domingo, 11 de junio de 2023

Godland (Hlynur Pálmason, 2022) y Vera (Tizza Covi y Rainer Frimmel, 2022)

Un párroco, un enemigo


Durante los créditos de apertura de Godland, un texto en pantalla anuncia que la documentación más antigua de la costa sudeste de Islandia fueron siete fotografías de placa húmeda tomadas por un sacerdote danés. Sin embargo, estas fotos históricas no existen; son una invención del director y guionista islandés Hlynur Pálmason, un puntapié inicial para dar vida a esta cautivante historia. A fines del siglo XIX, Islandia era aún una colonia danesa; sus territorios estaban sujetos a la autoridad de la corona y eran gobernados por funcionarios provenientes de ese país. En tal contexto, un sacerdote danés luterano es enviado para supervisar el establecimiento de una nueva parroquia. Pero el espectador atento podrá comprender que, más allá de su misión oficial, en su particular y sinuosa travesía el protagonista alberga intenciones ocultas, y que, en definitiva, está llevando a cabo un viaje de reconocimiento a través de la isla.

Filmada en un formato casi cuadrado y de vértices redondeados -en claro homenaje a la fotografía fija- colmada de abrumadores paisajes agrestes, esta descomunal recreación histórica exuda un poderío visual equiparable a las más vistosas obras de John Ford, David Lean o Akira Kurosawa, siendo el entorno natural un personaje monstruoso e implacable que, en su primera parte, se cierne sobre los personajes causándoles accidentes, muerte y enfermedades. Sobre la segunda mitad, habiendo alcanzado el protagonista su destino, pasan a ser los humanos los motivadores de los conflictos, nada menores en comparación. Nos encontramos con un protagonista prepotente, soberbio y con aires de superioridad que, pese a su biblia y su sotana, logra despertar las sospechas de varios de los personajes locales con los que se cruza: particularmente un guía -que asimismo también parece ocultar unas cuantas cosas- y un patriarca viudo a cargo de sus dos hijas. Estos tres personajes, con sus secretos, sus suspicacias y su hostilidad contenida, operan como fuertes símbolos en un trance sutil, en el que se opone la religión modernizadora al mundo rústico y natural por un lado, y al conservadurismo protector por otro.

Ganadora de decenas de premios en festivales -incluido el de mejor película internacional en el reciente Festival Cinematográfico Internacional del Uruguay-, se trata del tercer largometraje de Pálmason, luego de Winter Brothers (2017) y Un blanco, blanco día (2019). El director, que estudió cine en Dinamarca, rodó esta película en zonas cercanas a su casa en Islandia e incluso dio un papel a su hija, una niña que salta del islandés al danés con absoluta soltura y naturalidad. Godland es la clase de películas que seduce en su exotismo arrebatador, pero asimismo es un cine auténtico, realizado por un creador que conoce a fondo su material y el mundo representado. Y lo hace dando una visión peculiar sobre la historia colonial, concentrado en idiosincrasias contrapuestas y en el peculiar colapso propiciado por un encontronazo cultural.

El progenitor y su sombra



Tizza Covi y Rainer Frimmel son cineastas que han trabajado juntos desde 1996, haciendo teatro, fotografía, documentales y ficciones. Más allá de esto, son autores a prueba de balas, de esa estirpe de cineastas que en el mundo se cuentan con los dedos de una mano y que no parecen ser capaces de filmar otra cosa que obras maestras; poco menos podría decirse de películas de la talla de La pivellina (2009) o Mister Universo (2016). Sorprendentemente, estos cineastas no han obtenido el reconocimiento que merecen y, si bien suelen ser debidamente galardonados en festivales, quizá no sean hoy lo suficientemente ponderados.

Vera está filmada con el estilo característico de Covi y Frimmel, un enfoque naturalista, en el cual se combinan elementos de ficción y no ficción, con cámaras movedizas que emulan un enfoque documental y que dan una sensación de espontaneidad a sus cuadros cotidianos. Su predilección por actores no profesionales -que por lo general se interpretan a sí mismos- dan pie a personajes de una autenticidad atípica, con el atractivo de que además suelen ser individuos extraordinarios, por fuera de lo común o directamente marginales. En este caso, la protagonista es particularmente llamativa: se trata de Vera Gemma, una mujer entrada en la cincuentena, vestida con jeans, tapados de piel y stilletos, con extensiones en el pelo y una notoria adicción a las cirugías. Lo más interesante de este personaje real es que, a pesar de los preconceptos que a priori podría motivar su apariencia, no le cuesta ganarse a su audiencia: su mirada reflexiva, su carisma y su simpatía la vuelven entrañable a los pocos minutos de metraje. Y la empatía es mayor cuando sabemos que carga con una maldición vital: al ser la hija del fallecido actor Giuliano Gemma -el galán más reconocible de los spaghetti western- se ha visto condenada a una vida de referencias a su padre, y a ser perpetuamente comparada con él. 

