El mejor Hollywood
Toy Story 3 era un precedente difícilmente superable. La entrega anterior de la saga de los muñecos animados –en el doble sentido de la palabra– que colocaba a los personajes en una prisión, y bajo un régimen mafioso de juguetes oportunistas y explotadores, fue una de las más creativas, intensas y emotivas obras que ha dado Pixar. Y no es poca cosa, considerando que el estudio de animación estadounidense cuenta en su historial nada menos que con películas del calibre de Buscando a Nemo, Wall-E, Ratatouille e Intensamente, varias de las mejores aventuras familiares jamás logradas.
Lo cierto es que luego de una trilogía prácticamente perfecta, una nueva entrega parecía innecesaria. Las cuartas partes difícilmente son buenas ya que suelen redundar en fórmulas repetidas, sin aportar ni agregar nada nuevo. Pero, sorprendentemente, éste no es el caso.
Y es que, sin llegar al nivel de su precedente, Toy Story 4 es, de todos modos, una película a la altura de la saga, así como una excelente presentación del director debutante Josh Cooley, miembro del departamento de arte que ascendió escalafones dentro del estudio. Aquí los típicos momentos de comedia, los enredos, las arriesgadas aventuras, los rescates y las persecuciones están bien dosificados y, por sobre todo, se encuentran notablemente refinados no sólo por el nivel de detalle en la animación, sino por un libreto en el que el ingenio y la creatividad parecen volcados en proporciones similares. Varios de los personajes nuevos (un tenedor convertido en juguete, dos peluches de feria, un motoquero acróbata) no son incorporados sólo como comic reliefs, sino como secundarios realmente memorables. La nueva villana, una temible muñeca antigua, está dotada de una personalidad y un relieve psicológico atípicos, y acaba proveyendo a la película de uno de sus fragmentos más emotivos.
Quizá lo más interesante y sobresaliente de esta cuarta entrega es plantear una nueva salida al universo previamente presentado en las películas anteriores. Y es que había algo intrínsecamente abyecto en este submundo dependiente del humano en el que los juguetes pasaban la vida atados a una servidumbre para con los niños, quienes eran capaces de destrozarlos y descuidarlos, y que los acabarían dejando abandonados en una caja, juntando polvo indefinidamente. Por fortuna, aquí se plantea una salida de independencia para los juguetes; la aparición de nuevos escenarios (una tienda de antigüedades, un parque de diversiones) en los que su existencia también es posible propone un escape al sistema y al modelo impuesto. Otro elemento nada menor es que uno de estos esquemas de independencia está administrado y es presentado al protagonista por un personaje reaparecido: nada menos que Bo Peep, la pastorcita rubia de porcelana de las primeras entregas. Aquella damisela en apuros, ese personaje demasiado frágil y factible de romperse en mil pedazos que fue directamente eliminado del cuadro para la tercera entrega, sufrió aquí una evolución notable, transformándose en un personaje independiente: es una líder con personalidad y participación activa en la trama. Un gran cambio, acorde a nuestros tiempos.
Publicado en Brecha el 5/7/2019
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