jueves, 10 de marzo de 2016

El poder del cine


En la ceremonia de los óscar no faltaron los discursos políticos, pero hubo uno en particular que fue rápidamente interrumpido; cuando la directora de A Girl in the River: The Power of Forgiveness empezó a hablar de cómo este cortometraje documental había logrado el milagro de que el gobierno pakistaní comenzara a detener los "asesinatos de honor" en su país, le subieron la música de la orquesta para que se fuera. La fiebre por apresurar las entregas probablemente haya suspendido el que podría haber sido el discurso más interesante de la noche. 
Y es que a nadie le debe de haber importado demasiado lo que tuviera para decir esta casi desconocida directora pakistaní, ganadora en la que para muchos es la menor y más irrelevante de las categorías. Pero resulta que, a diferencia de la mayoría de los premiados, esta no era la primera vez que la periodista, activista y cineasta Sharmeen Obaid-Chinoy subía al podio: hace cuatro años también se había llevado el óscar por su documental Saving Face, en el que trataba los ataques con ácido a mujeres en Pakistán. Al subir por su premio aquella primera vez, lo había dedicado a todas las mujeres que se pronunciaban por un cambio en su país: "no renuncien a sus sueños, esto es para ustedes" dijo entonces. 
Su nuevo cortometraje se ocupa de echar luz sobre una práctica común en Pakistán, por la que mueren mil mujeres al año (según fuentes oficiales; otras aseguran que llegan a las 4 mil). Los asesinatos de honor son perpetrados por musulmanes ortodoxos, quienes "ajustician" por mano propia a miembros de su familia que violan el código de honor y traen deshonra a la familia. Por lo general las víctimas son mujeres que rehúsan casarse en matrimonios arreglados, que cometen una infidelidad o que directamente son violadas, pero también puede tratarse de hombres, como los dos hermanos Kohistani, quienes tuvieron la mala idea de bailar vestidos de mujeres en una fiesta de casamiento, para divertimento de la concurrencia. Cuando supieron que los perseguían, los dos hermanos se dieron a la fuga, pero en su lugar fueron asesinadas cuatro mujeres, una niña y otros tres hermanos de los Kohistani. 
El cortometraje se centra en la historia de Saba Qaiser, que sobrevivió después de que su padre y su tío le dieran una paliza, le dispararan en la cara, la metieran en una bolsa y la tiraran al río. El pecado de la joven había sido casarse con un hombre con la que había estado comprometida durante cuatro años, desobedeciendo a los suyos. Cuando el padre de Saba fue arrestado, en seguida lo dejaron libre: la ley paquistaní permite "perdonar" al autor de una matanza de honor. 
Pero la cuestión es que, como bien empezó a decir Sharmeen en su discurso, "esta semana el primer ministro paquistaní dijo que, después de haber visto esta película, se couparía personalmente de cambiar la ley referida al código de honor; eso es el poder del cine". Sobre el final, antes de ser interrumpida, dijo algo aún más notable. De familia musulmana, Sharmeen agradeció a "todos los hombres valientes ahí afuera, como mi padre y mi marido, que empujan a las mujeres a ir a la escuela y trabajar, y que quieren una sociedad más justa para ellas". Una forma de marcar las diferencias no contribuyendo a las generalizaciones y a la ola de islamofobia que impera en occidente.

Publicado en Brecha el 5/3/2016

viernes, 4 de marzo de 2016

Entrevista a Ariel Rotter

La máquina de decir que no



Hay veces que se hace justicia, y La luz incidente, de lejos la mejor película estrenada en este 19º Festival de Punta del Este obtuvo los premios Mauricio Litman a mejor película y mejor actriz. Su director, Ariel Rotter, habló acerca de un largo proceso, de una historia íntima y del problema de la ansiedad humana, así como de lo que significó trabajar con la brillante y efervescente Érica Rivas en un protagónico signado por cambios de registro y expresiones mínimas. 

Inmersa en un proceso de duelo por el fallecimiento reciente de su marido, Luisa (Érica Rivas) de unos cuarenta años, queda a cargo de dos niñas pequeñas y sin una solución económica a futuro. La llegada intempestiva de Ernesto (Marcelo Subiotto), un enérgico nuevo candidato a ser su nueva pareja, descoloca su mundo. Y es que, si bien objetivamente no parecería haber nada malo en él, de a poco va presentando ciertas características que despiertan dudas y cierta creciente desconfianza. 
Con una cuidada y detallista ambientación de época y una puesta en escena en que los pequeños detalles, los gestos y lo que no se dice son más elocuentes que lo evidente, el abordaje de La luz incidente se inmiscuye en la intimidad de una pareja desde sus mismos inicios. Pero aunque el planteo pudiera parecer el de una historia romántica, lo que comienza a surgir es lo contrario: hay pequeños elementos que llevan a comprender que la armonía no es tal, y que de algún modo el vínculo se está forzando. Dos ansiedades confluyen, la vulnerabilidad propicia relaciones de poder inquietantes y las imposiciones sociales juegan en contra. El combo se vislumbra nefasto y esta película crece significativamente, tocando un tema con profundidad social, psicológica y antropológica. 
El director Ariel Rotter se toma sus tiempos para explayarse correctamente, y con calidez y simpatía intenta subsanar las dudas de su interlocutor. Sus "no" frecuentes no son muestras de negativismo, sino de ser un autor con intuición e ideas claras. Como no podía ser de otra manera, estas negaciones –siempre amables– también estuvieron presentes en este intercambio. 

–En una entrevista dijiste que pensabas que esta película no le iba a interesar a nadie, y sin embargo el milagro se dio, y tuviste una respuesta notable. ¿Cómo explicás eso? 

–No es que pensara que la película no estuviera buena, sino que nunca supe qué estaba haciendo, por una falta de distancia total con los materia. Tenía que hacerla, pero nunca supe cómo ni quién iba a engancharse con ella. Yo estaba siendo movido por resortes internos que nada tienen que ver con la lucidez de construir un relato. 

–¿No podías vislumbrar un espectador? 

–Podía vislumbrar tres o cuatro espectadores específicos. Cuando estás haciendo algo, aunque no lo sepas, es parte de tu oficio tratar de identificar quiénes están en la platea; siempre hay un destinatario de lo que uno está haciendo. Nunca se hace algo para uno mismo sino para comunicarse con otro. Ahora, yo esas tres o cuatro personas, figuras que responden a un vínculo afectivo-personal, las tenía identificadas. Pero más allá de ellos, más allá de mis necesidades de comunicarme o de hablar de esta historia, no sabía si la gente podrían llegar a conectar, por lo específico de lo que se contaba. Uno sabe de todas formas que cuanto más específico más universal, pero son palabras, después, cuando estás metido en este tren, realmente no sabés si eso va a pasar. Pero terminó dándose que, al ser tan específicos, tan singulares los personajes, la gente cree identificarlos. Por ejemplo, a lo mejor el personaje no te llama la atención pero cuando te enterás que practicaba lucha grecorromana lo asociás con alguien que conociste. 

–Una de las cosas que más me llaman la atención de cómo está concebida la película es que los planos siempre duran un poco más de lo esperable. Así, la propuesta se vuelve sumamente envolvente, inmersiva, y a su vez da cierta cadencia rítmica. ¿Creés que es así? 

–Ya desde el guión, las distintas escenas eran concebidas como islas, como si cada escena fuera autoportante. No había en este proceso un sentido más encadenado de acciones. No estaba ese tipo de construcción que sigue a ese personaje desde que va a la oficina, sale a la calle, sube al auto, camina, abre la puerta, llega a su casa. Ese tipo de construcción en otras películas tienen su validez. Pero para mí cada escena tenía que sostenerse por sí sola; quizá eso genere esa sensación de bloque, de unidad, como si fuese un capítulo. Cada capítulo entonces tiene que tener una duración, aunque se trate de un plano o dos, la idea era que cada escena fuera habitable y que no hubiera apuro por pasar a la próxima. La cadencia a veces se da por distintos motivos, a mí lo que me interesaba es que la gente que la vea, –me incluyo, a mí como espectador me gusta ver películas donde tengo que participar y donde me estoy preguntando qué le pasa a esta persona; si me la das masticada, me aburro, mal– encuentre sus contradicciones, sus tiempos, tratar de entender qué les pasa, y eso a veces requiere un poquito más de tiempo: en la duración de los planos, en el ser un poco menos explícito en algunas cosas. No es nada muy planeado, sale así. 

–Me cuesta recordar alguna película remotamente parecida a esta, pero quizá por abordar un tema tan íntimo e intrínseco al ser humano, me hace pensar en Bergman. ¿Fue una referencia en algún sentido? 

–Mucha gente tiene la sensación de que los realizadores deciden todo el tiempo todo, que son personas que están constantemente construyendo y tomando decisiones sobre todo lo que está en la película y yo sinceramente siento que es medio al revés, que uno es preso de sus películas. Hacés lo que podés hacer, no lo que querés hacer. Te sale lo que sos. A veces me preguntan por el blanco y negro: no son decisiones que tomás, son asuntos que ya están, que en la película que se te armó en la cabeza, ese elemento ya es parte. Tu trabajo es el de traductor: todo esto que está por ahí hay que convertirlo, materializarlo. No es que uno cancherea y dice: ah, voy a hacerla en blanco y negro. Esta película surgió de unas fotos, que había en una caja, en un placard, que estaban hace cuarenta años guardadas y que nadie quería ver. Mi recuerdo de la familia, o de ese grupo familiar todavía junto, tenía que ver con esas fotos, a las que yo ya de niño las veía a escondidas. Decía, mirá, alguna vez estuvieron juntos estos dos. Entonces son como cuarenta años armando la torta de capas, se te van sumando cosas y un día decís: necesito hacer esta película, meterme en este asunto. Y ya está todo: la información, los materiales ya están en algún lado, adentro tuyo, vos sos una especie de médium. 