Nacida bajo el influjo maldito del culto a la belleza, Vera parece el retrato ambulante de una sucesión de malas decisiones. Pero este pasado aciago no tiene que ver solamente con su visita recurrente a los quirófanos, sino por haberse expuesto, además, a una seguidilla de parejas abusivas; hombres interesados en beneficiarse de su fortuna heredada y de sus contactos con el jet-set cinematográfico. La aparición accidental de un niño en su vida, y de una pequeña familia disfuncional, parecen abrirle una nueva perspectiva.

Vera tiene una cualidad que sólo es compartida con las mejores propuestas autorales: el ser tan impredecible como la vida misma. Ni el más avezado de los espectadores podría saber en qué dirección avanza la narración, ni dónde se encuentran sus intenciones, ni cuál es el tema central de la película hasta casi finalizado el metraje. Y como ocurre con el mejor cine a secas, ni siquiera terminada la proyección será capaz de resolver todas estas incógnitas, las cuales permanecerán repicando en su cabeza por un buen tiempo. 

Publicado en Brecha el 19/5/2023


miércoles, 31 de mayo de 2023

Misántropo (To Catch a Killer, Damián Szifron, 2023)

Un argentino en Hollywood 


Nueve años pasaron desde Relatos salvajes, título que rompió un récord histórico, convirtiéndose en la película más taquillera del cine argentino. Desde entonces su director, el aclamado Damián Szifrón (autor también de series como Los simuladores y Hermanos y detectives, y de las películas El fondo del mar y Tiempo de valientes) intentó trabajar para hollywood, con las dificultades inherentes a ser reclutado como un peón de la industria. Es justo recalcar que, además de un gran cineasta, Szifrón es un ávido declarante, y un artista comprometido. En este sentido, se recomienda escucharlo en entrevistas (en Almorzando con Mirtha Legrand, espetó a su interlocutora que “el sistema capitalista necesita gente que nazca pobre, y que esté dispuesta a hacer trabajos que nadie más quiere hacer”). 

Luego de tres años perdidos en el proyecto fallido “El hombre nuclear” -del cual el cineasta dimitió por presiones por parte de la producción- se abocó a este proyecto, del cual es director y co-guionista (junto al estadounidense Jonathan Wakeham). La película comienza en Baltimore, la noche de fin de año, y su comienzo es de los más espectaculares que haya dado el cine policial de los últimos tiempos. Un francotirador aprovecha los festejos y la explosión de fuegos artificiales para disparar a mansalva contra personas al azar, dejando un saldo de 29 muertos. El ataque moviliza a las autoridades policiales, incluyendo al FBI; Eleanor Falco (Shailene Woodley) es reclutada por el agente especial Geoffrey Lammark (Ben Mendelsohn), para formar parte del equipo de investigación encargado de identificar y dar captura al responsable. Se puede convenir que, a nivel cinematográfico, Szifrón calza a la perfección en la industria. Sus narrativas ágiles, sus buenos ritmos y sus dosis de inventiva y espectáculo característicos se ven concentrados de forma notable en esta película. En comparación a la media de los policiales hollywoodenses, este sobresale por una narrativa inteligente que exige espectadores atentos y que dispone además una buena cantidad de atinados apuntes sobre la sociedad estadounidense, la venta y la tenencia de armas, el destrato a los inmigrantes, el racismo, el odio de clase. En una escena, los detectives deben buscar una prueba fundamental en un gran basural; cuando la protagonista le pregunta a un empleado por qué los residuos no son clasificados, él responde que todo va a parar al mismo lugar, y que a las personas se les pide que separen la basura solamente para generar cierta “cultura” de reciclaje. El tono sarcástico es constante, y como en la serie The Wire, hay un énfasis en las dificultades para investigar, en las trabas políticas, en la aparición e intromisión de individuos poderosos que entorpecen los procedimientos. 

