viernes, 13 de septiembre de 2019

Acerca del cine comercial argentino

Giles, chantas e hijos de puta


Desde hace tiempo que el cine de género argentino está obteniendo grandes éxitos en la taquilla, e incluso con una importante exhibición en cines de nuestro país. El estreno de La odisea de los giles, película que reúne varios de los tópicos de este tipo de cine, es una buena excusa para analizar los puntos en común de estas importantes producciones y reflexionar acerca de algunas de las razones de tal aceptación popular. 

La odisea de los giles es el último gran taquillazo argentino. A su tercera semana de exhibición y pese a la crisis económica, en el país vecino superó el millón de entradas, y ya el boca a boca da sus frutos, prometiendo una permanencia en cartel por bastante tiempo más. Aún estamos lejos de los 3,9 millones de espectadores de Relatos salvajes (2014), o de los 2,5 de El secreto de sus ojos (2009), pero ya se trata de otro inusitado éxito comercial. Podría hablarse, casi, de blockbusters argentinos, con la aclaración de que los presupuestos continúan siendo ínfimos comparados con los promedios que maneja Hollywood: Relatos salvajes costó cerca de 4 millones de dólares, y El secreto de sus ojos, aproximadamente la mitad. 
Existen algunos elementos en común en varias de estos grandes éxitos comerciales. Características reconocibles que se han vuelto prácticamente constantes. Una de ellas es sin dudas el actor Ricardo Darín, quien ya se ha convertido en la cara visible del fenómeno. Un rostro que vende por sí mismo y que, para muchos espectadores, debe de ser visto directamente como un “sello de calidad”. Tanto directores como productores son conscientes de esta mina de oro a ser explotada, y es lógico que muchos libretos sean ideados para calzar a su medida. 


Otro elemento a tener en cuenta es la incursión en los géneros clásicos hollywoodenses: hace aproximadamente unos quince años los directores Fabián Bielinsky, Damián Szifrón y Adrián Caetano supieron articular notablemente los parámetros del thriller (El fondo del mar) del policial (Tiempo de valientes), del noir y del caper (El aura) del western (Un oso rojo) y hasta de los escapes de prisión (Crónica de una fuga) con un nuevo cine argentino en ebullición que proponía constantemente nuevas formas y estilos. Así, estas notables películas tuvieron una personalidad propia, nutriéndose de elementos coloquiales y de particularidades de la cultura local. El éxito de este cine llamó la atención no sólo de productores locales, sino además de sus pares foráneos. La productora española de Pedro y Agustín Almodóvar, El Deseo, comenzó a participar como co-productor en numerosas producciones argentinas, así como otros socios capitalistas deseosos de apoyar el talento argentino, tanto en cine autoral como de género. Las co-producciones, además de permitir el trabajo con mayores presupuestos, abrieron mercados y facilitaron canales de distribución y difusión. 
Los hechos históricos del pasado reciente comienzan a hacerse lugar en este cine argentino de género, notablemente vinculado con lo social. La dictadura es una temática omnipresente desde hace rato, pero también se aparecen contextos más cercanos. Sobre el final de Nueve reinas, una corrida bancaria impedía a una multitud retirar sus fondos, para perjuicio del villano interpretado por Darín. Aún no tenía lugar el “corralito” del 2001, por lo que la película sería prácticamente un vaticinio de lo que acontecería un año después de su estreno. El cine suele ser un medio para aceptar o sublimar ciertos traumas sufridos, y como si se quisiera exorcizar un fantasma del pasado, La odisea de los giles retoma este hecho y lo coloca en el epicentro de la narración, con protagonistas que deciden tomar cartas en el asunto y resistirse a ser estafados. 
Desde hace ya bastante tiempo que el “chanta”, el manipulador, el embaucador, es un personaje prácticamente inherente al cine argentino. Claro que se trata de un estereotipo no exclusivo del vecino país, sino que parece compartido por prácticamente todas las culturas (el “mojonero” en Venezuela, el imbroglione en Italia, el weasel y el flake en Estados Unidos, el magouilleur francés, el Schwäzer alemán), pero es interesante cómo se le ha dado un perfil local sumamente atractivo, con modismos y una expresividad inconfundiblemente porteña. Las audiencias del vecino país ven y reconocen a estos personajes, prácticamente como si fuesen parte intrínseca de su “fauna” local, y podría hacerse un extenso estudio sobre la historia del cine argentino y la presencia casi constante de estas figuras, desde El negoción (1959) a Los chantas (1975), desde Plata dulce (1982) a Pizza, birra, faso (1998), desde El manosanta está cargado (1987), a Nueve reinas (2000), los “vivos”, los abusivos de poca monta inundan su filmografía. 


Es interesante como esta figura despierta interés y fascinación casi automáticamente. Romántico y desagradable al mismo tiempo, el estafador presenta dualidades que llaman tanto al rechazo como a la identificación. Por un lado, la “viveza criolla” ese rasgo que muchos se jactan de compartir y que supone encumbrar y enorgullecerse de la inteligencia propia orientada a los pequeños ventajismos, a las intrigas inadvertidas y los hurtos impunes, supone exacerbar características individualistas que a priori llaman al rechazo de los bienpensantes, pero que asimismo presentan cierto costado romántico: hay algo estimable en aquellos outsiders que se saltan las normas, que no se dejan avasallar por el poder establecido o que, justamente, utilizan esta “viveza” para revertir una gran injusticia, reestableciendo de algún modo un orden perdido por ciertos abusos de poder. La serie Los simuladores, el episodio “bombita” de Relatos salvajes o la película La odisea de los giles son, en este sentido, odas a la viveza criolla orientada a estos fines. 
Y qué mejores villanos que aquellos que utilizan y abusan de la viveza criolla para beneficio personal: los subrayados como “hijos de puta” con todas las letras, psicópatas auténticos como los de Kóblic, El clan y El secreto de sus ojos o altos criminales de guante blanco como el de La odisea de los giles. Cuanto mayor la posición de poder, cuanto mayor la impunidad, más deseable que ellos paguen por sus perjuicios. En este sentido, el cine argentino más exitoso ostenta un indisimulado perfil catártico. 
Una cualidad psicológica inherente al ser humano es la de “proyectar” en el prójimo características negativas que uno mismo posee. Así, muchas veces las recriminaciones más irritadas y ensañadas hacia los demás refieren a falencias o incapacidades propias, y este tipo de acalorados discursos referidos a la ineficiencia, la irresponsabilidad, el egoísmo de los demás, a menudo son mucho más elocuentes acerca de aquel que critica que de aquellos quienes son objeto de los reproches. Ver la paja en el ojo del vecino y no la viga en el propio son rasgos tan atávicos como intrínsecos a la humanidad. 


Este mecanismo se sublima de un modo sumamente interesante ante la figura del estafador: detestamos con saña al “hijo de puta”, quizá porque reconocemos en él esas mismas características de la viveza criolla que compartimos y hasta celebramos en otro tipo de circunstancias. Y uno de los aspectos más interesantes de este cine argentino comercial y masivo es hasta qué punto cala hondo el hecho de que estos villanos paguen sus fechorías con la misma moneda con la que abusaron de los demás. El refrán “quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón” tiene un sinfín de correlatos catárticos en el cine del vecino país. Desde las más inocentes y literales –el ladrón robado en La odisea…, el estafador estafado de Nueve reinas–, a algunos más extremos y hasta pasados de rosca: sobre el final de El secreto de sus ojos el torturador impune es igualmente torturado, y en el de Kóblic, un par de colaboradores de la dictadura son conducidos por el protagonista desde una avioneta hacia el mar, para ser arrojados desde allí, cual desaparecidos. 
Se sabe que los villanos pagan de una forma u otra por sus faltas; es la forma de dar al espectador lo que busca, una especie de liberación que, en cierto modo, compensa las broncas acumuladas y reestablece una sensación de justicia, más allá de que ésta llegue tardíamente o se ejecute por fuera de la ley. Pero a veces estas clases de catarsis delatan una ideología desafortunada, así como discursos arraigados en determinados sectores de la población, como aquellos que señalan la pertinencia de la aplicación de la justicia por mano propia. Se trata de una temática delicada que, en ciertas ocasiones, parece utilizada (como en los casos de Kóblic y El secreto de sus ojos) con evidente irresponsabilidad: la búsqueda de verdad y justicia no tiene nada que ver con venganzas o revanchismos personales.

Publicado en Brecha el 6/9/2019

lunes, 2 de septiembre de 2019

Érase una vez en Hollywood (Once Upon a Time in Hollywood, Quentin Tarantino, 2019)

La mitad oscura 


A pesar de la infinita intertextualidad de esta película (hay escenas que llegan a tener una veintena de antojadizos guiños o referencias a la cultura pop, a películas, programas de tv, etc), no es necesario conocer cabalmente el período histórico referido para poder disfrutarla. Quizá el único dato que valdría la pena saber con anticipación es que “La familia Manson” un grupo de psicópatas bajo instrucciones específicas del criminal Charles Manson, irrumpió a fines de los años sesenta en la casa de Sharon Tate y Roman Polanski, asesinando brutalmente a quienes corrieron con la mala suerte de estar allí en ese momento, incluida Tate, quien tenía 26 años y un embarazo de ocho meses. Este conocimiento, bastante común y extendido, aunque no de carácter obligatorio para los espectadores foráneos, es el que permite sentir el suspenso en ciertos fragmentos clave, en los cuales esta espada de Damocles que es la masacre se cierne sobre los protagonistas y lleva asimismo a ver al alegre y vital personaje de Tate (interpretada por la brillante Margot Robbie) como a una presa en su camino al matadero. 