–¿Un médium que corporiza ideas dispersas en una película? 

–Lo que me pasó en este caso en particular es que la cercanía con los materiales era tal que yo hice un ejercicio de desapego para poder escribir el guión. En vez de decir, la protagonista va a hacer tal y cual cosa, lo que hice fue, durante dos años y medio, casi tres, escribir escenas improvisadas, a veces delirantes; fue un método de trabajo que me llevó a tener como 180 escenas delirantes, el verdadero trabajo de escritura fue la corrección o el filtrado de todo eso. En ese guión había otro personaje, yo sabía que era una mala idea, pero me divertía mucho y me aliviaba mucho durante la escritura: era el fantasma del marido muerto. Eso traía al proceso de escritura (que siempre es un proceso algo tortuoso y solitario) cierto alivio, una especie de divertimento. Ella entraba al baño, abría la mampara y estaba el fantasma con shampú en la cabeza. Todos estos ensayos y delirios en torno a la historia fueron desechados, pero me ayudaban a pensar diferentes formas de llegar a donde quería llegar, sin que eso quedara en demasiada evidencia. Siempre sentí que esta es una película de fantasmas, y realmente estas dos figuras que de un modo la película cuenta, esas ausencia que son el marido y el hermano de ella, que mueren en el accidente, fueron dos familiares presentes en mi infancia: sus fotos estaban en todas las casas de mi familia, dos personas muy jóvenes de las que no se podía preguntar nada. 

–¿Había un tabú? 

–Sí, el tabú de lo que es tan triste que no da para hablar. Pero a medida que uno va creciendo se animan a contarte un poco más, qué pasó, qué no pasó. A mí me ponen como segundo nombre el nombre de uno de ellos, como una tradición de familia de que el primer varón lleve el nombre del último muerto. Y yo decía ¿quién habrá sido esa persona...? 

–La pareja que se conforma en la película entonces existió en tu familia. ¿Vos creés que una relación así está condenada al fracaso? 

–A mí me pasa que juego con la ventaja del diario del lunes. Conozco esta historia y tengo mi hipótesis: si se dan estas circunstancias puede pasar esto. La película no es conclusiva pero para mí es bastante clara en que la naturaleza de ese vínculo que se está dando es forzada, y que no se está llegando a una decisión de reafirmar la familia por una convicción nacida del amor y la solidaridad para con el otro; a pesar de que él se sienta el salvador... 

 –Igual uno se queda con la duda, porque así como hay gente que se separa, también hay gente que vive un matrimonio infernal durante toda la vida, empieza mal, sigue mal y termina mal, quizá durante cincuenta años... 

–Claro, es posible y me gusta que la película también tenga esa lectura, o ese final abierto. Mucha gente me dijo: "ella va a terminar siendo feliz". Es curioso lo que la gente necesita ver en las películas, porque esta es como una historia de amor, pero torcida. Quizá con esas torceduras que normalmente se presentarían en el amor a lo largo del tiempo, pero acá están ahí, ya las ves todas acumuladas al principio. No están las circunstancias dadas para que esta gente intente armar una familia; no saben ni quiénes son. Me gusta que la película termine contando algo que tampoco es demasiado habitual de contar con este planteo, donde se inicia un proceso de "reconstrucción" de signo positivo pero en la que te empezás a dar cuenta que ese proceso no lleva a nada mejor que las circunstancias en las que la protagonista estaba originalmente. 

–Con tu película cuestionás algunos valores dominantes, o verdades de perogrullo, sobre todo las que señalan que un candidato con un buen pasar económico y entusiasta hacia la pareja tiene que ser forzosamente un buen candidato. Sin embargo, ambos atributos le juegan en contra al personaje. ¿Pretendiste derrumbar esos mitos conscientemente? 

–No. Yo de algún modo me dediqué a intentar contar las particularidades de ellos, no había una trasposición de tal arquetipo. Como yo estaba con los dos pies en el absoluto conocimiento de ellos más bien tendía a generalizarlos un poco más de todo lo particular que podrían haber sido. El proceso con el personaje de él fue bastante interesante: en una primera instancia yo quería centrar la película casi exclusivamente sobre el sentir de ella. Por lo tanto me había propuesto de antemano que él sea convincentemente un buen candidato y al principio buscaba un actor más fachero. Buscando el actor para interpretarlo no encontraba a nadie, ninguno de los que veía me gustaba. A Marcelo Subiotto lo había visto, me gustaba, pero lo había descartado por una cuestión física: el suele estar con el pelo largo, haciendo de motoquero, de border. Es un tipo muy valorado de la escena del teatro independiente, pero nunca había laburado en audiovisual, ni en tele ni en cine. Maria Laura Berch, la chica que trabajaba conmigo en el cásting, me decía, tratá de encontrarte con Marcelo porque es especial. Pero no: todas las fotos en las que lo veía lo encontraba con campera de cuero con tachas... Para darle una opotunidad más le dije: "decíle que el personaje tiene que ser un tipo elegante y prolijo; veamos qué puede hacer al respecto". La cuestión es que apareció al encuentro con el pelo corto, así como se lo ve en la película, con un saco (después me enteré que era del hijo, él no tenía ni uno). Ahí con sólo verlo me di cuenta que tenía que ser. A pesar de que no era lo que yo imaginaba para el personaje –por ejemplo, tiene una chuequera que no puede ni caminar, como un pingüino–. Con su llegada tuve que reescribir todo el personaje. Estábamos a dos meses de filmar y le dije: todo lo que te dije olvidáte, dame una semana y te voy a pasar el nuevo guión. Se deformó completamente: yo quería escapar completamente de esa referencia familiar y la llegada de este actor me hizo volver. 

–La película cuenta con muchos espacios de sombra, y si funciona tan bien quizá sea por todo lo que se sugiere y no por lo que se dice... 

 –En este caso se daba que yo sabía mucho más de los personajes que lo que la película cuenta. Eso es un gran diccionario a la hora de ajustar detalles. Cuando los actores me decían "che... ¿y si hago esto?" yo generalmente les decía que no. De hecho, me bautizaron como "la máquina de decir que no...". Mi material no era muy maleable. El fótógrafo Guillermo Nieto, al que también le rechacé unas cuantas propuestas, me terminó diciendo, "no te preocupes que las limitaciones hacen al estilo", como diciendo, si esto es lo que a vos te gusta de algún modo va a terminar siendo quien sos. No es que hacés lo que querés, sino lo poco que podés... Hay gente que entiende la realización como poner un cuadro y empezar a meter y agregar cosas para ser filmadas, es una manera de verla. Mi naturaleza es la opuesta: está el cuadro y empiezo a sacar todo: desde mobiliario a gestualidad, saco todo eso que no me resulta indispensable, porque todo me distrae de lo que yo estoy queriendo contar. 


–¿Por qué llevar la acción a los años 60?, ¿Los problemas que planteás se atan a ese momento histórico? 

–Para mí era importante hacerla en esa época, por supuesto era una complicación en términos de producción, de vestuario, peinado, de mobiliario, de dónde se puede filmar y dónde no. Pero era importante por la acción de los protagonistas. En esa época existía la idea de que una familia exitosa, "sana", debía contar con una figura masculina. No sólo como proveedor, sino como figura paterna para los niños. Hoy una mujer con dos niños, sola, puede estar perfectamente realizada y es más, en muchos casos prefiere estar sola a mal acompañada. Los hombres incluso tienen más capacidad de darse cuenta de que esas mujeres pueden estar bien solas. Esas situaciones de parejas forzadas, que pasan años maltratándose y demás son cosas que en otra época eran más comunes. 

–¿La ansiedad de los personajes por estar en pareja viene alimentada entonces por una imposición social? 

–No. Para mí hay un componente eminentemente personal de quiénes son realmente los protagonistas de la historia. Son dos ansiosos. La época da las circunstancias en las que estos dos seres están inmersos no es una época liberal de autosuficiencia sino que es una época en la que todo indica que la llegada de ese hombre es la de un muy buen candidato, es amable, atento, interesado; está la idea de que nadie va a querer a una mujer viuda con dos niñas pequeñas, de que las chicas necesitan una estructura, y este hombre viene con una energía muy seductora para ella, porque lo cierto es que ella está metida en un pozo. Además se trata de una familia de mujeres, y la llegada intempestiva de un hombre supone una energía nueva. Y claro, le dicen che, apareció un hombre, agarrálo con las dos manos porque acá no hay... Intenté no caer tampoco en la simplificación de que el tipo tiene plata y entonces va a resolver la vida de esta mujer. Eso se menciona pero tampoco es el elemento determinante. 

–¿Entonces decís que no es lo económico ni el entorno social lo determinante, sino algo que surge desde la necesidad emocional, o el apuro por no estar solo? 

–No digo que los paradigmas de la época no sean clave, sí lo son. Quiero decir que no podés responsabilizar a una época por las acciones personales de una persona. Aparte no estamos hablando de la Segunda Guerra Mundial, por la que alguien tenga que entregar a su hijo con tal de que sobreviva. Ella no se va a morir de hambre mañana; lo que sucede es que pareciera que están dadas las condiciones para que la pareja pueda llegar a andar. En los años sesenta y cincuenta muchas veces se armaban parejas sin haber probado convivir, sin haber tenido sexo, se ennoviaban, se comprometían, se casaban y recién después probaban. Por eso fallaban tanto: hoy no te casás con alguien si no probaste un tiempo de convivencia, sino sabés que tenés piel, si sabés que hay algo de esa persona que te choca. De todos modos para mí hay algo muy interesante y es que el estado de ella es de tal fragilidad que se termina atribuyendo a sí misma aquello que le hace ruido de la otra persona. Aquellos signos de alarma que ella ve sobre él. Y dice: estoy tan mal que debo ser yo. Después pasa el tiempo y se empieza a dar cuenta de que no era ella, del otro lado hay alguien que no puede respetar sus tiempos, ni puede verla. Ella está atravesando un proceso de duelo que es interrumpido, y se presenta esta doble dirección, que era algo que me interesaba como desafío. Para el caso de él, un tipo entrado en años –para la época– estar solo, no tener una familia, de pronto también es un paradigma de éxito. De golpe pasaría a tener una mujer hermosa, dos niñas pequeñas. El hecho de poder dar el apellido, sentirse importante, necesitado. 