El problema principal es que ambos protagonistas, si bien a priori son atractivos, rayan en los estereotipos: por un lado está el jefe experimentado y brillante, el hombre honesto que sobresale como rara excepción en una división de gente corrupta o abúlica. De esos personajes que suponen el eje moral de la historia, que siempre tienen una respuesta aguda y certera, y la última palabra para todo. Pero su mayor habilidad es la de captar talentos; una conversación casual en la que la co-protagonista dice al vuelo una sonsera sobre los asesinatos en masa y los mosquitos, llama su atención y lo espabila para reclutarla. Ella, por su parte, es la típica muchacha incomprendida y de bajo perfil, pero con esa chispa de genialidad innata que -se ve venir a la legua- le servirá para unir las piezas, y descubrir las claves invisibles para dar con el asesino. Todo esto supone un recorrido trillado, predecible, y repleto, además, de líneas de diálogo inverosímiles. Una escena en la que el asesino “perdona” a la protagonista y conversa largamente con ella, exige la suspensión de la incredulidad a niveles extremos. 

A un thriller policial hollywoodense quizá no habría que pedirle tanto, pero al hecho de tratar temas cruciales y acordes a una problemática actual, se le suma el que sea Szifrón el cineasta a cargo. Esto lleva a que las expectativas y las exigencias sean más altas que lo habitual.

Publicado en Semanario Brecha el 25/5/2023

sábado, 11 de marzo de 2023

Entrevista a Ana García Blaya

Hermano mayor, hermano menor 

Cortesía: Intendencia de Maldonado (Claudia Beltrán)

La uruguaya, adaptación fílmica del best seller de Pedro Mairal, fue estrenada en esta 25.ª edición del Festival de Cine de Punta del Este. Filmada en su mayor parte en Uruguay, la coproducción argentino-uruguaya logró concretarse gracias a un novedoso y efectivo sistema de financiación. Brecha conversó con la cineasta a la que le fue encargada la dirección del proyecto. 

Normalmente, las películas por encargo suponen para los directores una pérdida importante de libertades. Pero La uruguaya fue concebida de una manera particular: la Comunidad Orsai, liderada por el escritor argentino Hernán Casciari, impulsó una venta de bonos para financiar y coproducir el proyecto. Algunos socios llegaron a comprar uno o dos bonos de 100 dólares, otros adquirieron el máximo permitido, 200. Cada bono contó como un voto para determinadas decisiones, todos los socios participaron aportando sus ideas; así, las ganancias de la película serán repartidas entre todos los socios y coproductores. En menos de dos meses, se vendieron todos los bonos: 1.937 personas invirtieron en la película y volvieron posible el emprendimiento. La directora, Ana García Blaya, asumió un encargo único en su especie, de un día para el otro pasó a tener casi 2 mil socios que participaban de manera activa en la concepción del film. Y los resultados fueron notables. 

 La historia se centra en el amorío que un escritor argentino casado entabla con una joven uruguaya: en un extendido y patético cortejo (ocurrido principalmente en zonas del Centro y la Ciudad Vieja de Montevideo) y en ciertos sucesos inesperados, se revelan las conocidas rivalidades y choques culturales entre uruguayos y argentinos. García Blaya, quien ya había filmado la notable Las buenas intenciones, se explayó, con entusiasmo y verborragia, acerca de un proyecto que originalmente pudo parecerle una locura, pero que acabó dando excelentes resultados. 

 —¿Cómo era la forma de comunicarse con estos socios? 

 —Hubo varias vías. Por un lado, un blog privado para socios en el que posteábamos todas las novedades. Entrabas con tu clave y durante el rodaje podías ver el día a día de lo que pasaba, las decisiones que se tomaban, los streamings que se hacían de las reuniones de producción; había decisiones de arte o de vestuario, por ejemplo, para las que se pedía que los socios ayudaran u opinaran. Y ellos participaban, mandaban contactos, tiraban opciones y soluciones. Era también una forma de publicitar la película y de que mucha gente ya supiera de antemano en qué estaba el proyecto. El casting era privado, pero para que vos participaras del casting tenías que subir un video propio a Instagram con el hashtag #castinglauruguaya haciendo cualquier cosa. Por ahí se iba difundiendo lo que iba pasando, pero si bien la gente que no tenía bono no podía entrar a estas instancias privadas, toda esta movida ya generó cierto entusiasmo, y el siguiente proyecto, la serie Canelones, viene siendo un éxito, porque la gente ya venía interesada. Otra de las cosas que salían al exterior eran los pódcasts, eran bastante pedagógicos: la directora de fotografía explicaba cuál era su trabajo, yo también, llegué a conocer a Pedro Mairal a través de un pódcast. Todo esto era un material muy valioso para un estudiante de cine, pero, además, hacía que la gente se interesara por el proceso; para ellos, todo esto se volvía atractivo de por sí, quizá más que el producto final. 