Erase una vez en Hollywood es una película nutrida de ambigüedades y sutilezas. Por más que muchos se esfuercen en reducir a Tarantino a un cineasta de una violencia vacía y banalizada (es verdad que de a ratos puede serlo), ya es un hecho sumamente atípico en Hollywood (incluso en las películas del mismo director) que la narración no siga originalmente una estructura clara, que no haya en un comienzo plot points que dirijan la trama en determinada dirección, sino que, en cambio, se siga apaciblemente y sin apuros el deambular de tres personajes principales: el actor Rick Dalton (Leonardo Di Caprio), su ayudante y doble de acción Cliff (Brad Pitt), y la misma Tate. Tarantino sabe que ellos son lo suficientemente atractivos por sí mismos, confía en la portentosa presencia de los tres intérpretes y su capacidad de colocarse la narración sobre sus hombros, y sabe que una película puede valerse de una sumatoria de pequeños detalles, de momentos y atmósferas bien logradas y placenteras, en los que el espectador puede distenderse, vivir y respirar. No es algo nuevo que el director gusta de dilatar los ritmos, desde siempre radicaliza la longitud de sus tomas y la extensión de sus diálogos, es capaz de llevar al espectador al borde del bostezo para luego sacudirlo con escenas hilarantes, tensas o impactantes. Y ¡qué escenas!, una pelea a puño limpio de Cliff con Bruce Lee podría ser el zenit de una comedia, el rodaje de un western contiene interpretaciones de miedo en un cine dentro del cine a la altura de Truffaut y Altman, una incursión en el sobrecogedor Spahn Ranch dilata el suspenso a puntos impensables, y un increíble final en el que el mundo viajado y lisérgico de los sesenta impacta frontalmente con el giallo más extremo y todos sus herederos gore imaginables, imponiendo una mezcla de géneros en la cual la carcajada, el nerviosismo y la incomodidad se montan unos sobre otros, transgrediendo límites y regalando un desaforado festín al espectador.


La vocación por el detalle no es únicamente una acumulación de guiños o despliegues técnicos, sino que están volcados esmeradamente en un libreto que crece al ser revisitado. Los tres personajes confluyen hacia un final que los unifica, y varios elementos presentados con anterioridad cobran protagonismo sin que nada suene exagerado o forzadamente impuesto. Un pitbull que sigue las órdenes de su dueño, la destreza pugilística de Cliff, un lanzallamas, elementos integrados sutilmente durante la narración previa confluyen dando luz a ese final que viene dando y dará tanto que hablar.

Se ha dicho que nunca se vio una película de Tarantino de tanta calidez, con personajes tan queribles, en un universo en el que la cercanía y la nostalgia le toca fibras que se transmiten emotivamente a la audiencia. Pero también es cierto que el subtexto de la masacre sobrevuela la narración en su totalidad como una gran nube negra. Ese olor a podrido que subyace, proveniente de los tantos esqueletos en los armarios, y que puede sentirse continuamente en una discriminación a flor de piel, en el perfil egocéntrico y explotador de Rick, en el pasado asesino de Cliff, en ese submundo de psicópatas que se cuece en los márgenes de una industria ciega y desbocada que, sin el menor escrúpulo, se transforma y recicla desconsiderando el factor humano ubicado tanto delante como detrás de las cámaras. 

Puede pensarse en violencia gratuita, pero por qué no, en esa contrapartida oscura y pútrida del “American way of life” y de los productos hollywoodenses que lo encumbraban, en su mayoría superficiales, edulcorados, comerciales y, por supuesto, acríticos.

Publicado en Brecha el 23/8/2019

martes, 27 de agosto de 2019

Entrevista a Roger Corman

Maestro de maestros 

Roger Corman, productor y director de 93 años que supo ser un hito del cine clase B y del terror, y que durante casi toda su vida se abocó trabajando incansablemente apoyando al cine independiente, fue el invitado estrella del XV Fantaspoa (Festival de cine fantástico de Porto Alegre). Ahí este cronista pudo hacerle un puñado de preguntas breves, pero gracias al entusiasmo del propio cineasta, la entrevista pudo extenderse unos minutos más del tiempo establecido. 

Fotos: Beta Iribarrem (gentileza Fantaspoa).

“¿Todavía está vivo?” fue la incógnita refleja de varios cinéfilos, luego de mi comentario acerca de la inminente entrevista con el director y productor nonagenario. Es que justamente, a nadie más que a Corman le calza mejor la definición de “leyenda viva”. Y hay que ver hasta qué punto está viva: el día de su llegada al aeropuerto de Porto Alegre almorzó y conversó animadamente con este cronista y otros comensales, dio esta entrevista a Brecha, y acto seguido dio un pequeño paseo por el centro y fue trasladado al Cinema Capitolio para ser homenajeado. En los días posteriores, dio una masterclass repleta de gente, firmó un sinfín de autógrafos y volvió al cine a presentar una de sus películas. Cuando miles de personas protestaron en una marcha por la educación que tomó las calles de la ciudad brasileña pasando por la puerta del cine, Corman salió del edificio –aún bajo la lluvia– para observar con atención semejante movimiento de manifestantes y paraguas.

Quizá esa curiosidad inagotable sea la clave de su longevidad, así como sus inextinguibles ganas de hacer y de contar, patentes en esta entrevista. Corman es un ejemplar humano único, y su historial es prueba de ello: en los años 50 y 60 se consagró por dirigir películas de bajo presupuesto y de gran recaudación, en las cuales la creatividad y su cinefilia fueron piezas clave para su llegada al público. A lo largo de su vida dirigió 60 películas y produjo más de 400 –por exageradas que parezcan, estas cifras son fácilmente constatables en el sitio imdb–, recibió un óscar honorario en 2009, y fue quien descubrió y catapultó a un sinfín de talentos, entre los que se cuentan actores como Jack Nicholson, Peter Fonda, Bruce Dern, Michael Mc Donald, Sylvester Stallone, Robert de Niro y Dennis Hopper, quienes iniciaron junto a él sus carreras. Por si fuera poco, fue además mentor de los cineastas Francis Ford Coppola, Peter Bogdanovich, Martin Scorsese, Brian de Palma, Ron Howard, Joe Dante y James Cameron, entre otros.

El nerviosismo de este cronista se mantuvo hasta el último momento; era posible que la entrevista no pudiese concretarse ya que Corman, recién llegado de un largo vuelo, quizá estuviese exhausto y cancelara el encuentro. Aún cuando este sucediera, quedaban dudas acerca de la lucidez del cineasta, sobre su capacidad para entender cabalmente y responder las preguntas. Por fuera de eso, 10 minutos, el tiempo máximo permitido, nunca sería suficiente para un diálogo con una persona que trae sobre sus hombros centenares de sustanciosas anécdotas. Pero durante el encuentro todos estos temores se disiparon: Corman sigue tan lúcido como siempre y 16 minutos fueron suficientes para que se extendiera, con simpatía inigualable e impensable claridad, sobre algunos puntos memorables de su carrera. La sonrisa constante, una voz gruesa que entonaba un inglés pausado pero prístino, la calidez y el cariño por su oficio, se hicieron presentes durante cada minuto del intercambio. 

–¿Podrías contarnos cuáles fueron tus primeros contactos con el cine? 

–A los 10 o 11 años vi Lo que vendrá (1936), una película inglesa de ciencia ficción basada en una novela de H.G. Wells. Me encantó, y quedé atónito por la exactitud con la que previó lo que vino a continuación. Había sido filmada en los últimos años de la década del treinta y predijo la Segunda Guerra Mundial; hablaba de la total devastación de la civilización, de un grupo de científicos que se escondía de los horrores de la guerra y que emergía después para construir una nueva civilización basada en principios científicos. A partir de entonces comencé a estar seguro de que era la mejor película que había visto jamás. No hace mucho conseguí un dvd y se lo mostré a mis hijas, que tienen hoy más de treinta años. Quedaron tan impresionadas como yo en aquel momento, así que se puede decir que mantiene su vigencia… 

–¿Y cómo fue que de recibirte de ingeniero pasaste a trabajar en el cine? 

–Cuando estudiaba en la Escuela de Ingeniería de la Universidad de Stanford comencé a colaborar con el “Stanford Daily”, diario de la universidad, y descubrí que los críticos de cine del periódico obtenían entradas gratuitas para todos los cines de Palo Alto. Había dos críticos y uno de ellos se estaba graduando, así que mandé en seguida unas reseñas de muestra y me tomaron. Ahí fue que empecé a ver las películas más seriamente; antes las pensaba sólo como entretenimiento, pero a partir de ese momento comencé a analizarlas, y en ese momento sentí que el cine me gustaba mucho más que la ingeniería. Pero no quería empezar a estudiar de nuevo, ya estaba cursando el último año de la carrera, así que la terminé y me gradué, pero lo cierto es que ya venía siendo un fracaso como estudiante ese último año. En seguida me conseguí el peor trabajo que cualquier ingeniero hubiese obtenido hasta ese momento: empecé a trabajar como mensajero en la 20th Century Fox, cobrando 32 dólares con cincuenta centavos por semana. Yo había crecido en Beverly Hills; varios de los padres de mis compañeros de clase trabajaban en la industria del cine, así que eso posiblemente influyó de algún modo en esa decisión; ya venía predispuesto a trabajar en el área. A partir de ese momento empecé a empaparme en el oficio, y más adelante a iniciar mi carrera propiamente dicha. 


–En varias de tus películas más recordadas (El cuervo (1963), El pozo y el péndulo (1961), La máscara de la muerte roja (1964), trabajaste con el actor Vincent Price, ¿qué es lo que te gustaba de él? 

