello que ocurre en los márgenes, y que contrasta con la apacible
cotidianeidad de la vida burguesa. La matanza nunca es exhibida, sino las
instancias previas y posteriores: las redadas nocturnas y diurnas, los
personajes inclinados de forma enigmática sobre un cuerpo inerte que yace en el
suelo, los campos diezmados. La cámara distante y una fotografía tan portentosa
como austera propician una atmósfera en la que tanto el protagonista como el
espectador parecen observar desde un sitio incómodo, cómplices de lo
incalificable. Asimismo, múltiples situaciones señalan que el abuso sexual es
prácticamente la norma: la niña desposada, las indígenas “obsequiadas” como trofeos
de guerra.
Esta película dialoga y podría
verse como un excelente complemento de Zama, de Lucrecia Martel. Como en
ella, el protagonista comienza a verse preso en un territorio hostil, a merced
de fuerzas poderosas que determinan su rumbo. La cultura y la mentalidad del
abuso calan hondo y puede sentirse en las relaciones interpersonales y de
poder, en la sexualidad, en la forma en que el invisible pero omnipresente Mr.
Porter controla todo lo que circunda. Luego de ciertos excesos y “licencias”
del protagonista, un par de matones le propinan una paliza correctiva, clara y primera
señal de que su existencia y su status han sido degradados. Pero, en rigor, el
castigo real vendrá más tarde: para ganarse la vida, Pedro deberá acompañar a
los mercenarios en sus infames batidas de exterminio.
Blanco en blanco es una
película susceptible a múltiples lecturas, pero entre otras tantas cosas, se
trata de un brutal ensayo sobre la representación y sobre las posibilidades de
manipulación de la realidad por parte de un artista. En definitiva, el planteo
es elocuente acerca del sesgo ideológico volcado en la captura de un momento, y
lo más interesante es que lo haga centrándose en la que, para muchos, pareciera
la manifestación artística más objetiva de todas: la fotografía. La perspectiva
histórica lleva a comprender mejor, por contraste, la abismal diferencia entre
los valores de hace 100 años y los de hoy: una niña puede ser fotografiada de
infinidad de formas, pero el protagonista decide orientarla y generar una puesta
en escena en la que ella se ve sexualizada, en un afán provocador del deseo
masculino. De la misma manera, podría pensarse que una masacre puede retratarse
de centenares de horripilantes formas, pero aquí existe una voluntad de buscar
la poesía en aquellos campos rociados de cadáveres: un último brillo de luz del
atardecer, la composición armónica, la pose triunfal del verdugo. La historia
la escriben los genocidas, y el personaje legitima, cámara mediante, una
barbarie consumada.
jueves, 3 de diciembre de 2020
Pacificado (Paxton Winters, 2019)
En la selva se escuchan tiros
Tiempo ha pasado (de hecho, 18
años) desde la brasilera Ciudad de Dios y, más adelante, de Tropa de
elite 1, y 2, películas que, como pocas veces antes, ambientaban sus
historias en las mismas favelas de Río de Janeiro, exhibiendo un universo
dominado por la violencia, por un narcotráfico desmadrado y por la
confrontación, de a ratos convertida en guerra directa, entre escuadrones
policiales especializados y miembros del crimen organizado. Aquellos relatos
arrojaron una idea bastante terrorífica de la existencia en barrios marginales,
submundos que, si bien eran presentados con cierto atractivo exótico, al mismo
tiempo eran vistos como el último sitio al que cualquier humano querría irse a vivir.
Pero lo cierto es que 1,4 millones de cariocas son hoy parte de estos barrios y
no necesariamente subsisten en contacto directo con esa realidad de malandraje,
drogas y violencia que este tipo de representaciones se empecina en exhibir.
Esta película retoma hasta cierto
punto la estética y la temática de aquellas otras, pero esta vez concentrándose
un poco más en la cotidianeidad de personajes comunes que intentan ganarse la
vida, vulnerables a los arbitrarios caprichos de los capangas de turno. Corre
el año 2016, tiempo de olimpíadas, justamente un período en el que los
traficantes y la policía vivieron un pacto de paz conocido como “pacificación”.