–A Érica Rivas la hemos visto hacer los papeles más variados, y en Relatos salvajes o Pistas para volver a casa hacía papeles histriónicos, sobregirados. Acá sin embargo sus cartas son la contención y los gestos mínimos. ¿Cómo la orientaste en esa dirección? 

–Bueno, la que me bautizó "la máquina de decir que no" fue ella... Érica es un caso muy particular, es una capocómica de galera y bastón, si ella quisiera podría ser Niní Marshall, tiene ese don que muy poca gente tiene, que es el rol de la comedia en la sangre. Me encantaría alguna vez animarme o que me salga hacer una comedia y poder trabajar con ella porque lo que sucedía, cada vez que decíamos "corte" era desopilante, se aflojaba y se mandaba un gag atrás de otro. Era como para filmar una película de comedia sólo con esas salidas de detrás de cámara. Lo cierto es que fue un proceso bastante tortuoso para ella: si yo hubiese tenido la claridad que uno puede tener cuando la película ya está terminada, seguramente para ella hubiera sido más fácil. Yo la llevé un poco a ciegas, intuitivamente por ese camino, sin poder explicarle claramente qué era lo que quería. Fue más bien decirle, esto no, esto otro tampoco, y ese proceso la volvió loca, me preguntaba por qué no, y yo no sabía responderle, pero tenía claro que no podía ser así. En un momento pasó a ser un juego para ella, todos los días venía y me decía "che, tengo un montón de cosas para proponerte, para que me digas que no a todo". Entonces fue un proceso parido. Un amigo actor vio la película y me dijo que se nota que ella la está pariendo... 

–Pero a algunas cosas le habrás dicho que sí. 

–Bueno sí, lo que pasa es que ella es una bestia, es una actriz que se cree autora, y no por pretensión sino porque lo es. Es una persona hipersensible, hiperalerta y se expone al punto que parece que estuviera desnudándose. Es exigente y al mismo tiempo muy generosa. Yo le decía que tenía que confiar en que yo iba a encontrar las coordenadas de la escena, y que una vez hecho eso ella era dueña de habitarlas internamente. 

–Volviendo a lo que hablábamos antes, ¿No podés hablarme de referencias cinematográficas? 

–Y no..., por el proceso que te contaba. Veo que hay como una necesidad imperiosa de parte de cinéfilos, realizadores y críticos de vincular una película con otras cosas. Como una manera de terminar de entenderla; yo a veces también lo hago. Quizá es una necesidad humana. Pero creo que los trabajos más interesantes son los que ves y te da la impresión de que conocés al realizador por su película, por lo que te cuenta él y no por sus influencias o vínculos. A mí el cine de Pablo Stoll me encanta, y viendo sus películas yo entiendo que a él le puedan gustar los Karismaki digamos, pero sin embargo lo que hace maravilloso a su cine es que es Stoll, y no tanto su anclaje. A mí me gustan un montón de cosas, hay cine argentino de la década del sesenta que siempre me resultó muy atractivo, leí por ahí que alguien dijo que mi película dialoga con la generación de esa década, con Torre Nilsson, etc, y yo lo sentí como un cumplido increíble. Pero son cosas que están adentro tuyo y que no salen conscientemente. 

Publicado en Brecha el 4/4/2016

jueves, 3 de marzo de 2016

Langosta (The Lobster, Giorgos Lanthimos, 2015)

El zoológico humano 


Los grandes maestros lo tenían: Fellini, Welles, Bergman, Ozu, Bresson, Antonioni, Rohmer. Sucedió con el primer Burton, hoy sucede con Lynch, con Wes Anderson, con Guy Maddin, Lucrecia Martel, Bela Tarr, Johnny To, Wong Kar-wai. No son muchos los directores que crean un estilo absolutamente único e inconfundible, una propuesta estética en la que queda grabada su nombre a fuego. Desde sus temáticas, desde cómo estructuran el guión, cómo plantan la cámara y cómo planifican la totalidad de la puesta en escena, su estilo se convierte en algo irreproducible, prácticamente como una huella digital. 
Ya algo muy extraño, llamativo y único en su especie era Canino, filme que supo ser el primer éxito internacional del griego Giorgos Lanthimos, y que suponía una propuesta absolutamente radical y diferente, una contundente reflexión en torno a la pedagogía, el poder, el lenguaje, la represión y los temores sociales. Se relataba la historia de tres adultos confinados en una casa alejada de la civilización, cuyos padres los trataban como si fuesen niños, los deseducaban y les inculcaban miedos mediante métodos conductistas. Las premisas de la historia, la austeridad de los planos, diálogos marcianos y ciertos exabruptos de violencia cruda y absolutamente inesperada la volvían una de las más impactantes y transgresoras propuestas del momento, un cine fuertemente rompedor y emparentado con el de Michael Haneke, Ruben Ostlund o Lars Von Trier. Su voluntad cuestionadora y su acierto a la hora de tocar temáticas difíciles descolocaba a las audiencias poniendo el dedo en la llaga respecto a asuntos incómodos. 
Lanthimos aquí ha dado un salto, cuenta con un presupuesto mayor a sus anteriores producciones, con actores de la talla de Colin Farrel, Rachel Weisz, Lea Seydoux, Ben Wishaw y John C. Reilly, la película está hablada en inglés y es una coproducción en la que participan nada menos que diecisiete (!) compañías de diferentes países: prácticamente un blockbuster del cine de autor. Por todas estas razones podía temerse un enfoque más comercial, pero lo cierto es que de eso no hay nada: el director continúa fiel a su estilo de tomas fijas, de planos generales largos y lentos, de diálogos simples pero recargados, de personajes dotados de un infantilismo exacerbado. Quizá el elemento más novedoso en esta propuesta sea un humor absurdo, sutil y negrísimo, capaz de arrancarle carcajadas al espectador pese a la profunda gravedad de las situaciones y de todo el planteo. 


El cuadro es distópico y de a ratos directamente disparatado: en un mundo alternativo, vivir en solitario está prohibido. Los solteros, viudos o divorciados son inmediatamente trasladados a un hotel en el que conocerán a otras personas en su misma situación, y cuentan desde su ingreso con 45 días para encontrar su media naranja. De no cumplir con ello en el plazo indicado, serán convertidos en un animal cualquiera, por el que ya optaron en el momento de su llegada. Pasada la mitad de la película, y luego de un par de imprevistos, el personaje principal irá a dar a otra parte del mismo universo, un orden social en las antípodas al presentado dentro del hotel. 
Pero por más que las premisas puedan parecer delirantes, algunas escenas asombran por su terrible literalidad, como ocurre cuando los personajes recurren a medidas extremas como darse la cabeza contra una mesa con tal de forzar elementos en común con otra persona, o cuando dan otras muestras de indisimulable desesperación al no encontrar pareja antes de que se les termine su tiempo; también es muy interesante la idea de que la película plantee la decisión de optar por la sotería como la más salvaje rebeldía a las convenciones sociales imperantes. 
Las recreaciones teatrales de situaciones que las autoridades del hotel dan a los usuarios para fomentar la vida en pareja pueden parecer burdas y hasta grotescas, pero en rigor no distan casi nada de los lineamientos sociales imperantes que se viven hoy en día. Y es que al igual que en la serie británica Black Mirror se logra, mediante la creación de un mundo algo diferente al nuestro, disponer agudas reflexiones en torno a los comportamientos humanos en los tiempos que corren. Aquí puntualmente el foco se encuentra en las relaciones sentimentales contemporáneas y la forma –muchas veces patética y regida por absurdos lineamientos– con la que solemos afrontar los vínculos amorosos, quizá sin darnos cuenta. Tenía que venir Lanthimos a demostrárnoslo, con un reflejo distorsionado que, en su brutal honestidad, realmente duele afrontar.