–Era un actor brillante, un tipo muy inteligente y un caballero consumado. Teníamos intercambios siempre interesantes y sustanciosos, porque discutíamos los guiones y el personaje, entrábamos en detalle sobre las líneas de diálogo. Después trabajando con él en el set, cambiábamos algunas cosas del libreto, a él le surgían ideas nuevas y a mí también, los dos lo entendíamos y logramos una dinámica estupenda. 

–En los años sesenta abandonaste el terror por un buen tiempo, y de hecho sólo volviste a dirigir una película del género 25 años después (Frankenstein desencadenado, en 1990), ¿por qué ocurrió eso? 

–Había estado haciendo una serie de películas basadas en la obra de Edgar Allan Poe para American International Pictures (AIP). En realidad, nunca había propuesto hacer una serie de películas de Poe, mi idea era simplemente filmar La caída de la casa Usher y listo. Pero fue muy exitosa y en seguida me pidieron que hiciera otra; terminé rodando cinco o seis. Cuando había filmado ya la última (La tumba de Ligeia, en 1964) me insistieron en que hiciera una más. Les dije que no; me estaba empezando a repetir, no tenía nada más que decir en esa materia, y francamente estaba cansado de trabajar siempre adentro de los estudios (como eran relatos de época tenía que recrear el S XIX en sets de filmación). Para variar, me dieron ganas de salir a la calle y filmar la realidad. A partir de ahí vinieron una serie de películas más realistas, y en exteriores. 

–Fue por esa época que hiciste The Wild Angels (1966), una película con la banda de motoqueros “Hell’s Angels”, ¿podrías contarme como fue tu acercamiento a ellos? 

–Empecé a involucrarme personalmente con la contracultura del momento, y oí hablar de ellos, que tenían mucha publicidad. Estaban en boca de todos, se hablaba de un grupo de rebeldes indomables, eran todo un suceso. Cuando los productores de AIP me preguntaron qué quería hacer yo les dije que una película con ellos, y no hubo prácticamente discusión; me dijeron que sí, que eran todo un fenómeno contemporáneo. Obviamente nunca había conocido a los Hell’s Angels, así que no sabía bien como contactarlos. Pero me acuerdo de haber leído en Los Angeles Times que uno de sus lugares de encuentro era “The Blue Blades Café” un bar al este de Los Ángeles, así que llamé y pedí para hablar con el gerente. Cuando me atendió le conté lo que quería hacer; me dijo: estos tipos son bastante rudos… ¿estás seguro de querer conocerlos? Le dije que sí. Arreglé para encontrarlos ahí mismo. Cuando me encontré con ellos la discusión nos llevó prácticamente todo un día (eran definitivamente tipos rudos) pero hablaron conmigo decentemente y los terminé contratando. A lo que llegamos fue que les iba a pagar determinada suma a cada uno de ellos por cada día de trabajo, otra suma por el uso de su motocicleta, y otra suma por lo que ellos llamaban sus “old ladies”, es decir sus parejas. Y de acuerdo a lo que arreglamos, querían más dinero por las motocicletas que por las mujeres. 

–¿Y cómo te llevaste con ellos durante el rodaje? 

–El rodaje anduvo muy bien, sorprendentemente bien porque yo pensaba, ¿cómo voy a manejar esto? No había forma de que pudiera, como director, estar vociferándoles órdenes, pero por otro lado no podía mostrarme inseguro porque les hubiese dejado tomar las riendas. La única forma era ser deliberadamente neutral y simplemente declarar objetivamente lo que tenían que hacer en cada escena. En la primera escena ellos asaltaban un pueblo y una tienda de comestibles, y les dije con absoluta frialdad y sin atisbo de emoción que llegaran por la calle principal, que doblaran en tal lugar, que simularan el atraco. Era simplemente una descripción, ellos aceptaron y con esta dinámica el rodaje anduvo bastante bien. 

–¿Quedaron contentos con el resultado? 

–No, para nada. La película fue un suceso enorme, y de hecho fue la producción de bajo presupuesto más exitosa hasta el momento. El récord se rompió una vez más dos años después, cuando dos tipos con los que había trabajado hicieron Easy Rider, usando la misma temática. Ahora bien, los Hell Angel’s tomaron muy mal el éxito de mi película y, de hecho, cuando se enteraron, lo primero que hicieron fue anunciar públicamente que me iban a matar. Me acuerdo de verlos en un noticiero en la televisión y que el locutor se empezó a reír cuando escuchó eso. En tono de burla repitió: “los Hell’s Angels dicen que van a matar a Roger Corman, por mostrarlos como una banda de forajidos motociclistas por fuera de la ley, cuando en realidad dicen ser una organización social dedicada a la difusión de información técnica sobre motocicletas.” Después decidieron denunciarme por un millón de dólares. Me acuerdo como si fuera hoy la conversación que tuve por teléfono con el líder de los Hell’s Angels. Me dijo: “hey, hombre, vamos a acabar contigo”; le respondí, “no lo creo, ya anunciaron públicamente que me van a matar, ¿a quién va a salir a buscar la policía si me matan, o si me tropiezo accidentalmente en la bañera? ¿Por otro lado, cómo van a cobrar el millón de dólares si me matan? Mi recomendación es que olviden el placer momentáneo de asesinarme, y que vayan por el millón…” Lo pensó del otro lado del tubo y finalmente me respondió “sí, hombre, eso es lo que vamos a hacer, vamos por el millón”. La demanda finalmente quedó en la nada. 


–Un amigo mayor me comentó que vio Baldazo de sangre (1959) en la televisión siendo niño, y que se murió de miedo. Cuando le dije que iba a hacerte una entrevista, me comentó: “¡Ese viejo arruinó mi infancia!” recordando esa mala impresión. ¿Podrías contarme algo de esa película? 

–Fue mi primer intento de combinar terror con comedia. Por supuesto que yo no era el primero en hacerlo; era algo que ya se había hecho varias veces antes. Al año siguiente vendría La tiendita del horror (1960), en el que otra vez jugué con ese cruce de géneros; de algún modo, las dos películas calzaron la una con la otra, por su tono y su atmósfera. 

–¿Cómo crees que lograste causar tanto miedo en tu audiencia? 

–Por un lado, la gente normalmente no entiende que el horror no se genera por un susto puntual. Es una construcción, hay que construir la sensación de temor, la sensación de que hay algo allí afuera (o adentro) que puede alcanzarte, agarrarte. Entonces hay que construir esa atmósfera y sostenerla en el tiempo, e interrumpirla finalmente con el momento del sobresalto. Y, de hecho, es lo mismo que con la comedia, tenés que construir un clima con cierta tensión hasta que alcanzás la liberación con una carcajada. En el sexo lo mismo: uno construye la tensión y la dilata en el tiempo, hasta que finalmente acaba. Para mí eso es lo bueno de unir comedia con horror, me hubiera gustado unir comedia, terror y sexo, pero nunca lo hice.

Publicado en Brecha el 9/8/2019

viernes, 23 de agosto de 2019

Historias de miedo para contar en la oscuridad (André Scary Stories to Tell in the Dark, André Øvredal, 2019)

Terror juvenil del bueno 


A Hollywood le está yendo bastante bien con la nostalgia vintage y el revival de películas ochenteras de niños aventureros, aquellas que Spielberg, Joe Dante, Robert Zemeckis y otros cineastas pusieron en boga, y cuyo formato vuelve a adquirir popularidad hoy, gracias a series como Stranger Things y películas como la remake de IT. Historias de miedo para contar en la oscuridad se inscribe en esta tendencia, pero esta vez ambientando su acción dos décadas antes. Corre el año 1968 y en el pequeño pueblo de Mill Valley suena música de Donovan y Margaret Lewis, los autocines proyectan en función doble La noche de los muertos vivientes de George Romero y The Terror de Roger Corman, abundan los cortes de pelo con volumen y apenas llegados a los 18 años los muchachos son reclutados para ir a combatir a Vietnam. En plena noche de Halloween, un grupo de amigos decide internarse en una casa abandonada, donde encuentran un libro misterioso. Caerán en la cuenta, más adelante, de que carga con una antigua maldición. 
El guion está inspirado en una serie de libros sumamente populares, publicados desde 1981 a 1991; tres volúmenes con una treintena de historias breves cada uno. Estaban orientados a un público juvenil, pero su autor Alvin Schwartz, periodista y experto folclorista, se basó en leyendas urbanas y cuentos de fogones para escribirlo, sin ahorrarse los malos tragos: algunas de las historias de asesinatos, desfiguraciones y canibalismo que allí se presentaban fueron en su momento sumamente controversiales. Además, las páginas de los libros contaban con alucinantes y terroríficas ilustraciones de Stephen Gammell, que colaboraron para que la obra fuese sumamente resistida y atacada por asociaciones de padres que exigían que sus volúmenes fuesen retirados de las bibliotecas. Como sea, Schwartz dejó su lejado, y a varias generaciones de lectores sufriendo pesadillas. Uno de ellos fue Guillermo del Toro. 
El célebre cineasta mexicano ideó el libreto original, pero decidió delegar en otros guionistas su acabado y en el noruego André Øvredal (Trollhunter, La autopsia de Jane Doe) la dirección del proyecto. El resultado es una película sumamente entretenida, con una trama notablemente estructurada y atractiva en cada una de sus partes, que propone una idea ingeniosa para ensamblar varios de los cuentos originales; el libro que los muchachos encuentran, como si se hubiese activado al tocarlo, comienza a autoescribirse y a colocar uno por uno a los muchachos como víctimas protagónicas de las horripilantes historias. Y lo que queda escrito (en sangre, como no podría ser de otra manera) acaba aconteciéndoles realmente. 
James Wan o Mike Flanagan podrían haber filmado una historia realmente sobrecogedora y horripilante, pero está claro que la película debía ser apta para adolescentes, lo cual puede ser una ventaja para ellos, pero no para el espectador que espere algo más realista e impactante. Las apariciones y monstruos son bastante desagradables, pero les haría falta un menor tiempo de exhibición y una iluminación más baja para ser tomados más en serio. De todos modos, la película es efectiva logrando sobresaltos, y no deja de ser una experiencia entretenida y muy bien lograda.