 —Supongo que la actualización del blog y del pódcast insumían buena parte de la producción diaria del rodaje. ¿Esto no era una complicación? 

 —Podría pensarse que sí, pero teníamos una persona, Gabo [Gabriel Grosvald], dedicada a las redes y a exteriorizar las novedades a los coproductores. Es verdad que supone un extra de recursos y energía ocuparse de este tipo de comunicación, pero se lo debíamos a la gente que puso la plata para que tuviéramos este trabajo. El proyecto fue concebido así y eran las condiciones. 

 —Suena como una pesadilla, tener 1.900 productores respirándote en la nuca… 

 —En principio, parecería que sí. Pero si se piensa, es más pesadillesco quedarse sin dinero a mitad del proceso o no saber cuándo vas a tener la plata para seguir filmando; la verdad es que en este caso la tuvimos toda desde el primer día. Pasaron dos cosas inesperadas: primero, yo me sentí especialmente contenida, porque, si lo pensás, estaba cayendo a encarar un proyecto ajeno, no era un proyecto personal. Entonces, podía haber habido mucha resistencia, hay muchos fanáticos del libro y cada uno que lo lee se imagina una cosa diferente. Yo estaba poniendo un solo punto de vista a una historia que tenía miles de posibilidades, y el hecho de que la comunidad me fuese guiando con sus consejos y las votaciones me ayudó mucho. Segundo, muchas cosas se resolvieron gracias a ellos, pusieron locaciones, fueron extras, trajeron ropa para el vestuario, pusieron autos… Para las escenas en la rambla de la playa Ramírez, todos los autos que circulan eran de coproductores. En definitiva: ellos no fueron obstáculos, era gente entusiasmada planteando soluciones. La riqueza de este proyecto fue la comunidad que Hernán Casciari supo construir a lo largo de diez años mediante su revista y otras iniciativas. Propuso el proyecto y la gente apoyó. La primera vez que me hablaron de hacerlo pensé que era inviable, yo formaba parte de la Comunidad Orsai y cuando me propusieron filmar La uruguaya me reía… Pensaba: «En medio de la pandemia quieren pedir dólares, están locos». 

 —¿Fue muy difícil filmar en pandemia? 

 —No fue fácil. El 30 por ciento del presupuesto se fue en protocolos de covid: los integrantes del equipo que vinimos desde Buenos Aires tuvimos que vivir en Uruguay para la película. Imaginate lo que cuesta pagar alojamiento en hotel para un equipo durante 60 días; había un equipo uruguayo y uno argentino. Los que viajamos a Uruguay fuimos relativamente pocos, aunque de todos modos la movida nos salió carísima. Pero no había otra opción, la película transcurre casi toda en exteriores y era imposible no filmarla en Uruguay. 

 —La música es muy importante en tus películas. Para La uruguaya contaste con Mocchi, ¿cómo fue tu intercambio con ella? 

 —Fue excelente, le pedí canciones que ya tenía hechas y composiciones específicas que se usaron como música incidental y para construir climas, algo que nunca había hecho. Salió muy orgánico, yo le decía: «Necesito una cumbia, necesito música para una fiesta». Ella me mandaba bocetos para que yo los probara en el rodaje y viera si el ritmo era plausible de seguir. 

 —¿Podés hablarnos de tu admiración por Diane Denoir? 

 —Tengo un compilado de música uruguaya que hizo mi viejo en 1998. Empecé a buscar porque tenía un tema en la cabeza; cuando encontré el CD, vi que era de Diane Denoir. Ahí le escribí a la comunidad pidiendo un contacto de ella y me lo dieron en dos segundos. La llamé y le expliqué todo sobre el proyecto, y empecé una relación muy estrecha con ella. Creo que es una grosa, que no ha obtenido el reconocimiento que merece. Y no solo como compositora, sino como figura política en el país. Sorprenden todas las cosas que ha hecho, sus iniciativas y sus trabajos de militancia. 

—¿Cómo llegaste a Fiorella Bottaioli, la actriz principal que interpreta el personaje de Magalí Guerra? 

 —Fiorella se enteró del casting por medio de coproductores uruguayos. Mandó unos videos muy suelta, con su voz grave, y me pareció que daba con el perfil, aunque era demasiado linda para el personaje que yo quería; no quería una belleza tan hegemónica. Ahí tratamos de afearla un poco, el look que le hicimos en la película es más reo, me gustó el hecho de que él pudiera enamorarse de una piba que también tuviera cierta presencia y cierto trasfondo. Al hacer el guion hablamos mucho de ella: tiene una historia encima y es algo que se refleja en su vestuario, en su look, en su pelo rapado. En el libro, cada lector se imaginará a Guerra en la forma en que le caliente más, pero yo busqué una que fuera combativa y que tuviese su profundidad y su propio bagaje. 