Así, seguimos la existencia de Tati (Cassia Gil), una adolescente de 14 años
que convive, cada vez que sale de su casa, con vecinos narcos armados hasta los
dientes y bien predispuestos a agujerear al malviviente más próximo. Si bien en
un comienzo esta chica es el eje de la película, eso cambia cuando su padre
Jaca (Bukassa Kabengele), un veterano convicto, es liberado de prisión y
comienza a convivir junto a ella en la favela. Esta nueva figura, el dilema al
que se enfrenta apenas llegado al barrio, y el vínculo que se entreteje entre
ambos, son lo más interesante y valioso de la película. Sólidas
interpretaciones y un buen pulso narrativo provocan una adhesión inmediata.
Otro punto destacable son ciertas
imponentes panorámicas -en la última década los drones han facilitado tomas
aéreas impensables- que dan cuenta, en su justa dimensión, no sólo del tamaño
de las favelas, sino además del grado de dificultades de la existencia en tal
contexto. El director estadounidense vivió durante un período en uno de estos
barrios y logra transmitir con acierto determinados obstáculos: la escena en
que vemos al protagonista deslomándose cargando una heladera cuesta arriba, y
en la que la cámara se aleja exhibiendo el camino hasta la cima del morro, da
cuentas de sólo una parte del cúmulo de problemas que supone vivir inserto en determinada
geografía, a los que corresponde sumar las dificultades inherentes a la pobreza
y a niveles de vida sumergidos.
Lamentablemente, la película
tiene dos problemas nada menores, que la llevan prácticamente a desbarrancar.
El primero de ellos es una vuelta de tuerca sobre el desenlace, tan innecesaria
como morbosa: un elemento de incesto que nada parecería agregar a la historia.
El segundo no es menos grave, y tiene que ver con los personajes femeninos de
la película, quienes parecen oscilar hacia uno y otro lado de aquella rancia dualidad
de vírgenes y putas, siendo las primeras seres inocentes y frágiles, y las
segundas, almas perdidas, abusivas, siempre proclives a complicarlo todo y generar
daños irreparables. El protagonista, un viejo patriarca justo, eje moral de la
historia, se opone a unas y otras nada menos que como protector o como factor
moralizante.
El resultado es un cine
envolvente y cautivante, bien logrado en muchos niveles y con el plus de
interés de situarse en un ambiente atípico. Pero como decíamos, aquellos otros elementos
fallidos se hacen sentir, y de qué manera.
sábado, 14 de noviembre de 2020
El juicio de los 7 de Chicago (The Trial of the Chicago 7, Aaron Sorkin, 2020)
El mundo entero está mirando
Netflix estrenó una de las películas que mejor se plantan de cara a los óscars del próximo año, un proyecto que originalmente iba a ser filmado por Steven Spielberg y que finalmente decayó en su libretista, Aaron Sorkin. El planteo reúne a un buen puñado de actores de primera línea, y representa con desenfado y al mismo tiempo con notable peso dramático, uno de los juicios más sonados de la historia estadounidense.
Los hechos previos. Corre el verano del año 1968 y Estados Unidos se encuentra en la cúspide de la turbulencia. A los asesinatos de JFK y Malcolm X les siguieron los de Marin Luther King Jr. y Bobby Kennedy. La Guerra de Vietnam alcanza ya la friolera de mil soldados norteamericanos muertos cada mes, por no hablar de vietnamitas. El clima de descontento era generalizado, y las manifestaciones contra la guerra encendían las calles, con cuestionamientos orientados especialmente hacia el gobierno y el Partido Demócrata, del cual el presidente Lyndon B. Johnson era líder.
Varias organizaciones de izquierda confluyeron en Chicago, en una serie de actividades, encuentros y marchas, en torno al Anfiteatro Internacional, sitio en el que se celebraba el Congreso Nacional Demócrata. A pesar de que los líderes de los grupos pacifistas habían solicitado permisos a la ciudad para realizar las manifestaciones, todos ellos fueron denegados y de hecho se impuso un toque de queda a las 11 PM en Lincoln Park. El 25 de agosto, la policía baleó de muerte a Dean Johnson, un joven indio americano de 17 años que había salido con un amigo a la calle, pasada esa hora.