Publicado en Brecha el 23/8/2019

viernes, 16 de agosto de 2019

La viuda (Greta, Neil Jordan, 2019)

No confíes en extraños 


¿Por qué será que actrices del porte de Isabelle Huppert y Chloë Grace Moretz se prestan para este tipo de producciones? Quizá la respuesta se deba a varios factores, entre los cuales la inercia y la necesidad de trabajar en lo que sea con tal de no desaparecer tengan su debido peso, aunque también es probable que hayan pensado que al trabajar para el veterano director irlandés Neil Jordan (cuyas películas más memorables son El juego de las lágrimas y Entrevista con el vampiro, ambas filmadas hace más de veinte años) quedarían en buenas manos. Lo cierto es que Jordan nunca fue del todo bueno, que tampoco ha mejorado últimamente, y que además hoy pareciera volcado a una seguidilla de producciones intrascendentes, al igual que otros tantos directores otrora importantes como Oliver Stone, Luc Besson o Roman Polanski. 
La protagonista aquí es Frances (Moretz) una muchacha que, tras la muerte de su madre, se muda a Manhattan. Al encontrarse con un bolso extraviado en el metro, decide devolvérselo a su propietaria, Greta (Huppert), una viuda solitaria que la recibe en su casa con gratitud y entusiasmo. A partir de ese encuentro, aparentemente fortuito, ambas comienzan a construir un estrecho vínculo, hasta que una revelación súbita resignifica la relación. Ni bien la muchacha decide distanciarse, comienzan los problemas; la película echa mano al tópico del stalker o acosador, una constante en el cine de las décadas de los 80 y 90, con una protagonista perseguida y asediada hasta en la intimidad, aunque en este caso con una inverosimilitud creciente. Se vuelve necesario hacer una suspensión de la incredulidad cada vez mayor: en una escena de una persecución la acosadora saca fotos a otra muchacha sin que esta pueda verla (a pesar de estar a unos pocos metros), y en varias circunstancias hay personajes que van a lugares peligrosos sin avisarle a nadie o comunicarse entre ellos. El libreto también hace agua desde el punto de vista de la credibilidad de los caracteres, con una villana tan malvada y demente que asesina hasta a su propio perro y una protagonista que supuestamente es inteligente pero hace cosas demasiado estúpidas. Hay una música estridente que subraya los momentos de tensión, demostrando la falta de confianza del realizador en su propia puesta en escena y su capacidad de explicarse por sí misma. 
 En un momento clave, la compañera de apartamento de Frances, tras ver el estrecho vínculo que ésta comienza a tener con Greta, la cuestiona, le señala que no es “normal” relacionarse con desconocidas cuatro décadas mayores y que tendría que frecuentar más a la gente de su edad. Es el momento en que ella se pone firme y, con buena razón, le pide que se meta en sus asuntos, pero la película acaba demostrando en los hechos que su amiga tenía razón al ser desconfiada, que las señoras solitarias pueden ser peligrosísimas y que para qué salirse de las áreas de confort que imponen la cercanía, el rango etario y el conocimiento escrupuloso y cabal del prójimo.

Publicado en Brecha el 9/8/2019

viernes, 9 de agosto de 2019

El rey león (The Lion King, Jon Favreau, 2019)

El círculo vicioso de la vida 


Como si no existiera la memoria, como si los clásicos no soportaran el paso del tiempo y hubiese que aggiornarlos, la factoría Disney viene embarcada en una ola de remakes de sus grandes éxitos animados. Recientemente fueron La bella y la bestia, Cenicienta y El libro de la selva, este año Dumbo y Aladdin, ahora tocó el turno de El rey león, y ya están anunciados los estrenos próximos de Mulan, Peter Pan, Blancanieves, Pinocho, Fantasía, La sirenita, La espada en la piedra, Lilo y Stitch, El jorobado de Notre Dame. Es el eterno retorno: un círculo vicioso del que sólo podría salvarnos un estrepitoso fracaso comercial. 
Pero eso, al menos de momento, está lejos de ocurrir. A dos semanas de su estreno, esta nueva El rey león ya ha cruzado la barrera de los mil millones de dólares de recaudación en la taquilla internacional (y va en aumento) superando incluso a Toy Story 4, que lleva más de un mes en cartel. Para este tipo de remakes, Disney viene contratando a directores consagrados: Dumbo fue dirigida por Tim Burton, Aladdin por Guy Ritchie, Cenicienta por Kenneth Branagh. Ahora le tocó el turno otra vez a Jon Favreau, quien luego de abocarse a varias propuestas familiares (algunas realmente notables, como Zathura y Iron Man) incluyendo El libro de la selva, ya debe de tener aceitado el espíritu para esta clase de superproducciones. 
Ahora bien, desde el punto de vista de la audiencia que asiste a ver una película y que ya vio la original, ¿qué buenas razones pueden existir para que una remake se justifique? Primera: que la original tenga una buena historia pero que carezca de calidad, o que se vea hoy avejentada. Segunda: que la nueva versión aporte diferencias sustanciales en el libreto, que resignifiquen o redimensionen aquella obra. Tercera: que la nueva película gane en intensidad, emoción, fuerza; que el espectáculo esté provisto de un empuje cinematográfico que realmente aporte su inyección de vitalidad, convirtiendo la experiencia en algo más gratificante. En consideración a estos puntos, ninguno de ellos es cubierto, ni de cerca, por esta versión: El rey león (1994) fue y es una de las grandes películas de Disney, un clásico que supo apelar a diferentes audiencias, ampliando el espectro del público familiar de las producciones animadas y trasladando al exótico mundo de los animales salvajes la dramaturgia de Shakespeare. Fue, además, un prodigio de animación en 2D, cuya fuerza se mantiene hasta el día de hoy. 
La decisión de la producción parece haber sido respetar el libreto original al detalle, siendo pocas las líneas de diálogo cambiadas y, los cambios hechos, poco relevantes o sustanciosos. El CGI de esta nueva versión le aporta un tinte neorrealista a la película, al punto de que, por momentos, pareciera estar asistiéndose a un documental de National Geographic. Pero son varias las cosas que se quedan en el camino: fueron eliminados muchos de los gestos corporales y faciales de los personajes, perdiéndose así mucho del humor, la expresividad y el carisma, elementos fundamentales de aquella historia. El mítico “hakuna matata” nunca había sonado tan impersonal.

Publicado en Brecha el 2/8/2019

lunes, 5 de agosto de 2019

Dobles vidas (Doubles vies, Olivier Assayas, 2018)

Verborragia parisina



Esta película recoge, como tantas otras, esa tradición tan propia del cine francés más cerebral y reflexivo, de enfocarse en un grupo de burgueses bohemios, personajes que orbitan en el mundo de la cultura y las artes, y discuten en torno a ella con envidiable coherencia y verborragia. Todo esto mientras degustan quesos, baguettes y vinos en livings elegantes, rodeados de repisas atestadas de libros, o en acogedores cafés parisinos. En este caso, los protagonistas son los integrantes de dos parejas: por un lado, una renombrada actriz (Juliette Binoche) y su marido, exitoso editor (Guillaume Canet), y por otro un novelista (Vincent Macaigne) y su mujer (Nora Hamzawi), asesora de un político. Como ya hemos visto una y mil veces en este cine, casi todos los personajes tienen relaciones extramaritales, y conversan con sus amantes sobre temas elevados, aún mientras se revuelven entre las sábanas. 
Los affaires son escrupulosamente furtivos y silenciados, hasta que las parejas deciden sincerarse, y los “engañados” los asumen de forma muy cerebral y pacífica, sin escándalos, sin ataques de celos, prácticamente sin consecuencias. Viendo este cine uno llega a preguntarse si existirán realmente grandes sectores de la población francesa que sigue este tipo de conductas o si, en cambio, hay cierto carácter moralista en este cine, con personajes que son ejemplos a seguir, y cierto aleccionamiento de cómo debieran ser las reacciones de las personas civilizadas. Como sea, tanto en esta película, como en el cine de Agnés Jaoui, de Mia Hansen-Løve, de Arnaud Desplechin, de Philippe Garrel y de tantos otros cineastas franceses actuales, suele chocar este (¿impostado?) comportamiento de los personajes en situaciones límite. 
Pero claro está que este cine tiene estas características, y corresponde a cada uno decidir si tomarlo o dejarlo, con sus pros y sus contras. Los elementos a favor no son pocos ni menores: actuaciones brillantes, la verbalización de tópicos coyunturales de primer orden (algo más bien difícil de encontrar en el cine en general) y un inmejorable know-how para recrear el coloquialismo en ciertas situaciones cotidianas. Aquí el cineasta Olivier Assayas (Irma Vep, Las horas del verano, Viaje a Sils Maria) despliega una historia en la que temáticas como la transición hacia el mundo digital, los nuevos hábitos, las noticias tendenciosas, la masividad y sus problemas, la vida privada devenida pública, la obsolescencia de los viejos formatos y las viejas costumbres, y el aggiornamiento o la resistencia a estos cambios son puestos sobre la mesa. La película sobrevuela estos temas y otros sin profundizar en ninguno de ellos, pero al menos impone la discusión al espectador, quizá animándolo a continuarla en otros ámbitos. 
Se vuelve algo abrumador el exceso de verborragia de los personajes, lo cual lleva a que el hilo de las discusiones se pierda, de a ratos. Quizá este problema podría haberse ahorrado incorporando más momentos de distensión entre los diferentes diálogos y mejorando así el ritmo general, pero este detalle no quita que se trate de una película sólida, y una propuesta tan inteligente como estimulante.