 —Creo que la línea de diálogo más memorable de la película tiene lugar cuando un escritor le dice al protagonista que «el Uruguay te coge de parado», algo así como una ruptura de esa imagen idílica del «paisito» que tienen los argentinos. ¿Qué pensás de eso? 

 —No siento que el Uruguay «te coja de parado», pero sí me ha sorprendido un poco; yo pensé que era un pueblo más receptivo con los argentinos y noté que no. En pleno rodaje nos tocó un partido de eliminatorias Argentina-Uruguay, en el que ganó Argentina, y esto enrareció todo el clima. Al día siguiente ni hablé del tema, pero, cuando le comenté a una productora –que estaba enojadísima– que yo hinchaba por Uruguay en toda ocasión, me dijo: «No me trates con condescendencia como si fuera un hermano menor». Ahí lo entendí; y quizá, si fuese uruguaya, pensaría lo mismo. Igual me gustó enterarme también de que existe esa «picardía» uruguaya. Los argentinos pensamos que somos los únicos vivos del mundo. Por eso me encanta que al protagonista, un tipo que vino a buscar plata al Uruguay porque no quiere blanquearla en Argentina, se lo «cojan de parado». Todo cierra, y está bien.

Publicada en Brecha el 10/2/2023

domingo, 5 de marzo de 2023

Alcarrás (Carla Simón, 2022) y The Fabemans (Steven Spielberg, 2022)

La vida y sus obstrucciones


Núcleos familiares representados en el cine los hay por millares, pero pocos tan memorables como los plasmados en estos dos sobresalientes títulos que acaban de estrenarse. Logradas con un talento sin igual, ambas películas versan sobre unidades familiares que peligran y colapsan.


En esa gran labor, en ese trabajo arduo que supone el naturalismo en el cine –basado, en definitiva, en esconder esa inmensidad de artificios que impone la creación cinematográfica y generar la ilusión de asistir directamente a fragmentos de la realidad–, existen auténticos maestros: Eric Rohmer, Jacques Rivette, Jafar Panahi, los hermanos Dardenne, la hoy revisitada Chantal Akerman. Cada cual a su manera ha sabido depurar un estilo único con un mismo resultado: el espectador se ve envuelto en situaciones casuales a las que parece asistir como si hubiera llegado a ellas por azar. Así, olvidamos que existe un libreto, una composición escénica, un artefacto que filma y capta imágenes. A la breve y acotada lista de maestros capaces de tanto corresponde agregar el nombre de la realizadora española Carla Simón. Es verdad que podría sonar precipitado, ya que hasta hoy solo ha filmado dos películas: Verano 1993 y esta última, llamada Alcarrás, pero lo cierto es que existen pocas obras de ficción tan auténticamente vívidas.
Ganadora, entre otros premios, del Oso de Oro, máximo galardón del Festival de Berlín, Alcarrás es un sobresaliente retrato familiar en el que cada murmullo, cada exhalación, las canciones, las labores diarias, los juegos infantiles, las comidas nos teletransportan a una situación y a un lugar determinados, dando vida a personajes que respiran y palpitan en los fotogramas. En los detalles, en cada pequeño diálogo, en el olor y el tacto de los duraznos, en las cacerías de conejos, en los caracoles a la brasa, en el vino en porrón, en la fiesta en la piscina o en la preparación de la coreografía de baile, y en la crucial importancia que tiene todo esto para los personajes es que puede comprenderse, progresivamente, la magnitud de la tragedia que se impone. Por detrás de escenas cotidianas en apariencia intrascendentes se encuentra una forma de vida que peligra; de manera casi imperceptible, la película involucra emocionalmente al espectador en una historia que cala hondo y que, en su denuncia particular, alcanza una magnitud universal. 

Una familia de payeses, campesinos de Cataluña, trabaja una tierra que no es suya por contrato en el municipio de Alcarrás. Tiempo atrás, en la guerra civil, un terrateniente de la zona había sido ocultado y salvado de un fusilamiento asegurado por los Solé, por lo que contrajo una deuda moral y les otorgó las tierras de palabra para que vivieran en ellas y las trabajaran. Pero, varias décadas después, el heredero de aquel terrateniente ha decidido cambiar el negocio, convirtiendo terrenos que históricamente habían servido a la agricultura en parques de paneles solares. La familia debe renunciar a la casa y al sitio en el que vivió y trabajó hasta el momento. 