El 28 de agosto, varios miles de manifestantes intentaron marchar hacia el Anfiteatro, pero se encontraron con cordones policiales bloqueándoles el paso. El resultado fue el imaginable: los uniformados arremetieron contra el gentío, a lo que se sucedió un enfrentamiento entre civiles y agentes de la ley que se extendió durante cinco días y cinco noches, con un saldo de centenares de heridos, entre ellos decenas de periodistas que informaban sobre la represión policial y a los que les confiscaron películas y cámaras.
La farsa. La película reproduce estos hechos principalmente en flashbacks, pero se centra en el juicio del título, una extensa farsa judicial en la que, al año siguiente, ocho individuos arrestados durante los enfrentamientos, varios de ellos, líderes de organizaciones de izquierda, fueron acusados por el gobierno entrante de Richard Nixon por conspiración para cruzar las fronteras estatales e incitar a la violencia. Los ocho rápidamente pasaron a ser siete porque Bobby Seale, líder de las Panteras Negras, fue apartado de la causa y condenado a cuatro años de prisión, en un claro despliegue de racismo judicial. La apuesta del gobierno era clara, elegidos los cabecillas a quienes aplicar un castigo ejemplar, era necesario garantizar un proceso en el que ninguno de ellos pudiese ser declarado inocente. Para ello, se recurrió a todo tipo de trampas y argucias imaginables, varias de las cuales (no necesariamente las más graves) fueron expuestas notablemente en esta película.
De la misma manera en que el juicio reunió a varias “estrellas” del activismo político, la película incorpora a varios grandes actores de Hollywood. Sacha Baron Cohen da en la tecla al personificar a la compleja y carismática personalidad de Abby Hoffman, líder de los “yippies” (por la sigla de su partido Youth International Party, de marcado perfil antimilitarista), por su parte, el oscarizado actor británico Eddie Redmayne interpreta fluidamente a Tom Hayden, de la Students for a Democratic Society (una de las principales representaciones de la Nueva Izquierda), en sus cavilaciones entre el respeto obediente y el liderazgo subversivo. John Carrol Lynch se ve sumamente convincente como David Dellinger, líder de la colisión antibélica Mobilization to End the War in Vietnam, y asimismo Yahya Abdul-Mateen II aporta importantes dosis de carisma como cabecilla de los Panteras Negras. Asimismo, el abogado defensor interpretado por Mark Rylance es un notable vehículo de oposición al implacable y ultra-reaccionario juez Julius Hoffman, un villano de los mejores, interpretado por Frank Langella.
Un viejo conocido. El guionista devenido director Aaron Sorkin ha labrado una extensa carrera en Hollywood y es autor de los libretos de las brillantes The Social Network y Moneyball, entre otras tantas, y dirigió recientemente la atendible Molly’s Game. Como debería hacer todo director con poca experiencia tras las cámaras, Sorkin tuvo el buen criterio de delegar en manos expertas varias de las decisiones finales. El brutal montaje paralelo y grandes ideas de impacto fueron aportadas por el editor Alan Baumgarten, así como notables arreglos musicales incorporados por el compositor británico Daniel Pemberton. El resultado es un trabajo sumamente eficiente a nivel técnico, dotado de un ritmo espectacular, y muy buen sentido del humor.
Sorkin se toma unas cuantas licencias poéticas a la hora de recrear los acontecimientos, y es algo evidente por el tono de la película, quizá más preocupada en lograr un buen espectáculo que por la fidelidad a los hechos históricos. Los registros de época difícilmente pudieran dar el detalle de lo conversado entre los acusados fuera del juicio, por lo que allí se encuentra el mayor grado de ficcionalización. En cuanto al juicio en sí, es curioso que varios de los puntos que resultan más increíbles sucedieron realmente, y varios otros, quizá más inocuos, fueron producto de la imaginación de Sorkin. De esta manera, se atenuó el hecho de que el acusado Bobby Seale pasara varios días atado y amordazado durante el juicio, minimizándose aquí a un exabrupto de tan sólo unos minutos, impedido gracias a la indignación general y en particular a la reacción del fiscal Richard Schultz (interpretado por Joseph Gordon-Levitt). Quizá para agregar matices al cuadro, este último es presentado como un individuo conservador pero recto y respetuoso de determinados principios humanistas, algo que no estaba ni cerca de ser así. De hecho, el Schultz real se ganaría más adelante el apodo de "pitbull", por su enfoque ensañado e intransigente trabajando para el gobierno. Un desenlace en el que un sinfín de nombres son leídos en voz alta no ocurrió realmente, y mucho menos la subsecuente reacción positiva por parte de Schultz. Otro elemento interesante es que el personaje de la agente infiltrada Daphne Fitzgerald no existió realmente: sí hubo varios agentes de inteligencia infiltrados entre los manifestantes, y tres de ellos declararon en el juicio, pero Daphne es una invención del libreto. Es probable que la explicación se deba a la necesidad de cubrir cierta cuota femenina en una película poblada y nutrida de personajes masculinos. Algo que no necesariamente habla de “machismo” por parte de Sorkin -no podríamos saberlo- sino del imperante en el momento histórico recreado, en el que tanto los líderes revolucionarios en cuestión, como los letrados y uniformados implicados, eran hombres.