Publicado en Brecha el 26/7/2019

sábado, 3 de agosto de 2019

Spiderman, lejos de casa (Spiderman: Far From Home, Jon Watts, 2019)

Hombre Araña (versión 3.2) 


El recambio de superhéroes fue necesario desde que actores como Robert Downey Jr, Mark Ruffalo y Jeremy Renner comenzaron a dar muestras de cansancio y vejez, y qué mejor idea que conseguirse a uno nuevo que durara realmente, que fuese lo suficientemente joven como para rendir unos veinte años y una cantidad aún mayor de películas. De hecho, hace tres años que el entonces veinteañero Tom Holland se integró al universo Marvel como el nuevo Hombre Araña (un personaje para el que ya vienen sucediéndose tres actores diferentes en lo que va del siglo), y desde entonces ha participado con ese rol en cinco películas; Capitán América: Civil War, Spiderman: De regreso a casa, Vengadores: Infinity War, Vengadores: Endgame y esta última Spiderman: Lejos de casa. Holland cumple muy bien con prácticamente todos los requisitos para ser un superhéroe; es un buen actor dotado de cierto sex-appeal, es ágil y atlético, es gracioso y simpático. La clave del éxito de Marvel es esa: superhéroes carismáticos de los que quisiéramos ser amigos, y a los que de buena gana visitaríamos una y otra vez en el cine. 
Aquí el Hombre Araña viene bastante cansado luego de haber sido muerto y resucitado, de combatir junto a Los Vengadores, de enfrentarse con Thanos y salvar el planeta. Para colmo, se encuentra en pleno duelo tras la muerte de su mentor, y se prepara para un viaje escolar a Europa, para el cual aspira a no tener ningún contatiempo y declarársele a la muchacha que le gusta. Por supuesto, se le aparecerán algunos monstruos y una amenaza escala planetaria; lo usual en este tipo de películas. El tono es humorístico, en la sintonía de una comedia de enredos, con los típicos amoríos, chistes de nerds y un tercero-en-discordia algo abusivo. La dupla de Jon Watts y Chris McKenna, director y guionista respectivamente, se mantiene igual desde la anterior entrega de Spiderman, aunque en aquella el humor estaba mucho más pulido, había mayor dinamismo en la anécdota general (aquí el conflicto principal demora demasiado en presentarse) y la trama no era tan predecible. Un villano que se presenta como un tipo bueno sin serlo, un “superhéroe” que sale oportunamente de la nada para combatir los monstruos colosales engaña a Peter Parker y a todos, pero se vuelve muy evidente al espectador. De la misma manera, la forma en que el protagonista acaba combatiendo la mayor de las amenazas estaba cantada desde por lo menos veinte minutos antes. 
Aún así, la película es eficaz en su intención de hacer pasar un rato agradable, y hasta remonta cierto vuelo, de a ratos. La capacidad del villano de provocar alucinaciones e imágenes de pesadilla mediante representaciones holográficas genera un par de escenas de acción inmersivas, en las que el protagonista pasa realmente mal, desorientado, recibiendo golpes a diestra y siniestra, sumido en una atmósfera agobiante. Seguramente, los mejores cinco minutos de una entrega más bien irregular y poco memorable, una más dentro de esta seguidilla anual que Marvel arroja constantemente.

Publicada en Brecha el 19/7/2019

viernes, 2 de agosto de 2019

Un día más con vida (Another Day of Life, Raúl de la Fuente, Damian Nenow, 2018)

Con alarmante vigencia 


Si bien la animación para adultos es una realidad desde hace mucho tiempo, es relativamente novedosa su aplicación para la recreación de períodos históricos, y con fuertes contenidos sociales y políticos. Hace quince años no hubiéramos imaginado películas como las brillantes Persépolis o The Breadwinner, ni un tipo de cine documental como la notable Vals con Bashir. Si bien la animación suele insumir más trabajo y tiempo que el cine de acción real, la representación gana en el sentido de que pueden lograrse tomas imposibles, vuelos oníricos y poéticos impensables, y adaptaciones de época en las que ningún elemento escapa al control del artista. Esta gran película, en la que se entremezcla el documental y el cine bélico e histórico, es un claro ejemplo de ello; los directores Raúl de la Fuente y Damian Nenow se embarcaron en una filmación a través de Angola, y escogieron la técnica de la rotoscopía, lo que supone hacer un calco fotograma por fotograma de esa filmación real. Una paleta cromática virada a tonos rojizos aporta una atmósfera bélica opresiva y, por momentos, casi infernal. La historia está basada en el libro de Kapuscinski Un día más con vida, un prodigio de periodismo narrativo en el que el autor describía los inicios de la guerra civil que arrasó Angola tras su descolonización de Portugal en 1975. El país africano fue uno de los escenarios más representativos y cruentos de la guerra fría, con dos facciones enfrentadas en una contienda abierta y sanguinaria. Por un lado, el Movimiento Popular de Liberación de Angola (MPLA) y sus aliados de Cuba y la Organización Popular de África del Sudoeste (SWAPO), y por el otro la Unión Nacional para la Independencia Total de Angola (UNITA), junto al Frente Nacional para la Liberación de Angola (FNLA), Sudáfrica y Zaire. Mientras los primeros recibieron apoyo y armamento soviético, los segundos obtuvieron lo mismo de Estados Unidos e Israel, además de mercenarios occidentales. La guerra se extendió por más de veinticinco años, dejando un saldo de más de un millón de muertos. 
La historia se centra entonces en las vivencias del periodista, y por sobre todo en su encuentro con varios combatientes claves del conflicto. En primer lugar, con Carlota, guerrillera idealista que luchaba por la libertad, la educación y la salud y la libertad de los niños angoleños, y luego con Farrusco, una suerte de Che Guevara portugués que cambió de bando, enviado como tropa especial de la fuerza colonial para reprimir al pueblo angoleño que se acabó uniendo a la guerrilla revolucionaria e independentista. Inmerso en el mismísimo corazón de las tinieblas, se trata de un personaje enigmático y fascinante, similar al Coronel Kurtz de Apocalipsis Now
La esencia de la película se encuentra en este tipo de concientización, en la imposibilidad de permanecer neutral en determinados contextos. Como bien diría el mismo Kapuscinski en una clase magistral; "El verdadero periodismo es intencional: se fija un objetivo y se intenta provocar algún tipo de cambio. El deber de un periodista es informar de manera que se ayude a la humanidad, y no fomentando el odio o la arrogancia. La noticia debe servir para aumentar el conocimiento del otro, el respeto del otro. Las guerras siempre empiezan mucho antes de que se oiga el primer disparo, comienzan con un cambio del vocabulario en los medios.” Así, exponía cómo el periodismo “objetivo” no sólo era imposible, sino también hasta inmoral. En el ejercicio del oficio, especialmente en momentos en los que amplios sectores de la población son vulnerados, se torna imprescindible tomar partidos y ayudar a combatir la injusticia. 
Las entrevistas a varios de los personajes implicados (incluido el mismo Farrusco, 40 años después) aportan un contrapunto de qué fue lo que sucedió después, y cómo el triunfo inicial del bando con el que Kapuscinski simpatizó, si bien evitó la segura llegada del apartheid a Angola, no sólo fracasó en su objetivo de conseguir un país con una sociedad igualitaria y libre, sino que además continuó reproduciendo los errores de la época colonial. Un día más con vida es un cine diferente, sobresaliente y de una alarmante vigencia, ya que saltan a la vista las múltiples coincidencias entre el conflicto y los que tienen lugar hoy mismo, en sitios tan disímiles como Venezuela o Siria.

Publicado en Brecha el 12/7/2019

jueves, 11 de julio de 2019

La decisión (No Date, No Sign, Vahid Jalilvand, 2017)

Culpa, parálisis y desacato 


Está claro que el cine iraní ha cambiado mucho en la última década: a un panorama dominado por las historias simples y minimalistas, frecuentemente centradas en personajes pertenecientes a las clases bajas –por lo general niños de un entorno rural o semirrural– se le ha impuesto uno más novedoso, que se enfoca principalmente en las clases medias urbanas, y en conflictos dramáticos cercanos al thriller. Directores multilaureados como Abbas Kiarostami, Mohsen Makhmalbaf, Jafar Panahi y Majid Majidi les pasan hoy la posta a otros, como Asghar Farhadi (La separación, El viajante), Houman Seyyedi (Thirteen, Sheeple) y Ana Lily Amirpour (A Girl Walks Home Alone at Night, The Bad Batch) quienes además comparten la singularidad de utilizar ciertos parámetros de los géneros (no sólo elementos del thriller, sino también del policial negro y del terror) para contar historias propias, impregnadas de particularidades de la cultura local. 
En este panorama cinematográfico se inscribe esta gran película, planteando un comienzo abrupto que dispara, desde el primer minuto, una gran seguidilla de situaciones incómodas. Un reconocido patólogo forense se ve involucrado en un accidente de tránsito menor, en el cual el choque de clases es literal: su auto colisiona con toda una familia que viaja a bordo de una motocicleta. En un principio ninguno de los involucrados parecería herido y, como el médico tiene su seguro vencido, intenta evitar la participación de la policía ofreciéndole dinero al padre de la familia damnificada. Olvidado el asunto y pasados unos días, un niño fallecido es conducido a la morgue, y el doctor lo reconoce de inmediato como uno de aquellos a los que atropelló. 
Al igual que su colega Farhadi, el director y co-guionista Vahid Jalilvand coloca a personajes corrientes en situaciones extremas, en un intento de desnudar ciertas reacciones y comportamientos inherentes al ser humano. El protagonista comenzará a verse atormentado por las dudas y por la posibilidad de que sea, en mayor o menor medida, responsable de esa muerte. Y conforme avanza la película, ese accidente en principio intrascendente parece repercutir en sucesos inesperados; es interesante cómo la culpa ante el deceso opera de forma diferente entre los principales involucrados (el médico y el padre del niño), mientras las dudas llevan al primero a la parálisis, una certeza infundada mueve al otro a una imperiosa necesidad de venganza. Ocasionados ya sea por el miedo o por la impotencia, esta conjunción de omisiones y desacatos conduce a puntos de no retorno, donde los daños parecen ya irreversibles. 
La extrema austeridad en la aproximación de Jalilvand juega muy a favor de una atmósfera recargada, en la que las tonalidades oscuras y grises acompañan procesos introspectivos y semblantes graves. Las elipsis están notablemente utilizadas, omitiéndose conversaciones o sucesos violentos, que son referidos posteriormente. Esta es la clase de películas que mantienen a la audiencia activa durante todo su metraje, y que incluso exigen una reflexión pormernorizada después de haber terminado, quizá una discusión de café que lleve a recapitular y especular sobre lo que ocurrió, los diferentes implicados y sus motivaciones.