Publicado en Brecha el 26/2/2016

miércoles, 2 de marzo de 2016

Anomalisa (Charlie Kaufman, 2015)

La náusea 


No se puede negar que el primero guionista y más adelante director Charlie Kaufman es un personaje absolutamente singular. Cuando las primeras películas que guionó (¿Quieres ser John Malkovich?, El ladrón de orquideas, Eterno resplandor de una mente sin recuerdos), se dio una extrañísima situación por la cual se hablaba mucho más de él como guionista que los sucesivos directores de las películas. Pero aunque la presencia de Kaufman tenía siempre cierto aval de originalidad, también lo tenía de juego mental masturbatorio: por su acumulación de giros ingeniosos, por su singularidad desatada, sus libretos se volvían forzosamente autorreferenciales, y a veces al ser tan deliberadamente "ingeniosos", cansaban un poco. 
Por fortuna, en esta Anomalisa si bien las premisas del guión traen algunas singularidades sumamente llamativas, estas funcionan como un enigma que se mantiene durante toda la película, y no hay giros constantes que enmarañen la trama. El protagonista es un célebre escritor de obras de autoayuda que se encuentra de paso por Cincinatti, para dar una conferencia sobre servicio al cliente. Pero en seguida notaremos que se encuentra en un estado de automatización, apatía e irritabilidad extrema, y que la monotonía y el desencanto se han convertido en una constante mortificante de su vida: prácticamente ha perdido su sensibilidad, y hasta podría decirse que está sumido en una profunda depresión. Es muy interesante la forma en que la película traza este jugado perfil, un personaje que difícilmente podría despertar simpatía alguna. Sin embargo la singularidad de su situación (se encuentra inmerso en algo así como una "náusea" sartriana) más los enigmas nombrados llevan a despertar en el espectador una sostenida curiosidad. 
Y es que es cierto, Anomalisa es una película absolutamente anómala: no es de extrañar que haya sido concebida como resultado de una campaña de crowdfunding, ya que seguramente ningún productor podría haber creído en su viabilidad. Se trata de un elaborado drama íntimo concebido íntegramente con la trabajosa animación en stop-motion, algo que no se había visto previamente en un largometraje adulto. Lo loable es que en este caso la animación es un recurso justificado, notable para ilustrar la patología en la que se encuentra imbuído el personaje. Desde la inexpresividad de algunos rostros a una característica determinante de sus voces, los personajes que lo rodean parecen el mismo repetido una y otra vez. La anomalía, lo que se sale absolutamente de la norma es lo único que parecería llamarle la atención, quizá por identificarla como la vía de escape a ese mundo que lo oprime. Como esa muñeca mecánica japonesa que compra para su hijo, o la chica que de su nombre se deriva el título de la película –en definitiva, un ejemplar distinto por poseer una avería tanto física como emocional–. 
Es así que esta reposada animación para adultos posee apuntes y fragmentos totalmente originales. Por ejemplo, un tramo en que el personaje con la voz de Jennifer Jason Leigh canta a capella en una habitación de hotel es un encanto absoluto y, poco después, tiene lugar una de las escenas de sexo más bellas que se hayan filmado; una que, sin cortes, no se ahorra las conversaciones previas, los preámbulos, las timideces, las pequeñas torpezas del encuentro. Justamente en estos momentos de intimidad es que esta película crece, y pierde interés en otros más estandarizados como durante un sueño paranoide o un fallido discurso en una conferencia. Anomalisa es un cine diferente que conviene ver, además de que seguramente sea la película más personal que ha concebido su autor hasta el momento. 

Publicado en Brecha el 26/2/2016

domingo, 21 de febrero de 2016

Creed (Ryan Coogler, 2015)

La reputada autodestrucción 


Llegó la hora de la nostalgia. Y del reboot, el spin-off, o como quieran que se le diga al asunto este de desenterrar viejos cadáveres e inyectarles un tónico capaz de hacerlos caminar un par de pasos más. Presentar algo añejo como si fuera novedoso debe de ser una de las más sorprendentes habilidades de Hollywood, y en este sentido parecería estar saliéndole más que bien, vistos los resultados que obtienen con películas de este porte. 
Seis entregas de Rocky a lo largo de treinta años fueron suficientes para que Sylvester Stallone no pueda seguir subiéndose al cuadrilátero, y es por esto que hoy, a los cuarenta años de aquella ganadora del oscar a mejor película (el director Avildsen le ganó a Ingmar Bergman y a Sidney Lumet, y aquella película nada menos que a Taxi Driver), Stallone pasa a ser entrenador y se propone un recambio generacional, con un nuevo nombre y un nuevo luchador que continúa el legado de aquel boxeador amable y de bajo perfil que tan bien representaba espíritus de superación, sueños americanos y delirios de grandeza varios. 
Esta vez, si bien se presenta un protagonista que pasa un par de años en reformatorios cuando niño, en seguida es adoptado por la viuda de su padre fallecido. Claro que esta nueva "madre" vive en una gran opulencia, y se ocupará de que al niño no le falte nada durante su formación. La película enfatiza que el protagonista creció en un entorno más que desahogado, dando cuentas además de su destaque profesional en el trabajo de oficina y el hecho de que, en un comienzo, tenga un futuro digno y prometedor. Todo este paquete parece presentado como para quitarle al deporte el estigma de "disciplina para jóvenes marginales y sin nada que perder", porque oigan, hacerse reventar el cráneo a piñas es un camino premeditado, y una más de entre tantas formas dignas de perserverar. 
Es así que tenemos al héroe dispuesto a triunfar por convencimiento y de hacerse una carrera en el mundo del boxeo. Uno de los principales problemas de la película está en la estructura dramática, ya que dentro de una misma historia se presentan un par de fugaces subtramas: primero una romántica y finalmente una dramática. La primera tiene que ver con el encuentro amoroso con una vecina cantante, la segunda con una grave enfermedad contraída por uno de los personajes. Lo defectuoso de ambas es que se resuelven como si fueran trámites, como si tanto el guionista, el montajista y el director fuesen ellos mismos boxeadores y quisieran pasar rápidamente al ring y a los bifes. El problema es que, si se van a presentar subtramas dentro de una historia, lo que corresponde es desarrollarlas con cierto grado de credibilidad y evitando las resoluciones simplistas o los lugares comunes. Pero aquí no hay un proceso de enamoramiento creíble (luego de ver Carol, la ausencia de sutileza en este sentido se vuelve absolutamente abrumadora), y no hay un tratamiento psicológico que permita comprender un cambio radical de idea por parte de uno de los personajes, en cuanto a su negativa a priori respecto al uso de terapias agresivas. 
De la misma manera, la madre adoptiva del protagonista presenta buenas razones para detestar al boxeo como disciplina y manifestar su desacuerdo porque él continúe su legado familiar, pero sobre el final, su inexplicable cambio de idea resulta una de las más deshonestos y manipuladores juegos retóricos de los creadores en favor del deporte. 
Nótese que este cronista escribe desde el desamor hacia una saga que por lo general no le interesa, y hacia una nueva entrega que se le antoja como el refrito menos interesante que podía concebirse en los tiempos que corren. Pero no le sucede esto en general con el género: existen películas de boxeo recientes que están provistas de elementos del mejor cine, como Crying Fist (2005), la grandiosa El luchador (2010), con Christian Bale y Mark Wahlberg o Koza (2015). Todas ellas poseen un gran desarrollo de personajes, logran la empatía y el compromiso emocional con los combatientes, pero por sobre todo, son concebidas con visiones críticas que no tragan (ni venden) la idea de que la autodestrucción voluntaria dentro de un cuadrilátero sea una gran proeza.

Publicado en Brecha el 12/2/2016

viernes, 19 de febrero de 2016

Deadpool, (Tim Miller, 2016)

De novedad, nada 


Uno tiende a confundirse porque superhéroes hay muchos y de diferentes camadas, pero a veces viene bien una recapitulación: por un lado están Batman y Superman (y ahora también La mujer maravilla) de DC Comics y distribuidos por Warner Bros. Por otro, está el universo Marvel del tronco de Los vengadores (Iron Man, Capitán América, Thor, Ant-Man) y distribuidos por Disney (aquí también entran los Guardianes de la galaxia, pero como viven en el espacio sideral, no se cruzan con estos últimos). Por otro lado está el universo de los X-Men y Wolverine, al que ahora también se integra esta Deadpool y, si bien también son superhéroes de Marvel, en este caso la distribución la hace 20th Century Fox y, por supuesto, no conviven con los otros Marvel. Finalmente, están los de Marv Films (Kickass, Kingsman) que originalmente también pertenecían a la Marvel (bajo la editorial Icon Comics), y ahora son distribuidos por Lionsgate y los Universal Studios. Todo este enredo de editoriales, estudios y distribuidoras puede parecer un encasillamiento estéril y en parte lo es (en definitiva en Hollywood las diferencias no suelen ser importantes), pero permite comprender la coexistencia de personajes en cada franquicia y hasta diferenciar ciertas características de estilo. 
Esta película se presentaba como algo diferente por haber sido una película de superhéroes calificada como "R", lo que significa que en Estados Unidos los menores solo pueden asistir a las salas acompañados de un mayor y que hay niveles elevados de violencia gráfica y sexualidad. En primer lugar esto no es nada nuevo, porque ya Kickass y Watchmen se habían ganado la calificación. En cuanto al contenido, si bien es cierto que hay bastante violencia, la diferencia fundamental de esta película con el resto de las superproducciones se encuentra en el lenguaje, una imparable catarata de chistes escatológicos de corte grueso. 
¿Qué tiene de novedoso Deadpool? Prácticamente nada. Como viene siendo la tendencia últimamente, ahora el superhéroe es más antihéroe que otra cosa, un delincuente con todas las letras, que se codea con otros de su misma estirpe en antros de mala muerte; en este sentido, esta película agudiza un poco más los perfiles iniciales de los protagónicos de Iron-Man, Los guardianes... y Ant-Man. Ahora la propuesta esta totalmente sobregirada, el protagonista es de esos personajes irritables que no paran nunca de hablar y de hacer comentarios irónicos y, en fiel sintonía, todo es muy loco y posmoderno: las tomas clipperas y giratorias en cámara lenta, la narración en forma fragmentada que salta en el tiempo, la ruptura de la "cuarta pared", por la que el protagonista habla directamente a la audiencia, las autoreferencias, los guiños y el diálogo con otras películas, los chistes sexuales que se acumulan y se montan unos sobre otros, e ídem las citas pop: todo el tiempo se echa mano al denominador cultural común de los amantes de superhéroes de entre treinta y cinco y cincuenta años. 
Todos estos elementos se vienen viendo hasta el hartazgo en el cine mainstream reciente, y de hecho la propuesta sería bastante insufrible sino aparecieran, de vez en cuando, ciertos brotes de genialidad. Uno de cada cinco de los chistes proferidos puede causar verdadera gracia, hay algunos gags que realmente son muy ocurrentes –sobre todo los que tienen que ver con el atributo regenerativo del personaje–, una secuencia inicial de créditos en la que no se dice nombre alguno es lo máximo y, además, el carácter profundamente trágico del personaje lo redime en parte, ya que el hecho de que siempre le ponga buena cara a un continuum ininterrumpido de desgracias le aporta cierta aciaga dignidad. En definitiva, como divertimento puede funcionar, pero lo dicho: de novedad, nada.