Es probable que todas estas libertades ofendan a algunos puristas del rigor histórico, pero lo cierto es que la película cumple sobradamente con su propósito de informar sobre estos hechos, sin transfigurar la realidad en aspectos determinantes, y al mismo tiempo dando un espectáculo emocionante y entretenido. Y en momentos de confrontación política y excesos policiales por doquier, cae especialmente bien este entretenimiento comprometido y masivo, quizá una de las mejores y más estimulantes vías para ayudar a pensar la historia en su contraste con la actualidad.
Publicado en Brecha el 6/11/2020
martes, 27 de octubre de 2020
Amanda (Mikhaël Hers, 2018)
El duelo responsable
Últimamente el cine viene tocando con acierto la temática del abandono materno, esa situación en la que una madre abrumada decide «desaparecer», dejar a sus hijos y pasar a vivir alejada de ellos. Es el tema central de la francesa Nos batailles, de la argentina La omisión, de la canadiense Maman est chez le coiffeur, y vuelve a ser tocado en esta película, aunque sólo parcialmente y como algo pasado, no central para la trama. Pero, sin dudas, es uno de los elementos que nos llevan a entender los conflictos pasados de David, el protagonista, abandonado por su madre cuando él y su hermana eran pequeños. También hay otras dos figuras ausentes en el rompecabezas familiar: su padre (fallecido hace ya un tiempo, cabe suponer) y el padre de su sobrina Amanda (estratégicamente desaparecido luego de haber nacido su hija). Así, se entrevé que la ruptura, la descomposición y los traumas derivados de ellas son cíclicos en la familia. Pero el conflicto central se precipita a los 25 minutos de metraje cuando, en un atentado terrorista, la hermana de David es baleada de muerte, por lo que Amanda queda a su cuidado. Léna, la muchacha con la que David recién comenzaba a salir, es otra de las víctimas y es hospitalizada con heridas graves. Con veintipocos años, David queda sumido en un dolor profundo (se entiende que, luego de las ausencias paternas, su hermana haya sido un sustento emocional para él) y, al ser la figura familiar más cercana de su sobrina Amanda, debe afrontar la responsabilidad de oficiar como padre sustituto.
Quizá la parte molesta sea esa tendencia tan propia del cine francés actual de plantear personajes que se presentan como paradigmas de comportamiento, ejemplos de un accionar idóneo, estandartes de los últimos hitos de corrección moral (siguen spoilers). Así, lejos del tipo neurótico, David se aparta de Léna respetuosamente cuando ella le pide un tiempo para estar sola y, ante la posibilidad de adoptar a la niña o de legársela a su tía, decide ser su tutor definitivo. Finalmente, se sobrepone a su resentimiento y a sus pensamientos negativos respecto a su madre ausente y simplemente accede a tener un diálogo adulto y respetuoso con ella en un parque, sobre el final del metraje.
Las bajadas de línea son unas cuantas y serían más que suficientes para arruinar la película, pero los méritos también abundan y las compensan sobradamente. La evolución de los personajes es sutil, paulatina y creíble, hay interpretaciones sumamente sólidas (sobre todo el de la pequeña Isaure Multrier en el papel de Amanda) y abundan las escenas eficazmente emotivas en las que las sensaciones de duelo, pérdida insalvable o dolor profundo se vuelven casi palpables (siguen más spoilers). Imposible que no quede grabada a fuego en la memoria esa niña llorando, inconsolable e incapaz de emitir una sola palabra en plena noche. El final, en el que un partido de tenis opera como catarsis y como metáfora al mismo tiempo, es una escena excepcional.
