viernes, 13 de septiembre de 2019

Acerca del cine comercial argentino

Giles, chantas e hijos de puta


Desde hace tiempo que el cine de género argentino está obteniendo grandes éxitos en la taquilla, e incluso con una importante exhibición en cines de nuestro país. El estreno de La odisea de los giles, película que reúne varios de los tópicos de este tipo de cine, es una buena excusa para analizar los puntos en común de estas importantes producciones y reflexionar acerca de algunas de las razones de tal aceptación popular. 

La odisea de los giles es el último gran taquillazo argentino. A su tercera semana de exhibición y pese a la crisis económica, en el país vecino superó el millón de entradas, y ya el boca a boca da sus frutos, prometiendo una permanencia en cartel por bastante tiempo más. Aún estamos lejos de los 3,9 millones de espectadores de Relatos salvajes (2014), o de los 2,5 de El secreto de sus ojos (2009), pero ya se trata de otro inusitado éxito comercial. Podría hablarse, casi, de blockbusters argentinos, con la aclaración de que los presupuestos continúan siendo ínfimos comparados con los promedios que maneja Hollywood: Relatos salvajes costó cerca de 4 millones de dólares, y El secreto de sus ojos, aproximadamente la mitad. 
Existen algunos elementos en común en varias de estos grandes éxitos comerciales. Características reconocibles que se han vuelto prácticamente constantes. Una de ellas es sin dudas el actor Ricardo Darín, quien ya se ha convertido en la cara visible del fenómeno. Un rostro que vende por sí mismo y que, para muchos espectadores, debe de ser visto directamente como un “sello de calidad”. Tanto directores como productores son conscientes de esta mina de oro a ser explotada, y es lógico que muchos libretos sean ideados para calzar a su medida. 


Otro elemento a tener en cuenta es la incursión en los géneros clásicos hollywoodenses: hace aproximadamente unos quince años los directores Fabián Bielinsky, Damián Szifrón y Adrián Caetano supieron articular notablemente los parámetros del thriller (El fondo del mar) del policial (Tiempo de valientes), del noir y del caper (El aura) del western (Un oso rojo) y hasta de los escapes de prisión (Crónica de una fuga) con un nuevo cine argentino en ebullición que proponía constantemente nuevas formas y estilos. Así, estas notables películas tuvieron una personalidad propia, nutriéndose de elementos coloquiales y de particularidades de la cultura local. El éxito de este cine llamó la atención no sólo de productores locales, sino además de sus pares foráneos. La productora española de Pedro y Agustín Almodóvar, El Deseo, comenzó a participar como co-productor en numerosas producciones argentinas, así como otros socios capitalistas deseosos de apoyar el talento argentino, tanto en cine autoral como de género. Las co-producciones, además de permitir el trabajo con mayores presupuestos, abrieron mercados y facilitaron canales de distribución y difusión. 
Los hechos históricos del pasado reciente comienzan a hacerse lugar en este cine argentino de género, notablemente vinculado con lo social. La dictadura es una temática omnipresente desde hace rato, pero también se aparecen contextos más cercanos. Sobre el final de Nueve reinas, una corrida bancaria impedía a una multitud retirar sus fondos, para perjuicio del villano interpretado por Darín. Aún no tenía lugar el “corralito” del 2001, por lo que la película sería prácticamente un vaticinio de lo que acontecería un año después de su estreno. El cine suele ser un medio para aceptar o sublimar ciertos traumas sufridos, y como si se quisiera exorcizar un fantasma del pasado, La odisea de los giles retoma este hecho y lo coloca en el epicentro de la narración, con protagonistas que deciden tomar cartas en el asunto y resistirse a ser estafados. 
Desde hace ya bastante tiempo que el “chanta”, el manipulador, el embaucador, es un personaje prácticamente inherente al cine argentino. Claro que se trata de un estereotipo no exclusivo del vecino país, sino que parece compartido por prácticamente todas las culturas (el “mojonero” en Venezuela, el imbroglione en Italia, el weasel y el flake en Estados Unidos, el magouilleur francés, el Schwäzer alemán), pero es interesante cómo se le ha dado un perfil local sumamente atractivo, con modismos y una expresividad inconfundiblemente porteña. Las audiencias del vecino país ven y reconocen a estos personajes, prácticamente como si fuesen parte intrínseca de su “fauna” local, y podría hacerse un extenso estudio sobre la historia del cine argentino y la presencia casi constante de estas figuras, desde El negoción (1959) a Los chantas (1975), desde Plata dulce (1982) a Pizza, birra, faso (1998), desde El manosanta está cargado (1987), a Nueve reinas (2000), los “vivos”, los abusivos de poca monta inundan su filmografía. 