Publicado en Brecha el 5/7/2019

viernes, 5 de julio de 2019

Toy Story 4 (Josh Cooley, Estados Unidos, 2019)

El mejor Hollywood 


Toy Story 3 era un precedente difícilmente superable. La entrega anterior de la saga de los muñecos animados –en el doble sentido de la palabra– que colocaba a los personajes en una prisión, y bajo un régimen mafioso de juguetes oportunistas y explotadores, fue una de las más creativas, intensas y emotivas obras que ha dado Pixar. Y no es poca cosa, considerando que el estudio de animación estadounidense cuenta en su historial nada menos que con películas del calibre de Buscando a Nemo, Wall-E, Ratatouille e Intensamente, varias de las mejores aventuras familiares jamás logradas. 
Lo cierto es que luego de una trilogía prácticamente perfecta, una nueva entrega parecía innecesaria. Las cuartas partes difícilmente son buenas ya que suelen redundar en fórmulas repetidas, sin aportar ni agregar nada nuevo. Pero, sorprendentemente, éste no es el caso. 
Y es que, sin llegar al nivel de su precedente, Toy Story 4 es, de todos modos, una película a la altura de la saga, así como una excelente presentación del director debutante Josh Cooley, miembro del departamento de arte que ascendió escalafones dentro del estudio. Aquí los típicos momentos de comedia, los enredos, las arriesgadas aventuras, los rescates y las persecuciones están bien dosificados y, por sobre todo, se encuentran notablemente refinados no sólo por el nivel de detalle en la animación, sino por un libreto en el que el ingenio y la creatividad parecen volcados en proporciones similares. Varios de los personajes nuevos (un tenedor convertido en juguete, dos peluches de feria, un motoquero acróbata) no son incorporados sólo como comic reliefs, sino como secundarios realmente memorables. La nueva villana, una temible muñeca antigua, está dotada de una personalidad y un relieve psicológico atípicos, y acaba proveyendo a la película de uno de sus fragmentos más emotivos. 
Quizá lo más interesante y sobresaliente de esta cuarta entrega es plantear una nueva salida al universo previamente presentado en las películas anteriores. Y es que había algo intrínsecamente abyecto en este submundo dependiente del humano en el que los juguetes pasaban la vida atados a una servidumbre para con los niños, quienes eran capaces de destrozarlos y descuidarlos, y que los acabarían dejando abandonados en una caja, juntando polvo indefinidamente. Por fortuna, aquí se plantea una salida de independencia para los juguetes; la aparición de nuevos escenarios (una tienda de antigüedades, un parque de diversiones) en los que su existencia también es posible propone un escape al sistema y al modelo impuesto. Otro elemento nada menor es que uno de estos esquemas de independencia está administrado y es presentado al protagonista por un personaje reaparecido: nada menos que Bo Peep, la pastorcita rubia de porcelana de las primeras entregas. Aquella damisela en apuros, ese personaje demasiado frágil y factible de romperse en mil pedazos que fue directamente eliminado del cuadro para la tercera entrega, sufrió aquí una evolución notable, transformándose en un personaje independiente: es una líder con personalidad y participación activa en la trama. Un gran cambio, acorde a nuestros tiempos.

Publicado en Brecha el 5/7/2019

viernes, 28 de junio de 2019

La culpa (The Guilty, Gustav Möller, 2018)

La llamada fatal


Un policía, luego de verse involucrado en circunstancias desafortunadas, es sancionado con cumplir su turno atendiendo el teléfono en una central de emergencias. En un comienzo recibe de mala gana un par de llamadas menores y al parecer sin importancia, hasta que le toca atender una que no podría ser más inquietante: desde un auto en movimiento, una mujer secuestrada implora por su ayuda. 
Así es que se dispara este thriller, tomando exclusivamente la perspectiva de este personaje, un hombre común al que le toca responsabilizarse de un problema mayor. La acción se desarrolla prácticamente en tiempo real y se circunscribe a apenas un par de habitaciones, las dos salas en las que los operadores reciben los llamados; así, lo que ocurre por fuera de estas salas se construye en base a las descripciones, los sonidos que pueden oírse a través del tubo, al punto de que esas imágenes son únicamente plasmadas en la mente del espectador. Una Copenhague nocturna y lluviosa, una niña ensangrentada, una camioneta, un cúmulo de papeles tirados son varios de los cuadros vívidos que se van construyendo gracias a este sobresaliente artificio. Los cambios de registro del excelente actor Jakob Cedergren, el logrado libreto y los sonidos en off son piezas fundamentales para construir una atmósfera recargada y electrizante. 
Se trata de la ópera prima del director danés Gustav Möller, quien para su investigación se empapó del trabajo en las centrales telefónicas de la policía, e incluso recreó al detalle varios de los llamados reales de los que obtuvo registro. Apuntalada así en una superficie realista, la anécdota es inquietante en el mejor sentido de la palabra, ya que al tiempo que plantea una premisa atractiva, involucra y obliga al espectador al posicionamiento moral, volviéndolo partícipe de las decisiones tomadas bajo presión (a veces muy atropelladamente y sin seguir protocolos de rigor) del protagonista. Asimismo, en los momentos clave en que el personaje queda en silencio y a la expectativa de que otros uniformados hagan su trabajo, nos volvemos testigos de su impotencia. Cuando ellos persiguen el sospechoso o ingresan a la escena del crimen, incluso cuando él, apremiado por el tiempo, debe discutir con alguna colega poco cooperativa, comprendemos y hasta compartimos su propia desesperación. 
Asimismo, es sumamente interesante el perfil del protagonista: normalmente se vería esbozado en ese papel a un personaje implacablemente efectivo, calculador, brillante e intachable. Sin embargo, desde un mismo comienzo se lo presenta aquí como un sujeto poco simpático, que atiende con cierto desgano y hasta desdén a sus interlocutores; más adelante, comienza a exasperar su absoluta incapacidad para delegar la tarea en personas más idóneas (o al menos para trabajar en equipo junto a otros) lo que lo lleva a cometer errores garrafales, uno atrás de otro. Es también sumamente atractiva la idea del involucramiento in crescendo del protagonista en el caso, en un comienzo por un tema de responsabilidad moral, y más adelante, quizá, en un intento por enmendar esos mismos errores. Y el espectador no tendrá otra opción que quedarse prendado a su causa, expectante, hasta los títulos finales.

Publicado en Brecha el 20/6/2019

viernes, 21 de junio de 2019

XV Festival Internacional de Cine Fantástico Fantaspoa

Experiencias únicas, cine del mejor 

Los festivales de cine fantástico son como un paraíso para los aficionados al cine de terror, la ciencia ficción, la fantasía, la animación y el thriller, nichos especializados en los que uno puede darse una panzada de ese cine de género diferente y de calidad, que no suele tener difusión ni llegar a nosotros por las vías tradicionales. 

The Mongolian Connection (2019)

Sitges en España, Fantasporto en Portugal, Toronto After Dark en Canadá, London FrightFest en Inglaterra, Night Visions en Finlandia, Bifff en Bélgica y Bifan en Corea del Sur son festivales orientados a dar pantalla al cine de género nacido fuera del mainstream. Fantaspoa, que tiene lugar anualmente en la ciudad de Porto Alegre, es, en este registro, el mayor de Latinoamérica. En sus ediciones, reúne a decenas de invitados de toda América y Europa, y a directores, guionistas, productores y actores, que hablan de sus películas, responden las preguntas del público y dan conferencias o talleres. La decimoquinta edición tuvo lugar en mayo, duró 18 días y en ella fue proyectado más de un centenar de películas; contó, además, con filmes silentes musicalizados en vivo, muestras itinerantes y la inauguración de un “mercado” de intercambio entre realizadores y productores. Por si fuera poco, bailes de disfraces, fiestas con karaoke y hasta una a bordo de un barco supusieron otros puntos de encuentro, en los cuales los espectadores pudieron mezclarse con los invitados. Una noche, en el gran Cine Capitolio (sede principal del festival), tuvo lugar un “madrugón”: proyecciones non-stop toda la noche, hasta la mañana siguiente. Algunos incluso llevaron almohadas. 
Este año hubo, entre los invitados, homenajeados de renombre, como el libretista Larry Wilson (Beetlejuice, Los locos Addams) y el nonagenario director y productor de más de 400 películas Roger Corman (más adelante, será publicada una entrevista exclusiva). Otros grandes habitués del festival fueron los directores argentinos Demian Rugna (director de la sorprendente Aterrados, a quien Guillermo del Toro ya le pidió para filmar una remake en Estados Unidos) y Pablo Parés, cineasta de culto que hace más de una década viene filmando divertidísimas bizarradas del porte de Plaga zombie, Daemonium y ¡Grasa! Las entrevistas a estos últimos, serán publicadas aquí pronto. 
La apertura no consistió en exhibir una, sino dos películas, iniciándose con el notable documental Deodato Holocaust, del director brasileño Felipe Guerra, centrado en la carrera del director italiano de culto Ruggero Deodato –autor de la muy polémica y casi insoportable Holocausto caníbal, y de decenas de películas más–. El documental hace un divertido recorrido a través del cine de explotación italiano, desde el giallo iniciático hasta las últimas propuestas, orientadas a un gore más elegante y pretencioso, típicamente italiano. El “cierre” de la apertura fue a lo grande: The Mongolian Connection, de Drew Thomas, es cine de acción pura y dura, con un manejo de tiempos y un esteticismo digno del mejor Johnnie To y artes marciales a la altura de The Raid. Un excelente humor, clímax violentos y escenas dinámicas, de esas que quitan las ganas de parpadear, fueron algunos de los ingredientes de una propuesta explosiva. 

