Pantallas incandescentes
El Festival de Punta del Este presentó esta semana una programación sobresaliente,
con propuestas de países tan disímiles como Kazajistán, Rumania, Guatemala,
Polonia y Canadá, y con directores de la talla de Porumboiu, Loach, Haynes,
Ripstein, y Suleiman. Conferencias,
charlas, cortometrajes y una selección de cerca de cuarenta largos se
sucedieron en salas de Maldonado y Punta del Este, celebrando, un año más, una
fiesta de cine.
Este año, las propuestas más
transgresoras provinieron de Chile. Previo a la presentación de la película El príncipe, la programadora Daniela
Cardarello señaló a la concurrencia que la película a exhibirse sería
especialmente fuerte. Acto seguido, el director Sebastián Muñoz dio su opinión
sobre la importancia de exhibir cuerpos desnudos masculinos sin censuras ni
prejuicios. Lo que vino a continuación estuvo a la altura de las advertencias:
un drama carcelario en el que no faltan escenas violentas, violaciones, sexo
abundante y un número incalculable de desnudos integrales. Lo llamativo del
asunto es que, lejos del realismo, se presenta una cárcel en la que los
reclusos cuentan con momentos de privacidad, en donde prácticamente todos son
homosexuales, y en la que hasta tienen lugar un par de inesperadas escenas
musicales, entre ellas un tango interpretado por el actor argentino Gastón
Pauls. La película funciona bien como delirio y, de las programadas, seguramente
fue la que más dividió las opiniones entre la audiencia.
Y qué decir de Ema, la grandiosa última película de
Pablo Larraín. El director chileno ha sido irregular como pocos, logrando por
un lado obras excelentes como Tony
Manero y El club, y por otro,
bodrios infumables como Jackie y Neruda. Lo cierto es que Larraín ha
vuelto a encaminarse en la senda del bien, con una propuesta sumamente
anárquica y entretenida. Se trata de un drama en torno a una muchacha que toma
la difícil decisión de devolver un hijo tomado en adopción, luego de que él
prendiera fuego su vivienda con graves consecuencias -la hermana de la
protagonista queda deformada por las quemaduras-. A partir de entonces, se abre
una brecha social entre quienes cuestionan y demonizan a la protagonista y
quienes, a pesar de todo, optan por acompañarla y respaldarla en su decisión.
Si bien la película trata el asunto con hondura psicológica y notable lucidez
sociológica, lo más importante es la forma: Larraín logra un imponente y
luminoso cuadro de una tribu urbana de Valparaíso, en el cual la protagonista
participa en grupos de danza, catalizando sentimientos a través de coloridos
clips musicales y embistiendo al espectador con su deslumbrante fuerza intrínseca.
Como apropiándose del accionar de su ex hijo adoptivo, Ema incinera autos,
semáforos, monumentos, en escenas que parecen proféticas de lo que luego
sucedió en esa ciudad, pocos meses después del rodaje; la expresión de una
juventud deseosa de romper con estructuras añejas y con una injusticia crónica,
imperante en el país desde hace décadas.
Desde hace tiempo que el
realizador rumano Corneliu Porumboiu destacaba con películas como Policía, adjetivo y Cae la noche en Bucarest. Hasta ahora, obras
sumamente personales y autorales, pero nunca lo habíamos visto volcado al cine
de géneros. Esta vez, con La gomera,
se abocó a un sobresaliente film noir, en el que esa típica austeridad y decadencia
intrínseca al cine rumano aportan un clima de tensión constante, así como una notable
personalidad. Como en sus películas anteriores, Porumboiu introduce referencias
sutiles a ciertos problemas políticos y sociales de Rumania; desde un grupo de
policías totalmente sumergidos en la corrupción debido a sus escasos ingresos, hasta
un muchacho arrestado y quizá procesado por posesión de marihuana, pasando por
narcotraficantes latinos interesados en el país, el cual les ofrece tentadoras
oportunidades para el lavado de dinero. El enfrentamiento propuesto entre los
narcos y la empobrecida pero ambiciosa policía rumana supone una contienda de
poderes especialmente desiguales, y la película dilata notablemente el conflicto,
paralizando e inquietando intermitentemente a la audiencia.