Publicado en Brecha el 19/2/2016

viernes, 5 de febrero de 2016

En primera plana (Spotlight, Thomas McCarthy, 2015)

Un pasado muy presente 



En momentos en que la prensa se encuentra en peligro de extinción, y que el periodismo cuenta cada vez con menos espacios en los que desempeñarse, esta película llega para señalar y dar cuentas de cómo una denuncia mediática puede ayudar a la sociedad a desenterrar grandes injusticias e impunidades, hacerlas públicas gestando conciencia y, a partir de eso, lograr cambios favorables en el entramado social. Como lo demuestra el filme, además, la prensa especializada puede ser capaz de hacerle frente al statu quo y a los grandes poderes, llegando a obligarlos a rendir cuentas ante la justicia, dejando en evidencia sus perfiles más inaceptables. 
Esta película se ambienta en el año 2001; Internet recién comienza a asomarse como una gran amenaza para la prensa, y un nuevo editor hace aparición en el periódico Boston Globe. Su presencia hace temer en el entorno una sucesión de recortes y despidos para volver rentable la edición impresa, y una sección del periódico, llamada Spotlight, podría ser un blanco perfecto para el desmantelamiento: está compuesta por un prestigioso equipo de periodistas, una suerte de escuadrón de elite de la investigación que puede pasarse un año entero dedicado a estudiar y profundizar en un solo tema. Esa área es sumamente costosa para el diario y, por tanto, una de las más difíciles de respaldar y justificar en tiempos de crisis. Es así que, siguiendo una tradición de thrillers de trasfondo político –a la manera de Todos los hombres del presidente, o La sombra del poder–, esta película sigue una investigación y un abnegado trabajo profesional. En este caso la labor periodística es llevada a cabo en forma coral, sin un protagonista claro, y el relato sigue los pasos de más de media docena de personajes de la redacción, cada cual con un perfil más o menos definido y una función particular. El abordaje hace pensar, por el clasicismo de su narración, por la claridad con la que se presenta un caso complejo e intricado, por la composición austera y cierta elegancia y sencillez en las formas, en un muy esmerado capítulo, algo alargado, de una sólida serie. Una que cuenta además con un elenco de primerísimo nivel. Así, en muchos de sus tramos, En primera plana recuerda a Mad Men o The Wire, aunque con el mérito de que todos los personajes son notablemente presentados y desarrollados en una entrega única. 
Lo que es más bien excepcional es la temática y los escalofriantes descubrimientos que se destapan en la pesquisa; quizá no corresponda adelantarlos aquí, pero fueron de público conocimiento en su momento y refirieron a la Iglesia Católica y a los altísimos índices de pederastia entre sus curas, asunto que, con asombrosa eficiencia, ha sido sepultado por el Vaticano y mantenido desde tiempos inmemoriales en el más devoto silencio. La temática comenzó a verse en documentales como Deliver Us From Evil (2004), Twist of Faith (2006), y Abusos sexuales y el Vaticano (2006), y recientemente a ficcionalizarse en películas como La duda (2008) o la reciente El club (2015). Pero aquí la aproximación austera y casual provee cifras en bruto y una abrumadora recopilación de datos que acaba revelando una realidad ominosa, simultáneamente para el espectador y para los mismos protagonistas. Sin morbo ni truculencia, sin héroes ni villanos, sin melodramas recargados, Spotlight tiene el mérito atípico de ser un vehículo audiovisual provisto de un gran poder concientizador. Mediante un trabajo tan escrupuloso como el de sus personajes, el director Thomas McCarthy se las ingenia para dar una panorámica cabal de un problema endémico e inaceptable. 

Publicado en Brecha el 5/2/2016

martes, 2 de febrero de 2016

El renacido (The Revenant, Alejandro González Iñárritu, 2015)

Cine hecho carne


Es muy interesante el viraje que están tomando ciertas superproducciones hollywoodenses, y en particular el hecho de que esta, la película mundialmente más taquillera del momento y una nominada a 12 óscars utilice a la propia naturaleza como base misma del espectáculo. No es algo menor; luego de décadas de ponerse el énfasis en los efectos especiales, (y ultimamente en la creación digital) esta vuelta a los rudimentos se siente como algo notablemente fresco y novedoso, como si de pronto se volviese a cuarenta años atrás y se redescubriera el poder fascinante e hipnótico de los planos abiertos y la magnificencia hostil de los territorios agrestes que caracterizaron a películas de Lean, Herzog, Kurosawa y Tarkovsky. 
Las películas de supervivencia suelen ser experiencias extremas y trepidantes, y la propuesta del director mexicano Alejandro González Iñárritu no se ahorra ninguno de los malos tragos que pudieran acontecer en un micromundo en que el ser humano y la naturaleza conspiran contra la integridad física de un individuo. Es así que, basado en la historia real padecida por el explorador y peletero Hugh Glass, el abordaje enfatiza el padecimiento físico y mental de un individuo que toca fondo de múltiples maneras y que de todos modos se empeña en continuar viviendo. Es ahí donde se encuentra lo mejor y el sustento mismo de la historia: Leonardo Di Caprio brilla como pocas veces en una actuación totalmente corporal y desgarrada, atravesando con dificultad un inagotable cúmulo de adversidades. Un ataque de indios a su expedición es envolvente, caótica y abrumadora; una larga y agónica lucha contra un oso es de las más imponentes y realistas peleas cuerpo a cuerpo que se hayan visto en el cine; un período de inmovilidad física angustia en su radical sensación de impotencia; inmersiones en el agua, en la nieve, en pequeñas cuevas y hasta en espacios insospechados vienen cargadas con las palpitaciones de la desesperación. El renacido corta el aliento tantas veces como podría ser posible y se trata de un cine vívido, poderoso y sobresaliente. La notable fotografía del mexicano Emmanuel Lubezki (Gravedad, El árbol de la vida, La leyenda del jinete sin cabeza) imprime personalidad equilibrando maravillosamente la adversidad más íntima y cercana con fondos impávidos e infinitos. 
Pero con premisas sumamente sólidas y una concreción tan brutal, es una verdadera lástima que unos cuantos aspectos del guión hayan sido descuidados. Destaquemos solamente tres: en primer lugar, Tom Hardy es un talentoso actor que podría haber sido el villano perfecto en su representación del odioso Fitzgerald, un resentido trotamundos, impaciente de retribuciones mínimas. Pero hay un énfasis constante para señalar que es el malo, un machaque que se repite en casi todas las líneas de diálogo que le toca proferir. Y un acto de truculencia final riza el rizo de lo absurdo, cuando se le antoja quitarle el cuero cabelludo a un enemigo abatido, aún cuando sabe que lo persiguen. Otro problema son ciertos tramos oníricos en los que la película incurre, lugares comunes que quitan originalidad al planteo, como cuando el protagonista abraza a una visión en una iglesia en ruinas y finalmente lo vemos con sus brazos alrededor de un árbol. Son escenas que no aportan nada, los espectadores ya conocemos el justificado sufrimiento del protagonista por un asesinato horrendamente injusto –que vimos con perfecta claridad– y no era necesario que Iñárritu lo recordara. Finalmente hay alguna secuencia de difícil explicación, como el hecho de que luego de que unos quince hombres fueran a la búsqueda del desvalido protagonista a través de un bosque helado, sólo dos salieran, poco después, detrás de un peligroso asesino en fuga; esto último podría haberse solucionado con arreglos mínimos en el libreto. 
No se puede negar que Iñárritu es un notable director, un entusiasta y un creador que empeña hasta sus propias vísceras. Esto es admirable y festejable, pero también sería genial un poco más de cuidado, a fin de lograr una coherencia interna sin fisuras. Poco faltaba.

Publicado en Brecha el 29/1/2016

viernes, 29 de enero de 2016

Es discriminación


La polémica se encendió mediáticamente e invadió las redes sociales. Los comentarios de Spike Lee y su rechazo a asistir a la ceremonia de los Oscar de este año, en protesta por la ausencia por segundo año consecutivo de nominados negros entre los 20 candidatos en las categorías de mejor actor, han dado mucho que hablar, y no faltaron a la cita las declaraciones de figuras como Charlotte Rampling, Julie Delpy, Mark Ruffalo, Will Smith y otros más, con argumentos encontrados. 
Pero centrémonos solamente en las opiniones contrarias a Lee y en sus principales argumentos: se señala, en primer lugar, el carácter arbitrario e impersonal con que los candidatos son elegidos para la premiación, ya que al ser centenares los votantes, no hay un “individuo” al que echarle la culpa sino que se trata de un colectivo que vota de acuerdo a criterios de calidad. Otro argumento es que, si bien en estos dos años no hubo nominados negros, sí los hubo, y en abundancia, durante los años anteriores. El tercero señala que el reclamo de Spike Lee con respecto a la discriminación de una minoría no contempla otras injusticias quizá más manifiestas, como la exclusión sistemática de las mujeres artistas en la mayoría de las categorías, o la reticencia a nominar películas “extranjeras” y no angloparlantes que caracteriza a la ceremonia desde siempre. Pero corresponde señalar que los tres argumentos son insuficientes, y alguno de ellos incluso erróneo. Veámoslos con detenimiento.
En primer lugar conviene recordar qué son los premios Oscar. Se trata de una gran ceremonia de autobombo que la industria utiliza para publicitarse y reproducir las miradas internacionales sobre sí misma. Los Oscar son Hollywood premiando a Hollywood, y como tal suponen un fiel reflejo de un mundo liderado por hombres estadounidenses, blancos, y ricos. Los votantes obedecen mayoritariamente a ese perfil y los nuevos nominados pasan a engrosar la lista de votantes, por lo que estas características dominantes se reproducen y perpetúan, con un impacto mediático inconmensurable. Hay veces que es difícil pedirle al olmo que deje de ser olmo y que nos dé en cambio peras, pero sí es muy pertinente señalar que no se trata de otra cosa que un olmo, y eso es justamente lo que hizo en este caso Spike Lee. 
En segundo lugar no es cierto que los nominados negros fueran muchos en los años anteriores. Sí los hubo, pero en el período de 2010 a 2015 hubo tan sólo siete nominados negros en las cuatro categorías a mejores actores. Es decir, de 100 nominados, siete fueron negros, lo que es lo mismo que decir que en esos cinco años alcanzaron un 7 por ciento. Poco, con relación al 12,6 por ciento de afroestadounidenses que hay, según cifras oficiales, en la población de Estados Unidos. Durante esos cinco años, además, hubo una suerte de “efecto Obama” que tuvo una incidencia directa en las temáticas tocadas por Hollywood, una especie de catarsis histórica referente a la discriminación racial y las luchas de inclusión, reflejada en películas como Selma, 12 años de esclavitud, Lincoln, The Help y otras. Pero la cuestión es que si luego de ese período ese porcentaje (incluso escaso) bajó radicalmente a cero y allí se mantuvo por dos años consecutivos, la carencia es significativa, por decir lo menos.