Rebobinado, la película (2018)

LATINOAMÉRICA FANTÁSTICA. La argentina Rebobinado, la película fue una gran sorpresa. Un cine de bajísimo presupuesto, enérgico, endiabladamente divertido, dotado de mucha nostalgia vintage y, al mismo tiempo, con una idea original que retoma elementos de muchas películas (Hechizo de tiempo, de Harold Ramis, sería una de las referencias principales). Pero, lejos de quedarse en el guiño vacío, el director y coguionista Juan Francisco Otaño (corresponde tomar nota de este nombre) volcó mucha creatividad, personalidad, humor y fuerza al libreto. Y la historia secundaria de un duelo entre Charlie Moyo y Pako Glam, dos íconos de la música argentina, es simplemente maravillosa. 
Nada de lo que ocurre en la cubana ¿Eres tú, papá? podría calificarse de sobrenatural o fantasioso; de hecho, hasta podría llevar la etiqueta de “terror realista”, con la que también podrían catalogarse historias absolutamente factibles, como las de las películas Funny Games, Flores en el ático y Misery. Sin embargo, la vivienda destartalada de la campiña cubana en la que acontece la mayor parte de la acción nos conecta a una inmediata y periódica realidad de violencia cotidiana, y a los horrores con los que nos abruman a diario los noticieros y las crónicas rojas. Más allá de esto, se trata de una brillante aproximación a los lazos paterno-filiales, a los códigos heredados y a las (a veces) enfermizas lealtades familiares. 

Why Don't You Just Die? (2018)

LO MEJOR. Cuando pensamos en el cine ruso, imaginamos vastos paisajes helados, ritmos dilatados, semblantes y temáticas serias. Pero Why Don’t You Just Die! es un maravilloso ejercicio de género. Un muchacho acude al departamento del padre de su amante para vengar los abusos sexuales que este habría propinado a su hija. A partir de ese momento, se despliega un duelo a lo Leone, con la salvedad de que tiene lugar en un líving-comedor, con una increíble dosificación de ritmos y momentos de tensión extrema. Una estética envolvente que remite al mejor Wong Kar-wai confluye con la acción más desatadamente sangrienta (la hemoglobina fluye a chorros, como si saliera de mangueras de alta presión), la tragedia y el humor. De un ejercicio cinematográfico tan sobresaliente, podemos simplemente concluir que el joven director Kirill Sokolov (que, como dato curioso, es además especialista en física y nanotecnología) es una de las más grandes promesas del cine actual. 
Centrada en un personaje solo, con apenas una decena de líneas de diálogo (la mayoría, del protagonista hablando consigo mismo), la maravillosa producción luso-estadounidense The Head Hunter cuenta la historia de un guerrero que vive recluido en el bosque y se gana la vida asesinando goblins, trolls, hombres lobo y otras criaturas oscuras, desagradables y viscosas. El director Jordan Downey logró, con un presupuesto absurdo (30 mil dólares), una obra bellísima y minimalista, en la cual los enfrentamientos ocurren siempre fuera de campo y se construye todo un universo desde la sugerencia y las pequeñas acciones, lo que le da al espectador un rol activo, al instarlo continuamente a completar los espacios en blanco que deja la narración. Por su parte, Tejano fue una película atípica en el programa, ya que se trata de un western, género que, lejos de estar muerto, continúa de una pieza y da continuamente grandes obras cinematográficas. El director debutante David Blue García propone una historia realista y actual ubicada en la frontera Estados Unidos-México, con un protagonista urgido por obtener dinero a cualquier costo: se expone a peligros varios y termina involucrándose en un gran altercado con un cuñado violento, la “migra” y los narcos mexicanos. Cine de género del mejor, con cierto contenido social y tiroteos dignos del mejor Robert Rodríguez. 
Normalmente, este festival tiene una carta insuperable escondida en la programación. Esta vez fue, sin dudas, la maravillosa película polaca Werewolf, en la que un grupo de niños es liberado de un campo de concentración y colocado en un orfanato, que al poco tiempo comienza a ser asediado y cercado por una manada de perros nazis (literalmente, perros nazis), dispuestos a desayunarse a cualquiera que pretenda salir del hospicio. Hacía tiempo que no se veía una película con tan buen timing, tan atemorizante, poderosa y profunda. Imprescindible, en definitiva. Por su parte, la necesaria dosis de “terror existencial” fue Lifechanger, la notable historia de un ser que necesita habitar cuerpos ajenos y que, a medida que estos van descomponiéndose, debe apresurarse para agenciarse un nuevo “huésped” y volver a transmutarse. La labor del director canadiense Justin McConnell es consistente, con sustento en un guion que habilita varias capas de significación, en el que las ideas del vampirismo autoconsciente y la lucha por la supervivencia se dan la mano con viscosidades a lo Cronenberg. 


LA LUCHA POR LA CONTINUIDAD. Fantaspoa es un emprendimiento que ha crecido año tras año y contó en las últimas ediciones con el patrocinio y el apoyo económico de empresas públicas o semipúblicas, como Petrobras, Banrisul y Brde. Con los cambios recientes de gobiernos y de la política en general, el futuro del festival, como el de tantas otras importantes iniciativas culturales, es sumamente incierto. La desaparición del Ministerio de Cultura de Brasil (cuyas funciones fueron asimiladas por el Ministerio de Ciudadanía y Acción Social) está lejos de ser una buena señal, al igual que los recortes anunciados a lo largo y ancho del país. Y cierto es que, por más sobresalientes y necesarias que suelan ser ciertas iniciativas de gran impacto a nivel local e internacional, muchas veces no son debidamente valoradas o consideradas por las autoridades pertinentes.

Publicado en Brecha el 14/6/2018

Ma (Tate Taylor, 2019)

La señora del hacha 


La idea no está nada mal: la amenaza que se cierne sobre los personajes es humana, una señora solitaria que, quizá para sentirse valorada o para recuperar una juventud perdida comienza a rodearse de adolescentes, ofreciéndoles lo que ellos más desean; un lugar donde poder hacer fiestas, fumar marihuana y beber alcohol hasta quedar inconscientes, sin el riesgo de exponerse a reprimendas paternas ni ser hostigados por la policía. Claro que cuando esta señora comienza a sentirse parte, pretendiendo ser la mejor amiga de todos (al punto de dejarles cincuenta mensajes de whatsapp en una noche), el asunto comienza a tocar notas inquietantes. Y el espectador bien podrá rememorar personajes similares que le habrá tocado en suerte conocer. 
A la actriz Olivia Spencer (The Help, Hidden Figures) es a quien le toca interpretar a Sue Ann, este personaje complejo y bipolar, y lo lleva adelante con dignidad, pese a las desventajas de un libreto endeble. Quien sale mucho mejor parada es su joven antagonista, la notable Diana Silvers en el papel de la joven Maggie, cuyos ojos saltones y su carismático porte seguramente estemos viendo con mayor frecuencia en la gran pantalla. Pero quien realmente sobra, quien es prácticamente insalvable dentro del cuadro es la cuarentona Juliette Lewis; la actriz que hace unos veinte años sedujo por su autenticidad y su exotismo hoy se aboca a un desborde de sobreactuación y muecas, sin convencer ni por una fracción de segundo como Erica, la agobiada madre soltera de Maggie. 
Los problemas son demasiados y se agolpan muy pronto: el director Tate Taylor (quien había logrado la notable The Help, también con Olivia Spencer), pareciera demasiado apurado en contar la historia, imponiendo un montaje rápido que no deja respirar las tomas. Es probable además que desde el libreto se haya querido echar mano a la máxima de Hitchcock por la cual cuanto mejor el villano, mejor la película, y quizá por eso se le haya dado tanto espacio a Sue Ann, convirtiendo a ella en la verdadera protagonista. Sin embargo, con esta decisión se echa por tierra todo el suspenso y la opresión que pudiera causar el temor a una amenaza desconocida o inesperada. Por si fuera poco, son muy poco creíbles los principales vínculos humanos presentados, ni las disputas entre madre e hija ni los escarceos amorosos entre Maggie con un compañero de clase convencen, ya que rebosan de afectación y lugares comunes. 
Todo termina por desbarrancarse sobre el final, al proponerse un arco dramático precipitado que deriva en Sue Ann decidida a dar rienda suelta a su psicopatía, asesinando y torturando literalmente a todo lo que se le cruza por el camino, y cambiando radicalmente el perfil de drama psicológico a splatter a lo Martes 13. No es exactamente lo que hubiese pensado Hitchcock.