El documental argentino Mala madre es prácticamente un ensayo
cinematográfico en torno a la maternidad, pero más específicamente sobre el
mandato social de ser madre, y sobre una labor doméstica raramente discutida,
cuestionada o incluso verbalizada. Son puestos en foco los tabúes del puerperio
y de la crianza más básica e inicial, en la que la madre –quien no
necesariamente está preparada- queda usualmente en total soledad, junto a un
bebé vulnerable que no habla pero le exige una dedicación constante. La
directora Amparo Aguilar se aboca a un tema crucial sobre el cual ni siquiera el
feminismo se ocupa con suficiente énfasis, y que a su vez es absolutamente
determinante respecto a la renovación generacional y la dinámica futura de los
grupos familiares. Fundamentalmente realizado con entrevistas a mujeres
(rodadas con nítidos primeros planos en blanco y negro), animaciones rudimentarias
y la voz en off de la realizadora, en algún momento el documental pierde el
ritmo, e incluso baja un poco el interés durante las entrevistas a los propios
hijos de la directora -lejos de la fluidez de su hermana menor, el varón,
dubitativo, pareciera responder en función de lo que su madre espera de él-.
Aún así, se trata de la película definitiva en torno a una temática que apenas si
fue abordada por el cine.
Otro punto alto de la
programación fue La inocencia, de la
directora española Lucía Alemany, un coming
on age sumamente particular, en el cual la protagonista adolescente se abre
paso hacia la adultez al seno de una familia religiosa y patriarcal, en un
pueblo pequeño y, de a ratos, asfixiante. Pero el cuadro esquiva notablemente
los lugares comunes logrando un universo al mismo tiempo arduo y entrañable,
con interpretaciones deslumbrantes. La actriz principal, Carmen Arrufat, podría
perfectamente ser la mejor actriz de todas las películas presentadas en el
festival, aunque ni ella ni la mayoría de los otros intérpretes que la
circundan son actores profesionales.
Pero seguramente la mejor
película de esta edición fue la adictiva Corpus
Christi, dirigida por el polaco Jan Komasa, una auténtica revelación
europea y quizá el cineasta que más dé que hablar en los próximos años.
Nominada al oscar a mejor película internacional, Corpus Christi perdió contra Parásitos,
a pesar de ser muy superior a ella. La película propone el acercamiento a un
joven problemático, un muchacho de unos veinte años detenido en un terrorífico
reformatorio, en el cual él y sus
compañeros se ven sometidos en igual cantidad a sermones y a terribles
golpizas. Debido a un prontuario en el que probablemente no escasean las drogas
y la violencia, el protagonista se ve incapacitado de estudiar para ser
religioso, pero el destino le impone una oportunidad única: la de hacerse pasar
por sacerdote en un pequeño pueblo. A partir de aquí, se propone una situación
crecientemente incómoda, en el que el impostor pasará a recibir confesión y a
aconsejar a los fieles, a pesar de ser él mismo un antisocial quizá incorregible.
Las derivaciones a las que lleva esta situación son, como en toda gran
película, completamente inesperadas. Una obra brutal, profunda y con diferentes
capas de interpretación, además de una experiencia cinematográfica irrepetible.
En los últimos años los
asistentes del Festival nos hemos sorprendido con la calidad de los trabajos
exhibidos en la muestra de “Maldonado Filma”, una selección de cortos
realizados por jóvenes cineastas del departamento y seleccionados por el Fondo
de Incentivo Audiovisual. Entre una notable selección, este año sobresalieron en
particular tres de las propuestas: el documental Entropía, de Gabriel Lema, enfocado en la figura del artista plástico
Miguel Ángel Battegazzore, un planteo clásico, con entrevistas a personajes
allegados y especialistas, así como al mismo artista, pero en el cual se
destaca el cuidado estético, con una música funcional, movimientos de cámara
armónicos y una esmerada fotografía. Por su parte, En busca del obsesor es
el último corto de Lucía Nieto Salazar, quien había logrado previamente otros notables
como Negra y Betty. Esta vez, se trata de un falso documental en el que la
cineasta sigue los rastros de “el obsesor”, un espíritu siniestro y fétido que
acompaña a las personas, induciéndolos a acciones y pensamientos obsesivos y
autodestructivos. Lejos de ser una simple historia de terror, se trata de un
cine sugerente, incómodo y cuestionador. Por último, Abel Alfonso, poeta de la Capuera es un sentido y bello homenaje al
poeta del título, en la que él mismo relata a cámaras una niñez con muchas
carencias, ciertas vivencias y hasta alguna enseñanza. El documental compagina
notablemente títulos en pantalla, animación y registro fílmico de la vida en la
localidad de La Capuera, con la entrañable presencia de Alfonso durante sus
últimos tramos de vida. La directora Claudia Beltrán es fotógrafa de profesión,
y es algo que puede advertirse en cada fotograma.
Publicado en Brecha el 28/2
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