Publicado en Brecha el 16/10/2020
viernes, 2 de octubre de 2020
Las mejores películas (XXXII)
Estoy sumamente entusiasmado con esta selección de películas, a las que considero verdaderos hallazgos y comienzan a ser parte de mi top de este año. Como de costumbre, las pongo en orden de importancia (la de arriba es la más brillante, y siguen en orden decreciente), pero son todas maravillosas. Si les gusta este post, comenten... y recomiéndenme películas a mí.
Mãe só há uma (Anna Muylaert, Brasil).
La anterior película de Anna Muylaert, Qué horas ela volta? era realmente muy buena y allí ya se notaba lo bien que llevaba la cotidianeidad de sus personajes y su inequívoca verosimilitud. Esta película es aún mejor, y se ubica en una situación realmente atípica y quizá nunca transitada por el cine: el secuestro de niños, pero desde la perspectiva, justamente, de los secuestrados que se criaron y crecieron junto a quienes los robaron, y su reencuentro, ya crecidos, con sus verdaderos padres biológicos. Imprescindible, de verdad.
Les Misérables (Ladj Ly, Francia).
Nada que ver con Víctor Hugo, un policial ubicado en el epicentro de un conflicto entre uniformados y marginales de la banlieu de Montfermeil, con un realismo que recuerda a La haine y a Abdel Kechiche. En un registro que debe mucho a The Wire, una jornada para un policía novato supone enfrentarse a varios mafiosos locales, gitanos forzudos, niños ladrones, madres chillonas y musulmanes de todo porte. El recorrido, increíblemente cambiante e inesperado, está dictado por un guión perfecto, en el que se entrevé cierto orden interno, iniciativas de ayuda mutua y dinámicas de supervivencia, instrumentadas por colectivos que subsisten en el patio trasero de una sociedad que les rehuye.
The Assistant (Kitty Green, Estados Unidos).
Esta brillante película no es la explicación del porqué de los Harvey Weinstein del mundo, sino de su impunidad, de cómo es que se mantienen intocados en sus espacios de poder, sin cuestionamientos o consecuencias. Nada que ver con Bombshell: todo lo que ahí es estridente, obvio y manifiesto, acá es sutil, perceptible sólo desde el minimalismo atento de una secretaria en su arduo quehacer diario; todo se encuentra cubierto por un manto de silencio cómplice. El hecho de que el depredador sexual no aparezca en el cuadro refuerza un aura de invulnerabilidad, omnipotencia y miedo generalizado.
Glory (Kristina Grozeva, Petar Valchanov, Bulgaria).
Gran, gran película, con interpretaciones grandiosas y un guión tan preciso y calculado como el reloj perdido del protagonista, ese objeto que retrotrae a la época en que las cosas eran duraderas y construidas con auténtico rigor y nobleza. Los valores compartidos por el protagonista (y su padre, presumiblemente) son justamente los que escasean entre sus antagonistas, burócratas oportunistas más preocupados en mantener su buena imagen y a sí mismos en el poder que en admitir por una vez sus culpas o hacer las cosas medianamente bien. El final me dejó muy bajoneado, pero después de pensarlo un poco me doy cuenta de que no es tan pesimista como parece.
First Cow (Kelly Reichardt, Estados Unidos).
Hasta ahora la mejor película de Kelly Reichardt que pude ver. Como en Meek's Cutoff, se trata de un cine de corte histórico ambientado en ese Estados Unidos iniciático, agreste, aún despoblado. En este caso, la directora/guionista presenta la historia de dos perdedores, dos individuos ordinarios que, en un emprendimiento a pequeña escala, deciden apostar por el sueño americano, con resultados poco estimulantes. La imagen de la vaca cercada, en un pequeñísimo territorio y vista como al pasar, es un fragmento tristísimo e inolvidable. También el fundido a negro final.
The Sisters Brothers (Jacques Audiard, Francia/Estados Unidos).
Muy loco que Jaques Audiard, quien nunca me pareció un director interesante, haya logrado uno de los mejores westerns en años. Como en los clásicos de Anthony Mann, la psicologia de los personajes, su densidad emocional, su inequívoco componente humano son la materia prima para una distendida y bella historia, que alterna y salta desde la comedia al drama con endiablada naturalidad. Un caballo en llamas, una araña venenosa, un chal, una líquido rojo, una cacería humana, una soñada utopía son elementos que bosquejan la originalidad de un gran libreto.