Alcarrás es un brillante ejemplo de cómo, desde una aproximación mínima, pueden señalarse transformaciones históricas, auténticos traumas de escala planetaria. La película no solo señala cómo los pequeños productores rurales son arrasados, sino cómo se pierden, junto con ellos, costumbres, formas de comunión y de intercambio familiar, con una irreversible desintegración del núcleo y cambios radicales en sus formas de trabajo. El cataclismo no es en este caso provocado por el calentamiento global, los agrotóxicos o los monocultivos, sino por algo quizá más concretamente terrible y devastador: la concentración del capital. Asimismo, se expone cómo la iniciativa privada y el individualismo destruyen las formas de memoria; poco importa acabar con el pasado, trátense de principios básicos de camaradería o de algo tan básico como ese lazo ancestral, directo del ser humano con la tierra. 



Las raíces.  La aproximación de Steven Spielberg a su pasado y a su entorno familiar no podría ser más diferente a la de Simón, y no por ello menos interesante o emotiva. Spielberg es un ejecutante que parece tocar con igual talento los registros más agudos como los más graves del espectro cinematográfico; saltando de género en género, con los años pareciera haber amplificado más y más sus posibilidades y sus horizontes. Los Fabelman merece ser recordado como uno de los mayores títulos de su filmografía, una película en la que finalmente se desnuda y habla de sí mismo como nunca antes. 

A priori, podría describirse como una sucesión de momentos determinantes para la formación psíquica, emocional y profesional del director, y una ambientación histórica brutal, en la que poco importa el ejercicio nostálgico o las referencias a hábitos, formas de consumo o gustos de época: en los años cincuenta y sesenta de Los Fabelman puede encontrarse todo esto, pero son detalles muy al fondo en una historia que se impone y que capta la atención por su autenticidad y su visceralidad. El actor Seth Rogen ha contado en una entrevista que durante el rodaje de la película encontró varias veces a Spielberg llorando entre escenas. Tiene sentido. Es de suponer que cualquier persona podría hacer un ejercicio terapéutico similar y destacar varios de los hitos de su vida, pero lo que es seguro es que ninguno podría narrarlo y plasmarlo en la pantalla como Spielberg. En los períodos de infancia y adolescencia del director ocurren mudanzas, conflictos conyugales, tornados, bullying, su primer amor. El muchacho protagonista vive todo esto en términos de cine, y no sería exagerado aventurar que esta es la película para la que se preparó toda la vida. Un punto a destacar es que no hay nada demasiado heroico en el trazado de su propio perfil y que, de hecho, existe cierto énfasis en sus momentos de duda, incomodidad o cobardía, lo que acaba por imprimir a la historia un mayor grado de humanidad y verosimilitud. 

Un segundo visionado de Los Fabelman permite comprender mejor la riqueza conceptual y psicológica de su libreto, repleto de líneas de diálogo que pueden ser interpretadas de múltiples maneras. Cuando, por ejemplo, el padre le dice a su hijo que no solo debe amar algo, sino que también debe cuidarlo, parece en un comienzo estar refiriéndose a su tren de juguete, cuando, en rigor, también está hablando de su propia relación marital. Pero podríamos leer Los Fabelman como un ensayo cinematográfico, con el cual el director transmite, por la vía de los hechos, cómo el cine puede ser una forma de expresión única, capaz de cambiar la percepción, la sensibilidad y la vida de una persona. En una escena crucial, el joven director se ve incapacitado de enfrentar a su madre y verbalizar la razón de sus angustias; en vez de hacerlo, le ofrece ver una película que la confronta consigo misma, que la atraviesa y la transforma. Otra escena grandiosa tiene lugar durante el rodaje amateur de una película de guerra: un actor no profesional escucha las directivas del cineasta, quien parece estar al borde del colapso emotivo y acaba contagiando su sentir a su interlocutor. El cine puede nacer de la emoción, crecer junto con ella, imprimirla, magnificarla y contagiarla, y esta película nos lo recuerda con un brío inusitado.