El tercero de los argumentos es aun menos sólido. Se critica a Spike Lee por su activismo unidireccional, por su falta de consideración respecto de otras injusticias, quizá más evidentes. Como si Lee, más que un militante contra la discriminación de la minoría a la que pertenece debiera ser un paladín de la justicia mundial. El asunto es que señalar que un movimiento social vela por sus intereses y no por los de otros no es argumento para desconsiderar sus reclamos. No se puede descalificar una asociación de derechos humanos por no preocuparse por la matanza de ballenas o no manifestarse en favor de la contaminación de las plantas nucleares. Su énfasis y su temática son otras y, muchas veces, lo importante para ganar espacios es mantenerse enfocado en lo que incumbe directamente. Como dijera Voltaire: “lo mejor es enemigo de lo bueno”, y no corresponde descalificar un discurso por no adaptarse a un “ideal” superior.
Podríamos pensar en un cuarto argumento. Algunos desinteresados podrán decir que, por las características de la ceremonia y del Oscar en general, no vale la pena dar una lucha para ganar espacios en un ámbito cerrado y elitista casi por defecto, en una ceremonia que viene malparida y que muchas veces ni siquiera premia a un cine de calidad. Pero lo cierto es que, por más que a uno no le guste la gala y lo que representa, no puede desconsiderarse su impacto social y su peso decisivo en las formas de pensar; en definitiva, los espacios ganados allí son un triunfo a todo nivel.
Ahora, Lee dijo una palabra que a muchos lleva a poner el grito en el cielo, al proponer imponer una “cuota” entre los votantes de la academia, asegurando así a los negros un lugar fijo en la toma de decisiones. Los argumentos en contra de las cuotas son los mismos de siempre: que por qué darle un “privilegio” a alguien solamente por su formación genética y no por méritos propios y todo ese rollo, y en respuesta a ese manido argumento también podría esbozarse otra pregunta: ¿por qué esa formación genética es la única razón para que la persona sea excluida sistemáticamente de todos los ámbitos? No se trata de dar privilegios, sino de solventar una ausencia que no va a solucionarse naturalmente por obra y gracia del “progreso”. Las cuotas son un mecanismo implementado para revertir un problema y un círculo vicioso de discriminación. 
Es por esto último y por todo lo demás que conviene pensar dos veces antes de reaccionar desacreditando las voces de los que no suelen tener voz, y las medidas que pudieran llegar a darles espacios a los que de otra manera no tendrían acceso.

Publicado en Brecha el 29/1/2016

viernes, 22 de enero de 2016

Mustang (Deniz Gamze Ergüven, 2015)

Urgente, y for export


Cinco hermanas adolescentes y huérfanas viven apaciblemente en una localidad al norte de Turquía, pero a partir de un juego inocente con chicos en la playa, su abuela y su tío deciden confinarlas en su hogar, salvaguardando su virginidad y evitando que los rumores acerca de su inmoralidad continúen circulando por el pueblo. Desde entonces pasan a estar compelidas a vestir con colores opacos, a aprender las tareas del hogar, a predisponerse para un inminente y convenido matrimonio; en definitiva, pierden la libertad como la conocían y los días veraniegos pasan a ser jornadas de monotonía y encierro. 
Lo que sucede con esta película es sumamente interesante. Ganadora de una respetable cantidad de premios en festivales de Europa y Asia, es hoy una de las favoritas para el óscar a mejor película extranjera, y un éxito bien recibido tanto por el público como por la crítica internacional. Lo curioso del asunto es que, a pesar de estar ambientada en Turquía, de ser dirigida por una turca y con un elenco turco, no tuvo el mismo recibimiento ni la misma aceptación crítica en ese país; las audiencias turcas no se han mostrado demasiado receptivas (al menos antes de que se supiera la nominación al óscar) y a la mayoría de los críticos locales no les gusta. El argumento de estos últimos es estimable: se señala principalmente su falta de realismo, una selección de actrices que no aparentan ser chicas pueblerinas ni hablan como tales, y otros detalles que pueden pasar desapercibidos para el público occidental. La película es de hecho fundamentalmente francesa: nacida en Ankara, la directora Deniz Gamze Ergüven emigró a Francia desde muy chica, y tuvo su formación allí. 
Acostumbrados al sobresaliente realismo de directores de la talla de Nuri Bilge Ceylan o Reis Çelik, los críticos turcos señalan algo que debe ser muy cierto: la falta de conocimiento del universo de la Turquía rural y principalmente musulmana por parte de la directora. Algunos van más allá afirmando que la película se adapta a una visión occidental paternalista, desde la cual se identifica al musulmán como un bruto retrógrado y a las chicas como víctimas a las que sólo el mundo progresista occidental podría salvar. Si bien lo que la película denuncia es algo que sucede y no puede desmentirse, para el público local debe ser como ver una película uruguaya ambientada en Tacuarembó pero interpretada por un elenco chileno. Un europeo quizá no se percataría del detalle, pero para nosotros sería sin dudas inaceptable. 
Sin embargo, tampoco puede desestimarse el talento de la directora para plasmar una energía vital presente en los personajes adolescentes, enfatizando sus alegrías, deseos, inquietudes y miedos. A partir del inquietante detallismo del ambiente represivo in crescendo que se cierne sobre ellas, y las estrategias que utilizan para sortearlo, puede palparse su espíritu indomable (los mustang son justamente caballos salvajes). Todo esto le da al abordaje un atractivo cinematográfico notable y una estimable autenticidad, seguramente la clave del éxito de la película. Si el cine es 24 mentiras por segundo (es decir, el arte de generar la ilusión de realidad a partir de un artificio), Mustang gana al crear una realidad quizá algo diferente, pero que en definitiva no parecería mentir sobre esos hechos concretos a los que refiere.

Publicado en Brecha el 22/1/2016

viernes, 15 de enero de 2016

Taxi Teherán (Taxi, Jafar Panahí, 2015)

Desafiando al régimen


Jafar Panahí es indomable. Desde que el gobierno iraní lo condenó a seis años de prisión por los cargos de conspiración y propaganda contra la República Islámica, con la prohibición expresa de filmar durante veinte años, sacó tres películas que se distribuyeron en el exterior y arrasaron con premios en los festivales internacionales. Su película Esto no es una película salió del país en un pendrive escondido adentro de una torta. Una presión internacional ininterrumpida en la que cuanto colectivo de artistas, movimientos de Derechos Humanos y figuras públicas –incluído el presidente Obama– se manifestaron en nombre del director, sumada al cambio de autoridades en Irán, llevaron a que Panahi fuera liberado. Ahora sigue pesando sobre su persona el arresto domiciliario y la prohibición de hacer películas. 
Pero el cineasta no entiende de restricciones y Closed Curtain fue su primer filme concebido luego de su liberación, una obra distinta, filmada en interiores, más bien hermética y alegórica. Con su última película, la llana y directa Taxi, Panahí vuelve a sus mejores momentos. Con su concepción violó doblemente la prohibición, filmando a través de las calles de Teherán desde un coche que él mismo conduce. Como le dice en una escena a un estudiante de cine que le pide consejos: "lo principal es salir a la calle"
Con la naturalidad característica y el incomparable realismo del director iraní, la película hace pensar en una aproximación documental, en personajes que entran y salen del taxi casual y aleatoriamente. Panahí es un maestro del artificio, un genio a la hora de utilizar los recursos cinematográficos para generar la ilusión de que no hay artificio en absoluto, y que aquello por él presentado no es más que un simple retazo de vida. En un estilo que lo emparenta con otros maestros como Eric Rohmer, Hong Sang-soo o los hermanos Dardenne, es difícil equipararse con él en este sentido. Así es que en un recorrido de 80 minutos se suceden personajes no-actores que conversan con el director, plantean sus inquietudes, sus problemas particulares, discuten sobre temas acuciantes y, sobre todo, sobre el sistema de prohibiciones y castigos impartidos por el régimen teocrático. 