Sami Blood (Amanda Kernell, Suecia, Noruega, Dinamarca).
Una de esas películas que ya con tres pinceladas te ganan y te vuelven incondicional a la hustoria. No tenía idea de que existieran 'indígenas' suecos, historicamente discriminados, y es muy sorprendente la formalidad lombrosiana con la cual se los excluyó de todos los ámbitos a lo largo del siglo XX. Me alucinó la escena de una fiesta, en la que un par de antropológas le piden a la protagonista que cante, sin considerar el pudor que podría generarle la situación, lo cual recuerda a esa otra escena anterior en la que un par de médicos la estudian y fotografían sin el menor escrúpulo. Y los que quieran ver a una mujer empoderada, acá se van a encontrar con una de verdad.
A Beautiful Day in the Neighborhood (Marielle Heller, Estados Unidos).
Marielle Heller tiene un don: la habilidad de hacer un cine discursivo, explícito en sus intenciones, y casi que hasta con moralejas incluidas, pero con sobriedad, muchísimo talento y capacidad para emocionar. La historia de un presentador televisivo que marcó la infancia de varias generaciones es toda una lección de humanidad y un acercamiento a un personaje apasionante y entrañable. Es ya la tercera película de Heller (antes había hecho The Diary of a Teenage Girl y ¿Can You Ever Forgive Me?, y la tercera vez que la clava en el ángulo.
The King (David Michôd, Reino Unido).
Gran sorpresa. Un cine de corte histórico a medio camino entre Game of Thrones y Shakespeare, filmado con pulso magistral. De ahora en más seguiré con interés al australiano David Michôd. El texto es un rejunte de obras, y tiene más bien poco rigor histórico, pero qué importa, uno compra igual. Después de todo, hace rato que no veía un castillo tan sucio y oscuro en el cine, y tengo la idea, sino la certeza, de que así eran en realidad.
1987: When the Day Comes (Jang Joon-hwan, Corea del Sur).
Un hermoso ejemplo de eso que los coreanos hacen tan bien y que es la mezcla explosiva de géneros: comedia, drama, policial, thriller, cine social. No falta nada en esta ensalada imparable y espectacular, que se las ingenia hasta para contrabandear un homenaje a un mártir estudiantil y al orgullo democrático, sin sonar desafinado, ridículo o panfletario, y hasta emocionando un poco. Chapeau!
viernes, 25 de septiembre de 2020
El precio de la verdad (Dark Waters, Todd Haynes, 2019)
Veneno para el pueblo
Esta película nació a partir de una enorme indignación y un posterior encargo. El gran actor y militante ambientalista Mark Ruffalo se escandalizó al leer un artículo de The New York Times llamado “El abogado que se convirtió en la peor pesadilla de Dupont”, firmado por Nathaniel Rich, en el que se describía a un personaje de la vida real llamado Robert Bilott, un abogado defensor corporativo, que, por un giro del destino, acabó enfrentándose a Dupont, multinacional del teflón, en una denuncia penal en la que la responsabilizó por envenenar el agua, las tierras, los animales y hasta los mismos pobladores de la localidad de Parkersburg, en Virginia Occidental. Ruffalo decidió que la historia merecía una película, colocó el proyecto sobre sus hombros y, con mucho acierto, llamó al director Todd Haynes (Velvet Goldmine, Lejos del cielo, Carol) para encargarle el proyecto.
La decisión de elegir a este cineasta es curiosa, pero al mismo tiempo sumamente sabia. Haynes es un autor integral, que suele escribir y dirigir sus propias películas y que no parecería la clase de “artesano” dispuesto a abocarse a lo que le piden; pero es de suponer que la propuesta le resultó lo suficientemente interesante y poderosa. Y lo cierto es que la marca autoral se vuelve evidente: una fotografía de iluminación tenue genera un universo de sombras viradas hacia el azul cobalto en los exteriores y al amarillo y al beige en interiores, provocando una sensación de opresión y de mundos contrapuestos: por un lado, el de los civiles de a pie, víctimas de los vertidos de ácido perfluorooctanoico o PFOA, usado durante décadas para sartenes y otros utensilios de teflón, y causante de diversas enfermedades y malformaciones. Por otro, ese universo hipócrita de los victimarios, multimillonarios abocados a presentar una fachada empresarial impoluta en las fiestas y a volcar todo su poder para ocultar crímenes aberrantes en los tribunales.