Publicado en Semanario Brecha el 3/2/2023

sábado, 4 de febrero de 2023

Jesús López (Maximiliano Schonfeld, 2021)

No profanar el sueño de los muertos


Un sinfín de películas recientes retratan las actuales problemáticas de la vida rural y en especial la ruina de los pequeños productores; si el cine es un fiel reflejo de las grandes transformaciones acontecidas en nuestro mundo, quizá esta pueda reconocerse como una de las más traumáticas y profundas. El notable director Maximiliano Schonfeld (GermaniaLa helada negraEl año del tigre) desde hace tiempo viene abordando el tema con grandes películas en las que un clima ominoso lo domina todo y se cierne sobre los personajes, a menudo derivado de pestes que contaminan flora y fauna y carcomen la moral y la dignidad de los pobladores. Sus primeras dos películas ambientaban su acción en el Entre Ríos profundo, en comunidades campesinas menonitas endogámicas, aisladas en el espacio y suspendidas en el tiempo. En esta, su cuarta película, si bien los protagonistas son de origen alemán, no parecen vivir en un aislamiento autoimpuesto, sino en uno provocado por las circunstancias: en la provincia se vive el avance de la soja, los desmontes, las quemas, la transformación ambiental, la migración de los más jóvenes. Es un cambio muy importante en las formas de vida.

La anécdota parte de otra realidad extendida: en la provincia se han disparado las cifras de jóvenes muertos en accidentes de tránsito. Hecho que está estrechamente vinculado con la decadencia y la ausencia de perspectivas. El título refiere a un muchacho fallecido en la primera escena (Lucas Schell), figura invisible que opera por ausencia y en torno a la que orbitan los personajes y su accionar. Pero el protagonista es Abel (Joaquín Spahn), su primo, un adolescente algo tímido que vive en la granja de sus padres y que al principio no aparenta tener mayores ambiciones o proyecciones personales. Cuando el muchacho comienza a vivir con sus tíos, a juntarse con los amigos y con la novia de su primo fallecido, y a vestirse con su misma ropa, las cosas comienzan a enrarecerse: por un lado, parece usurpar este espacio, esta suerte de «terreno baldío» en el que habitaba su primo y, por otro, ninguno de los personajes que lo circundan parece ofenderse o siquiera molestarse por la flagrante suplantación de su vida. Es comprensible que la posibilidad de vivir con un mejor pasar justifique el accionar de Abel, pero lo cierto es que, en esa transición que atraviesa todo adolescente y que supone la construcción de la identidad, no busca en ningún momento diferenciarse del difunto.


El estilo del director es austero, sugerente y distante. El espectador tiene la tarea de descifrar las motivaciones ocultas de los personajes y, en definitiva, la esencia de esta película. El libreto, coescrito por Schonfeld y la escritora Selva Almada (Chicas muertasNo es un río), despliega notablemente una suerte de duelo vivido por la comunidad, debido a estas transformaciones, que se superpone con la pérdida familiar. Acompañadas de estos vacíos, las envolventes imágenes cobran fuerza: un paisaje campestre y una carretera desolada emanan una singular pesadez existencial. Jesús López es una película lograda y diferente, la clase de cine que seduce al mismo tiempo que interpela.

Publicado en Brecha el 20/1/2023

sábado, 28 de enero de 2023

Holy Spider (Ali Abbasi, 2022), Little Joe (Jessica Hausner, 2019) y Babylon (Damien Chazelle, 2022)

De arañas, flores macabras y elefantes

Los últimos días de enero depararon a las carteleras montevideanas grandes títulos: un drama social durísimo, ambientado en Irán; una alegoría fantástica de origen austríaco y un luminoso y descontrolado homenaje al Hollywood de hace un siglo. Tres películas que no deberían pasar desapercibidas. 

Fundamentalismo arácnido. Holy Spider es de esos atípicos policiales negros en los que, ya desde un comienzo, vemos el rostro del asesino y sabemos quién es. De este modo, cuando acompañamos la investigación pertinente, la incógnita del perpetrador ya se encuentra resuelta, y pasan a ser los procedimientos para llegar hasta él lo crucial para resolver el caso. Así, una periodista (Zar Amir-Ebrahimi, ganadora del premio a mejor actriz en Cannes por este papel) llega desde Teherán a la ciudad de Mashad para investigar una serie de misteriosos y truculentos asesinatos de prostitutas. Pero como se sigue paralelamente a la periodista y al psicópata, pueden comprenderse por un lado las dificultades de investigar con escollos permanentes -debido principalmente a la condición de mujer de la protagonista y de sus pretensiones de obtener justicia en una teocracia fundamentalista-, y por otro, un modus operandi chapucero y hasta alevoso, por parte de un asesino que parece desear ser arrestado, y reconocido popularmente.