 
Pocos cineastas tienen la capacidad de sugerir tantas cosas con apenas un par de pinceladas, y al mismo tiempo con premisas cinematográficas que prácticamente no se han visto. Taxi es la clase de películas que llevan a pensar en el audiovisual como un formato casi inexplorado, en que lo único que hace falta es salirse un poco de los parámetros dominantes para ofrecer un abordaje absolutamente fresco y diferente. Las cámaras, giratorias, son colocadas junto al parabrisas, filmando lo que ocurre dentro y fuera del taxi y el conductor Panahí, con su semblante semisonriente y cálido demuestra ser, –con una película aparentemente inofensiva y apacible– uno de los más agudos críticos de la censura y la represión que le toca vivir en su país. 
El taxi no es como los que frecuentamos por estas latitudes, sino que es un savari (taxi compartido), es decir que durante el curso de un viaje pueden subir varios pasajeros que van en una misma dirección. De esta manera, en un recorrido un ladrón tiene una reñida discusión sobre la pena de muerte con una maestra, un pirateador de dvds viaja al mismo tiempo que un hombre ensangrentado debe ser llevado con urgencia al hospital, y varias señoras destratan a Panahí por no hacer bien su trabajo. Dentro del taxi se suceden personajes representativos de la sociedad iraní y, omnipresente, fuera de campo, invisible pero ineluctable, el régimen se hace sentir de un modo u otro, ya que todas las situaciones están relacionadas con el delito, las penas, la arbitrariedad y los difusos límites entre lo legal y lo ilegal. Desde un amigo de Panahí que no quiere hacer la denuncia de un robo porque teme por las consecuencias que pueda traer a los culpables, un niño que no se anima a devolver un dinero que encontró tirado, o una pareja que se apura a filmar con un celular un testamento antes de llegar al hospital, las reflexiones se imponen, dando cuentas de hasta qué punto Irán es un mundo aparte. Algunos detalles, como cuando Panahí cree oír en la calle la voz de uno de sus interrogadores en la prisión nos llevan a recordar la brutalidad de la dictadura imperante. Una escena determinante tiene lugar cuando sube al taxi la abogada por los derechos humanos Nasrin Sotoudeh, una figura que, junto a Panahí, estuvo presa e incomunicada y llegó a hacer huelga de hambre por cuarenta y nueve días, casi hasta morir de inanición. En los fotogramas se la ve radiante, con una simpatía sólo equiparable a la del mismo cineasta y demostrando en los hechos y con sus palabras que la única vía posible es la resistencia. "Que no salga en tu película lo que acabo de decir, te acusarán de conspiración" le sugiere, con conocimiento de causa, al director; y por supuesto que Panahí no obedece, demostrando con el gesto que, en definitiva, no existe prisión alguna que pueda silenciarlos. 

Publicado en Brecha el 15/1/2016

viernes, 8 de enero de 2016

Los ocho más odiados (The Hateful Eight, Quentin Tarantino, 2015)

Explosión de cine


 


La octava maravilla de Quentin Tarantino parece colocarse a la altura de las expectativas de los cultores, y no son pocos los que aseguran que se trata de la mejor película que el director ha filmado hasta el momento. Tampoco faltan los detractores que la señalan como un entretenimiento pueril, vacío, o como un exabrupto de violencia gratuita. Lo cierto es que, a sus 52 años, el cineasta de Knoxville sabe incomodar a tirios y troyanos, y se impone con una película que significa una vuelta a sus bases y al mismo tiempo una importante transgresión rupturista. Las varias complicaciones de su estreno, definitivamente mal parido, ponen la frutilla a la torta a una obra desmesurada y maldita como pocas. 


Ignoro si en el largo plazo será algo favorable o desfavorable para la industria y para el mismo cineasta, pero lo que sucedió es que esta película se filtró a la web casi simultáneamente a su estreno internacional en una calidad aceptable, por lo que estuvo siendo compartida por una enorme cantidad de internautas. Lo que las compañías reparten como screeners –copias previas al estreno, generalmente distribuidas para jurados, miembros de la academia y prensa– tuvieron la gracia de dar con un solidario pirata que decidió expropiar y socializar el material, obteniendo inmediatamente centenares de miles de interesados. 
La película ya había ganado dos premios de la Asociación de Críticos Norteamericanos, por lo que varios de sus screeners habían pasado por unas cuantas manos. Por lo pronto, los hermanos Weinstein, productores de la compañía Miramax, pusieron el grito en el cielo, y existe una investigación en curso para dar con el corsario responsable, llevada adelante por el mismo Fbi. Lo cierto es que por ahora la taquilla no le viene siendo demasiado favorable a la película. Si bien recaudó 16,2 millones de dólares en su primer fin de semana y se trata de una cifra nada desdeñable, desde 1997 (año del estreno de Jackie Brown) no sucedía que una película de Tarantino obtuviese una recaudación tan baja. Falta esperar y ver cómo funciona el boca a boca y si las cifras se remontan en estas semanas venideras. 
Pero las cosas hace rato venían mal para Tarantino; ya a comienzos de 2014 se había filtrado a la web una primera versión de su guión, lo que le provocó un enojo mayúsculo que lo llevó a renunciar públicamente al proyecto, y al que sólo volvió convencido gracias a la insistencia de varios de sus colegas, incluido el actor Samuel L. Jackson. Luego, su decisión de estrenar la película en 70 mm (formato de mayor resolución, pero que la gran mayoría de las salas no tiene los proyectores para pasar) acotó sustancialmente sus posibilidades de estreno, pero además tuvo la mala idea de pretender proyectar su película con pocos días de diferencia respecto a la última Star Wars. Con su inmenso poderío, Disney presionó a una de las más importantes salas de cine en la que pensaba estrenarse Los ocho más odiados, y le impuso mantener Star Wars e incumplir sus contratos previos para exhibir la película de Tarantino, bajo amenaza de retirar su película de todas las salas de la cadena de cines. En consecuencia, el estreno de Los ocho más odiados debió postergarse en esa prestigiosa y determinante sala. Furioso, el director denunció la situación mediáticamente, dando a entender que la magia y el encanto con los que se identifica a Disney mal encubren la competencia desleal y el desacato recaudatorio. A fin de cuentas parece ser que uno de los peces más grandes de la industria nada más a sus anchas que los demás, en ese “libre” mercado. 
Todo esto venía sumado a la amenaza de boicot por parte de la policía neoyorquina a las películas del director. Tarantino había participado en una marcha en Nueva York contra la violencia racial policial, como consecuencia de los múltiples asesinatos perpetrados por agentes policiales sobre la población negra. Consultado sobre su presencia allí, afirmó en plena manifestación: “Soy un ser humano con conciencia. Estoy aquí para decir que estoy del lado de todas las víctimas”, “si se estuviera abordando este problema, los policías asesinos estarían en la cárcel o por lo menos enfrentándose a cargos”, agregó. 
Fue a partir de este gesto que los cuerpos de policía de ciudades como Nueva York, Chicago, Filadelfia y Los Ángeles hicieron un llamado a boicotear Los ocho más odiados, e incluso un oficial amenazó con estar preparando una “sorpresa” para Tarantino el día mismo del estreno de su película. Pero finalmente los estrenos en las ciudades de Los Ángeles y Nueva York ocurrieron sin incidentes y, lejos de recular, Tarantino redobló su crítica, comentando en una entrevista a la revista Entertainment Weekly: “¿Si me sentí mal porque no quisieran besarme por haber ido? Sí, un poco. Pero no tan mal como si me hubiera quedado sentado en mi sofá viendo gente siendo bajada literalmente a tiros, y luego a los responsables enfrentando un tribunal policial de pacotilla, que los acabó reubicando en trabajos de oficina”. También señaló que situaciones como la muerte del chico de 17 años Laquan McDonald no se explican con el argumento de que hay unas pocas “manzanas podridas” en el departamento, sino que se trata de un “racismo institucional” y de “encubrimientos institucionales que protegen la fuerza policial por encima de los ciudadanos”
Pero polémicas a un lado, lo importante es que Los ocho más odiados es una película inmensamente rica que se transforma en algo nuevo a cada paso, que se presta para los análisis más contradictorios y que reúne en su interior una buena cantidad de temas, compilando asimismo una infinidad de recursos cinematográficos. En definitiva, podría verse como una extensa y pormenorizada clase sobre el lenguaje cinematográfico y sus inagotables posibilidades. A continuación analizaremos algunos de sus elementos más llamativos, pisando una buena cantidad de spoilers en el camino. Por esta razón es bueno alertar que el que no haya visto la película y quiera disfrutar de las innumerables sorpresas de su visionado, debería dejar de leer por aquí.