Ruffalo está brillante. En una escena crucial, la esposa del protagonista discute con él señalándole que nunca está presente, que ni sabe qué hacen sus hijos en su tiempo libre, y él callado, sin poder dar respuesta, totalmente absorbido por un caso mucho más grande que sí mismo y que todo su país, en el que deja la vida literalmente, que lo enferma y corroe por dentro. Mucho peso carga este personaje, y es algo que se lee en su afasia, en su deambular encorvado, en toda su expresión corporal.
La narración es lineal y perfectamente clásica y, si bien el planteo no parece muy original, (al mejor estilo Erin Brockovich o Los hombres del presidente, se dispone esa lucha de David contra Goliat, de investigadores de voluntad inquebrantable versus poderes colosales). La denuncia no sólo expone el aberrante comportamiento de Dupont, sino también la complicidad de la EPA, la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos, organización gubernamental que, según se señala, no regula una sustancia química a no ser que las mismas empresas den cuenta de sus daños potenciales. Asimismo, también queda en evidencia y en ridículo el sistema de justicia estadounidense, incapaz de agilizar un caso que se alarga eternamente sin poder ejecutar de una vez a los responsables.
Lejos de la denuncia puntual, esta notable película es una impactante e inolvidable alegato global, en el que se evidencian varios de los peores horrores del neoliberalismo.
Publicado en Brecha el 18/9/2020.
jueves, 23 de julio de 2020
El valor de una mujer (Nome di donna, Marco Tulio Giordana, 2018)
Cine-modelo
jueves, 30 de abril de 2020
Las mejores películas (XXXI)
Acá el listado, por orden de interés:
viernes, 17 de abril de 2020
Confinamiento y alienación en el cine
La prisión hogareña
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Trapped (Vikramaditya Motwane, 2016) |
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Con ánimo de amar (Wong Kar-wai, 2000) |
La soledad en las grandes urbes es una constante del cine de autor producido dentro del continente asiático desde hace años. En el cine de Wong Kar-wai (Chungking Express, Con ánimo de amar, 2046) ya era omnipresente en forma de bello existencialismo, acompasada con boleros, jazz y música latina, colores vivos, una lluvia copiosa, el humo de los cigarrillos concentrándose en pequeñas habitaciones de paredes descascaradas. En ambientes similares pero sin la elegancia ni la cadencia de Wong, las películas de Tsai Ming-liang son desmesuradamente lentas y tediosas, pero tienen un extraño mérito: cualquiera de ellas es inolvidable, y su cine ilustra con incomparable precisión un “estado de cosas” vivenciado por la clases media-bajas y trabajadoras de algunas regiones de China, personajes de rostros cansinos que deambulan o reptan, alternándose entre trabajos insatisfactorios, relaciones sexuales frías, polución y contaminación crecientes y una calidad de vida en notorio declive. Viva el amor y El río son claros ejemplos de ello, pero la obra completa del director es una bolilla imprescindible para el estudio de la incomunicación, y el confinamiento en las sociedades modernas.
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Haze (Shinya Tsukamoto, 2005) |
El creador de distopias y de varias de los más demenciales delirios cinematográficos vistos en el último siglo, Shinya Tsukamoto (Tetsuo, Vital), dijo con acierto: “Tengo una imagen de Tokio en mi mente: es una imagen de una ciudad llena de habitaciones de concreto, con un cerebro atrapado en cada una de ellas.” Varias de sus horripilantes películas, y en especial Haze, son grandes alegorías referidas a este confinamiento. Otro director japonés que ha profundizado en la temática ha sido Kiyoshi Kurosawa, maestro del terror existencial. En Kairo, un extraño portal de internet promete contactar a los usuarios con gente muerta. Pero Kurosawa logra, con gran poder de sugerencia, exhibir a los vivos como verdaderos “muertos en vida”. El mundo de los muertos no se diferencia mucho del nuestro, se entreven figuras tenebrosas y extrañas frente a monitores en penumbras, que de hecho recuerdan a muchos “zombies” cybernautas: individuos alienados, depresivos e insatisfechos.