Publicado en Brecha el 21/6/2019

viernes, 14 de junio de 2019

Rocketman (Dexter Fletcher, 2019)

Despliegue de autocompasión 


En una escena inicial, el protagonista participa de un círculo de terapia grupal y comienza a enumerar sus principales problemas: “Soy Elton Hércules John y soy alcohólico, y cocainómano, y adicto al sexo, y bulímico, y adicto a las compras. También tengo problemas con la marihuana y de control de la ira”. Adicciones no tan frecuentes (al menos no acumuladas todas en una misma persona) que, de algún modo, llevan a pensar que lo que se avecina será una biopic turbulenta, o cuando menos incómoda, y más si se conocen al menos superficialmente algunas de las historias del comportamiento del verdadero Elton John en los backstages durante las décadas del 70 y 80. Pero es interesante cómo durante el devenir de la posterior narración, varias de estas problemáticas son minimizadas o directamente omitidas del cuadro. 
Es probable que la explicación esté en el hecho de que uno de los productores ejecutivos de esta abultada co-producción británico-estadounidense (que cuenta con un presupuesto estimado de 40 millones de dólares) sea el mismo Elton John, y que por ello no se le haya querido desfavorecer demasiado. Sea por esto o por evitar el rechazo al protagonista por parte de la audiencia, varios de estos costados sórdidos se encuentran especialmente atenuados. El resultado es una película convencional, que transita muchos lugares comunes y a veces con una cursilería inusitada (hay que ver la obviedad metafórica de la escena de la piscina, o aquellos fragmentos “oníricos” en las que el protagonista sale volando disparado a lo Rocketeer, o se abraza con su “yo” infantil) y que, si bien cuenta con grandes talentos actorales (el joven Kit Connor es sobresaliente), una banda sonora excelente y notables escenas aisladas (su primer recital en Estados Unidos, por ejemplo), desaprovecha el enorme potencial de una personalidad y una biografía espectaculares, convirtiéndose en un almibarado relato de autocompasión. El cineasta Dexter Fletcher (que ya tiene experiencia en los biopics musicales por haber sido el director no acreditado de Bohemian Rhapsody tras la renuncia de Bryan Singer) estiliza demasiado sin lograr erigir una cotidianeidad creíble del músico británico. 
Por fuera de ello, falta algo esencial y es la sensación de libertad desatada que suelen transmitir los buenos musicales, esa magia que se dispara cuando los personajes dejan de hacer lo que están haciendo y se ponen a cantar porque sí, porque se les da la gana, en cualquier lugar y cualquier momento. Es cierto que aquí hay varias escenas de ese tipo, pero lo que debería ser una ruptura deliberadamente inverosímil, libérrima, casi anárquica, aparece aquí como algo mucho más sofisticado y medido, como si los actores y bailarines siguieran un itinerario milimétricamente estipulado. Todo se ve, se siente y se huele como algo controlado y artificial. Las calculadas coreografías, los elegantes movimientos de cámara, los peinados perfectos (ni un bucle escapa de su sitio), las pulcras vestimentas, las barbas esculpidas y los rostros escrupulosamente rasurados; hasta los extras que se ven caminando por detrás pegan muy mal en una película basada en hechos reales, y que se supone está hablando de hipismo, drogas, orgías y rock and roll.

Publicado en Brecha el 7/6/2019

jueves, 30 de mayo de 2019

Ni en tus sueños (Long Shot, Jonathan Levine, 2019)

Más películas como esta, por favor 


Como reacción ya casi refleja, muchos espectadores optan por huirles como a la peste a varios de los géneros más revisitados de Hollywood como el terror, el cine infantil y la comedia. Y razones para ello no faltan; por el contrario, abundan. El subgénero de las comedias románticas debe de ser uno de los nichos que peores películas arrojan constantemente, engendros edulcorados capaces de provocar shocks glicémicos al espectador desprevenido. Pero lo cierto es que, por fortuna, de vez en cuando aparece una gran excepción, un notable ejemplo capaz de dignificar una vez más el género. Esta película es una de esas bienvenidas rarezas. 
Un periodista, recientemente desempleado y que atraviesa una crisis vocacional, se encuentra accidentalmente con una vieja amistad, su antigua babysitter, que hoy es nada menos que la secretaria de Estado de Estados Unidos, una de las personas más poderosas de la Casa Blanca. A partir de entonces, se establece entre ellos un vínculo profesional, por el cual él comienza a redactarle sus comprometidos discursos en su carrera a la presidencia. El humor es constante y mayormente efectivo, y es probable que esto sea el resultado de la conjunción dos notables guionistas, Dan Sterling (de las series televisivas The Office y Girls) y Liz Hannah (The Post), los cuales proveen al texto mucha gracia, pero además varios subtextos. Abundan las referencias más o menos veladas a la política estadounidense actual: la iniciativa comprometida con el medioambiente en la que se encuentra inmersa la protagonista es una clara referencia al Green New Deal, paquete de propuestas para abordar el calentamiento global, lanzado por la muy mediática activista y política demócrata Alexandria Ocasio-Cortez. Por otra parte, uno de los personajes más desagradables del cuadro (interpretado por Andy Serkis, nada menos que el Gollum de El señor de los anillos) satiriza a Steve Bannon, el estratega político que consiguió llevar a Donald Trump a la presidencia. Hay también notables apuntes, como el hecho de que la protagonista sea muy consciente de que cualquier subida de tono o elevación de la voz durante la campaña puede ser atribuida a la histeria u otros desórdenes mentales por parte de sus opositores. 
Es notable cómo esta película invierte buena parte de los roles de género: en este caso, ella es no sólo quien ostenta el poder, sino además la más controlada, centrada y racional, mientras que él se presenta como un sujeto impulsivo y pasional. La película explora notablemente cómo detrás de muchas mujeres poderosas suele haber también hombres capaces de apoyarlas, sin sentir su dignidad vulnerada por secundarlas o colaborar en su trabajo. Si bien Seth Rogen es un gran comediante y eso se sabe desde hace tiempo, quien sorprende positivamente es Charlize Theron, con una actuación contenida, pero que, a la vez, transita un gran arco emocional. Por sobre todo, existe una notable química en la pareja principal, algo fundamental para el buen funcionamiento de una comedia romántica. Quizá esto tenga que ver con que los dos son de por sí atractivos ya que, además de presentarse como humanos con sus problemas y vulnerabilidades, también tienen su dosis de encanto, sus principios y una postura combativa sumamente admirable. La audiencia llega rápidamente a sentir y comprender que, efectivamente, se merecen el uno al otro.

Publicada en Brecha el 17/5/2019

viernes, 10 de mayo de 2019

Shazam!

Huele a espíritu adolescente 


En una de las mejores escenas de esta película, el niño protagonista, convertido en un adulto y apenas consciente de sus nuevos poderes, tiene una desternillante pelea con el villano de turno en medio de una juguetería. Intentando escapar, le tira peluches por la cabeza, mientras el malo lo ataca con todo lo que tiene. En cierto momento, el héroe se ve parado accidentalmente sobre un teclado musical gigante, en un claro homenaje a Big, quisiera ser grande. La referencia no es gratuita, ya que esta película le debe mucho al clásico ochentero, tanto en espíritu como en su contagioso tono de comedia.
Es interesante como DC Films y Marvel Studios participan en una competencia abierta por el mercado hollywoodense de superhéroes, de forma similar a que DC Comics y Marvel Studios fueron, durante buena parte del S. XX, rivales históricos en el terreno de los cómics. Lo cierto es que DC Films, que hace unos diez años estaba plenamente abocado a historias graves, a tonos oscuros, a diálogos como sentencias y a conflictos pretendidamente importantes (en películas como Batman: The Dark Knight) se ha tenido que ir adaptando al creciente humor dictado por Marvel Films, quien sin dudas lleva hoy la batuta en cuanto a taquilla y es, por consiguiente, la que dicta el “estilo” de estas superproducciones. Lo cierto es que DC se ha adaptado con relativa eficacia y, lejos de quedar completamente rezagado, ha logrado recientemente algunas producciones de buen nivel, como La mujer maravilla y Aquaman. Pero, de todos modos, es bastante improbable que ésta, su última película, pueda vencer al taquillazo de Capitana Marvel de este año y sin dudas no le llegará ni a los talones a la inminente Vengadores Endgame, también de Marvel.
Pero la movida ha sido inteligente y sin dudas fue un acierto encargarle el proyecto al director David F. Sandberg, quien tiene en su historial un mérito nada menor: haber filmado Lights Out (2013) uno de los cortometrajes más terroríficos de todos los tiempos, una producción simple y de poco más de dos minutos que invoca miedos atávicos y que es capaz de hacer saltar del asiento hasta al más curtido (puede verse en youtube haciendo una búsqueda simple). Después de ese corto, Sandberg fue rápidamente reclamado por la industria e incorporado a sus filas, filmando una innecesaria versión en largometraje de Lights Out (2017) y Anabelle: Creation (2017).
Lo más meritorio de Shazam! Seguramente esté vinculado a sus propias limitaciones. Se trata del blockbuster de superhéroes de menor presupuesto que se haya visto en años, por lo que es lógico que se hayan debido compensar con inteligencia estas limitaciones. Los énfasis están puestos en los aspectos humorísticos, en personajes sólidos, en una historia pequeña que fluye sin demasiados cambios locativos. Así, el cuadro adolescente cobra protagonismo dotando a la película de una frescura atípica, bien acompañada de un libreto creativo y ameno. Como si la serie Stranger Things y Big confluyesen en una descontracturada historia de superhéroes. Y la fórmula funciona muy bien.

Publicado en Brecha el 12/4/2019