A LO QUE VINIMOS. Un director de cine nunca es simplemente un talento aislado que pare a capricho las películas que imaginó, sino que es, precisamente, un director; un individuo que, rodeado de gente, los mueve y coloca en determinada senda instruyéndolos sobre cierto procedimiento a seguir. Es por eso que un gran cineasta es el que sabe con quién trabajar; una eficaz selección de talentos contribuirá a un trabajo que fluya y juegue a favor de sus intereses. Una de las más importantes figuras que sorprenden en el equipo de esta película es el legendario Ennio Morricone, de 87 años, autor de bandas sonoras inolvidables como las de El bueno, el malo y el feo, La misión, Novecento, La batalla de Argelia y una infinidad más. Tarantino ya había echado mano a algunos temas del compositor para películas previas, e incluso en alguna ocasión Morricone se había manifestado en desacuerdo con cómo las había utilizado. Pero esta vez escribió directamente las partituras pensando en la película, e incluso dio aportes generales que quedaron en el resultado final, como la idea de una secuencia de caballos tirando de una carreta, en su lucha contra un camino nevado. 
Soberbia, su música emerge ya desde el comienzo como el perfecto presagio de algo maléfico que se avecina; así como una tormenta de nieve pisa los talones de los personajes y se cierne sobre ellos, un aura insidiosa se augura desde esta composición trepidante, creciente, con tambores apagados que palpitan y resuenan en los páramos helados. Una escultura de Cristo crucificado, cargado de nieve, olvidada y sepultada, refuerza la idea de la ausencia de valores imperante en estas gélidas tierras de nadie. 
Pero el compositor es uno de los tantos elementos que juegan por acumulación; las grandes figuras están a la orden del día y no podría hacerse una reseña completa de esta película sin nombrar al insuperable cúmulo de talentos actorales que contiene. Lo cierto es que Los ocho más odiados se sustenta fundamentalmente en un gran guión y en diálogos constantes, y por tanto el elenco es su pilar fundamental. Tarantino es también un actor y alguien que sin dudas sabe proponer desafíos a sus pares: al estar dotado el libreto de elementos de comedia y hacerse uso de un humor negro constante, su elenco juega en el arduo doble terreno de cumplir como vehículos de tensión y como comic reliefs al mismo tiempo. En primer lugar está Kurt Russell (John Ruth alias “The Hangman”) un palurdo cazarrecompensas poco interesado en otra cosa que no sea el dinero, que divierte al mismo tiempo que horroriza en su brutalidad constante. Otro fetiche de Tarantino, el gran Samuel L. Jackson es el Mayor Marquis Warren, un negro veterano de la Unión, ahora devenido cazarrecompensas y funcionario de la corte, asesino sin miramientos, y preferentemente de blancos racistas. La verdadera revelación del cuadro y un talento que de ahora en más no perderemos de vista es Walton Goggins (Chris Mannix, sureño rebelde y perfecta antítesis de Warren), quien ofrece tantos cambios de registro y dobleces como son posibles en una sola película. A un nivel más secundario, Tim Roth, Michael Madsen y Demián Bichir cumplen, ya sea para dar un toque de excentricidad (Roth, sin dudas), como presencia intimidante (Madsen), o como simple enigma (Bichir). Pero quien es una verdadera fuerza de la naturaleza y se desenvuelve como nadie es Jennifer Jason Leigh en un rol inolvidable como la sentenciada Daisy Domergue, una mujer que se impone desde su primer segundo en pantalla, y quien en su contención a medias y en su silenciosa malicia va creciendo hasta delinear un personaje único en su especie. 
Es curiosa la forma en que, en este cuadro de parias realmente odiosos, la empatía del espectador va migrando continuamente hacia uno u otro, sin nunca poder detenerse en ninguno en particular. Esta economía de elementos profundamente cuestionables, dispersos en todos y cada uno de los personajes centrales, y la precisión en los matices que de algún modo los vuelven igualmente cercanos supone una apuesta sobresaliente. 


LICUADORA DE GÉNEROS. Los ocho más odiados es, a primera vista, un western. La acción se ubica a pocos años de terminada la Guerra de Secesión y presenta a un puñado de hombres armados, con sus típicos sombreros tejanos, caballos y carretas. Pero si los parajes desérticos que son la constante del género se convierten en bosques helados, si se propicia una tormenta de nieve y se coloca a todos los personajes a cubierto en un espacio reducido, ese western pasa a tener muchos elementos en común con The Thing, la obra maestra de John Carpenter. Y si a esto se le agrega un montón de parias, forajidos, delincuentes de diversa calaña (algunos de ellos devenidos representantes de la ley), se aterriza entonces la película en el mundo antiheroico propio del film noir, –que ya había tenido sus ecos en los polvorientos spaghetti westerns y en los pistoleros lúmpenes de los años setenta, bajo la dirección de Sergio Leone, Sam Peckinpah y Sergio Corbucci, entre otros–. 
Hasta aquí todo era ciertamente previsible, considerando los precedentes de Tarantino y sus gustos particulares. Pero los géneros siguen agolpándose y superponiéndose, dándole a esta obra una singularidad única: una trama de mentiras, sospechas, acusaciones entrecruzadas y enigmas a resolver provee las reglas del whodunit, subgénero prácticamente olvidado que supo dar infinidad de obras a partir de los años treinta para acabar muriendo casi definitivamente en los setenta. La investigación policial que presenta un crimen y un grupo de sospechosos fue revisitada hasta el hartazgo y es de allí que viene la frase común de que “el asesino es el mayordomo”. Increíblemente uno de los referentes ineludibles para esta película es Agatha Christie, y los ecos de Eran diez indiecitos, Asesinato en el Expreso Oriente y Tres ratones ciegos son palpables. Pero Tarantino no echa mano precisamente a los lugares comunes del subgénero, sino a sus principales trampas. Esto remite necesariamente a Alfred Hitchcock, quien supo filmar whodunits en los inicios de su carrera y que deja sus huellas aquí en ciertos tiempos muertos y en la información que, por momentos, el espectador tiene y los involucrados no (una cafetera al fondo del cuadro se convierte durante un breve lapso en un magistral elemento de tensión). La muerte repentina de personajes fundamentales en los que depositábamos alternativamente cierta empatía, provocándonos un desconcierto mayor y un vacío importante podrían recordar a Psicosis... bajo los efectos de un cóctel de barbitúricos y elevada a su enésima potencia. 
Por supuesto que en esta licuadora se ha volcado también mucho gore: la sangre, inesperada, embarrará prontamente la contención inicial del cuadro. Es una sangre poética, desmesurada como suele serlo, en la que resuenan los ecos de despropósitos del giallo italiano y del slasher. Es por eso que se pasa en pocos minutos de bellos planos abiertos tipo La Diligencia a los peores asfixiantes exabruptos de Suspiria y Alta tensión, sin perder nunca las formas ni la coherencia estilística. 
Pero la influencia decisiva, y seguramente lo que le dé un verdadero vuelo a la obra está algo más solapado: uno de los filmes favoritos de todos los tiempos de Tarantino es Rio Bravo, de Howard Hawks. Allí un grupo de personajes se recluían en un pequeño espacio y se contaban anécdotas, tocaban la guitarra, enfrentaban una amenaza con una naturalidad y un aire de familia que convertían la película en una experiencia única. Es en detalles de este tipo que Los ocho más odiados crece hasta convertirse en la categoría de obra maestra, y en donde más se sienten los ecos de los westerns de Hawks, George Stevens y Michael Mann: así como John Ruth (Kurt Russell) y Daisy Domergue (Jennifer Jason Leigh) se odian a muerte, Ruth también cuida en un principio que ella no quede manchada con estofado, o juntos colaboran con ciertas tareas (como clavar tablones en una puerta floja, por ejemplo), estos elementos contribuyen a construir un aspecto invisible pero insoslayable: la inigualable química existente entre ambos personajes. 
Y así como existen rencores enquistados, racismo, individualismo, desconsideración y una imperiosa necesidad de perforar a balazos al prójimo, también hay sutiles momentos de humanidad que nos permite acercarnos a los personajes y creer realmente en ellos: están en las infantiles carcajadas de Chris Mannix, en la ingenuidad y en la visible emoción de John Ruth al leer una carta, en el abrazo fraterno que se dan Bob (Bichir), Oswaldo Mobray (Roth) y Joe Gage (Madsen) durante los preparativos de un momento crucial, en la cautela y los intentos de conciliación de Mobray para evitar tempranos baños de sangre o en la parsimonia reflexiva de Warren, en definitiva el Hércules Poirot del grupo. 


MISOGINIA. Por supuesto no han faltado ni faltarán los que desestimen la película por ser deliberada e impiadosamente violenta (lo es), y muy especialmente los que la acusen de ser una obra directamente misógina –el personaje de Jennifer Jason Leigh es baleado, vapuleado, insultado, bañado en sangre y algunas cosas más a lo largo del metraje–. Algunos críticos, como A O Scott en The New York Times hicieron hincapié en este supuesto “odio” a la mujer, reflejado en la violencia explícita hacia ella. Es comprensible el impacto que varias de estas escenas tienen sobre la audiencia, y especialmente una de las escenas finales, un despliegue de sadismo indisimulado por parte de dos de los personajes hombres. Pero esta mirada superficial por la cual se toma a la parte por el todo, que se queda en aquello que se ve y no en lo que hay por detrás, debería ser desestimada: prácticamente es lo mismo que pensar que Gustave Flaubert era misógino por haberle hecho pasar tan mal a Madame Bovary. 
El personaje de Domergue es, en definitiva, el personaje mejor trabajado a lo largo de la película, esconde muchos secretos que sabemos actuarán como una bomba de tiempo y, como decíamos, se trata de una de las actuaciones más soberbias del cuadro (comparable solamente con las de Goggins y Jackson). La crítica de cine estadounidense Stephanie Zacharek reflexionaba en la revista Time sobre la indomable insubordinación del personaje: “Cuanto más es golpeada, más sonríe a carcajadas, como si el abuso incrementara la fuerza de su alma en pena. La idea puede parecer misógina, pero es de hecho su opuesto triunfante”. Hay en ese último despliegue de sadismo un subtexto realista y por ello terriblemente aterrador: respectivamente, el sureño más racista del cuadro (Mannix) y su natural antagonista (Warren) disuelven sus desavenencias y se alían para ajusticiar a la única mujer del cuadro: la misoginia es más fuerte que el racismo, y se encuentra profundamente enquistado más allá de fronteras y de épocas. Ambos personajes, Sheriff y Mayor, respectivamente, justo los representantes de la ley en este contexto de energúmenos, acaban contradiciendo en los hechos la idea enarbolada anteriormente por el personaje de Mobray acerca de la pena capital, quien la señalaba como una ejecución limpia, exenta de sadismo. Los dos hombres recostados en una cama, en jadeos post orgásmicos luego del ahorcamiento de la dama trascienden simbólicamente a mucho más que lo que algunos quisieran ver. La lectura subsiguiente de la carta de Lincoln nos remite a un paraíso idealizado, a una tolerancia heroica y a palabras grandilocuentes que suenan muy bien, pero que no dejan de ser una farsa irrisoria, de la cual el crudo cuadro presentado por Tarantino es su perfecto reverso. El irreverente revisionismo histórico del director dispara a quemarropa contra las bases mismas del Sueño Americano.

Publicado en Brecha el 8/1/2016