Está claro que ahondar en el tema de la prostitución es difícil y supone meter el dedo en muchas llagas sociales, pero si además en la trama se acumulan gestos machistas por docenas por parte de funcionarios de variado porte y hasta de los ciudadanos de a pie, el drama se potencia. El acierto del director iraní radicado en Dinamarca Ali Abbasi (autor de la notable Border) es múltiple y supone una de las más desgarradas denuncias al sistema político, al fanatismo religioso que avala sus delirios y a una sociedad reaccionaria -sería hipócrita verla como algo ajeno; a lo largo y ancho de occidente campean pensamientos similares- que desea la muerte de sus pares en desgracia. El monstruo arácnido extiende sus patas en todas direcciones, atraviesa las calles, se enquista en las instituciones, se instala entre los adultos y anida en las mentes jóvenes, perpetuándose en el tiempo. Holy Spider es una película sorprendente, apremiante y difícilmente olvidable, además de una auténtica osadía cinematográfica, basada en hechos reales.

Fragancia viral. Hace pocas semanas publicábamos una nota sobre el elevated genre, suerte de subgénero dentro del cine fantástico, en el cual Little Joe, el negocio de la felicidad podría encasillarse claramente. La historia se centra en una madre soltera que se dedica a la cría de plantas perfeccionadas genéticamente. La empresa para la cual trabaja busca el desarrollo de una flor que, si es correctamente cuidada, emana un polen que provoca, en los humanos, un estado de felicidad inmediato. Pero a poco de comenzada la película comienza a extenderse la sospecha de que la flor acaba por alterar la psiquis de sus dueños, y los domina para su beneficio.

La directora y guionista austríaca Jessica Hausner concibe -en cooperación junto a la también directora Géraldine Bajard- un libreto brutal, una gran alegoría que permite múltiples lecturas sobre qué está ocurriendo, con qué consecuencias y a qué refiere la historia en su totalidad. En una escena crucial (siguen spoilers) se percibe que la resistencia a los efluvios de las flores es inútil, y que para la protagonista supondría, asimismo, la reprobación general, y seguramente su aislamiento social. Si las flores y su aceptación representan la adhesión a las nuevas tecnologías, a las redes sociales, al pensamiento hegemónico o al lenguaje mismo, es tarea que debe resolver el espectador consigo mismo. Como sea, una fotografía grandiosa que equilibra fondos blancos asépticos con colores chillones y una banda sonora casi marciana -casi, ya que en realidad fue compuesta por el músico japonés fallecido Teiji Ito- redondea una atmósfera crecientemente enrarecida e inquietante.

El gran bacanal. Hollywood supo ser un lugar de fermento creativo, libre, desinhibido y excesivo. Claro que tenemos que remontarnos a la segunda década del siglo pasado para llegar a ese punto único en la historia de Estados Unidos, cuando la industria cinematográfica era la quinta más grande del país, se producían en promedio unas 800 películas al año, y el cine era un campo fértil para la experimentación sin límites. Debido justamente a los escándalos -y las muertes- derivadas de todo tipo de excesos circundantes, es que comenzó una regulación creciente y apareció el nefasto Código Hays, que luego impuso reglas de moral al cine. El talentosísimo director Damien Chazelle (Whiplash, La La Land) rinde un desatado homenaje a aquella década, con una película sobregirada, virtuosa y descomunal, en la que abundan los detalles históricos y una inteligente y estimulante multirreferencialidad. Como ejemplo de esto: una mujer directora aparece en varias escenas de rodaje. Su personaje está inspirado en Dorothy Arzner, única mujer directora de Hollywood en el momento, y se dice de ella que fue la responsable de crear el micrófono “boom”, es decir, equipado con una “jirafa” o caña que se apunta a los intérpretes en las escenas con diálogos. La forma en que Chazelle introduce a este personaje y a la necesidad imperiosa de cambios técnicos con el advenimiento del cine sonoro, es hilarante y sensacional.

Chazelle se divierte en una película brillante por momentos -la primera mitad es casi perfecta, y contiene varias escenas de antología- que asimismo decae en algunos tramos -las frases como sentencias expresadas por una periodista cultural rememoran los peores tramos de Birdman, y la representación de un mafioso desequilibrado interpretado por Tobey Maguire es torpe y caricaturesca- pero que contagia un amor por la época y una energía vital sobresalientes. La sucesión de orgías (literales y figuradas) remite a películas como El lobo de Wall Street, Ojos bien cerrados, La gran belleza, o al Fellini más desaforado, con un catálogo de excesos -incluido un elefante embutido en una fiesta- que recuerda que nada hay ahora que no se haya visto entonces; desde el título se refiere incluso a aquella Babilonia que supo existir hace casi cuatro mil años, y a ciertos fenómenos cíclicos que parecen sucederse desde tiempos ancestrales.

Publicado en Brecha el 28/1/2023