Es interesante como esta figura despierta interés y fascinación casi automáticamente. Romántico y desagradable al mismo tiempo, el estafador presenta dualidades que llaman tanto al rechazo como a la identificación. Por un lado, la “viveza criolla” ese rasgo que muchos se jactan de compartir y que supone encumbrar y enorgullecerse de la inteligencia propia orientada a los pequeños ventajismos, a las intrigas inadvertidas y los hurtos impunes, supone exacerbar características individualistas que a priori llaman al rechazo de los bienpensantes, pero que asimismo presentan cierto costado romántico: hay algo estimable en aquellos outsiders que se saltan las normas, que no se dejan avasallar por el poder establecido o que, justamente, utilizan esta “viveza” para revertir una gran injusticia, reestableciendo de algún modo un orden perdido por ciertos abusos de poder. La serie Los simuladores, el episodio “bombita” de Relatos salvajes o la película La odisea de los giles son, en este sentido, odas a la viveza criolla orientada a estos fines. 
Y qué mejores villanos que aquellos que utilizan y abusan de la viveza criolla para beneficio personal: los subrayados como “hijos de puta” con todas las letras, psicópatas auténticos como los de Kóblic, El clan y El secreto de sus ojos o altos criminales de guante blanco como el de La odisea de los giles. Cuanto mayor la posición de poder, cuanto mayor la impunidad, más deseable que ellos paguen por sus perjuicios. En este sentido, el cine argentino más exitoso ostenta un indisimulado perfil catártico. 
Una cualidad psicológica inherente al ser humano es la de “proyectar” en el prójimo características negativas que uno mismo posee. Así, muchas veces las recriminaciones más irritadas y ensañadas hacia los demás refieren a falencias o incapacidades propias, y este tipo de acalorados discursos referidos a la ineficiencia, la irresponsabilidad, el egoísmo de los demás, a menudo son mucho más elocuentes acerca de aquel que critica que de aquellos quienes son objeto de los reproches. Ver la paja en el ojo del vecino y no la viga en el propio son rasgos tan atávicos como intrínsecos a la humanidad. 


Este mecanismo se sublima de un modo sumamente interesante ante la figura del estafador: detestamos con saña al “hijo de puta”, quizá porque reconocemos en él esas mismas características de la viveza criolla que compartimos y hasta celebramos en otro tipo de circunstancias. Y uno de los aspectos más interesantes de este cine argentino comercial y masivo es hasta qué punto cala hondo el hecho de que estos villanos paguen sus fechorías con la misma moneda con la que abusaron de los demás. El refrán “quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón” tiene un sinfín de correlatos catárticos en el cine del vecino país. Desde las más inocentes y literales –el ladrón robado en La odisea…, el estafador estafado de Nueve reinas–, a algunos más extremos y hasta pasados de rosca: sobre el final de El secreto de sus ojos el torturador impune es igualmente torturado, y en el de Kóblic, un par de colaboradores de la dictadura son conducidos por el protagonista desde una avioneta hacia el mar, para ser arrojados desde allí, cual desaparecidos. 
Se sabe que los villanos pagan de una forma u otra por sus faltas; es la forma de dar al espectador lo que busca, una especie de liberación que, en cierto modo, compensa las broncas acumuladas y reestablece una sensación de justicia, más allá de que ésta llegue tardíamente o se ejecute por fuera de la ley. Pero a veces estas clases de catarsis delatan una ideología desafortunada, así como discursos arraigados en determinados sectores de la población, como aquellos que señalan la pertinencia de la aplicación de la justicia por mano propia. Se trata de una temática delicada que, en ciertas ocasiones, parece utilizada (como en los casos de Kóblic y El secreto de sus ojos) con evidente irresponsabilidad: la búsqueda de verdad y justicia no tiene nada que ver con venganzas o revanchismos personales.

Publicado en Brecha el 6/9/2019

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Años de corrupción policial y de inoperancia de la justicia.

Anónimo dijo...

Sí. Y un gobierno que durante doce años saqueó todo lo que pudo. Pero esto no es típico argentino, allí donde hay corrupción se simpatiza con los robinhoodes. La casa de papel es un ejemplo.

Anónimo dijo...

Dexter, también.